Es un hecho que los liberales somos una minoría de incomprendidos bastante exigua. Pero ya he dicho en repetidas ocasiones que no haríamos bien en achacar esa escasa difusión a una falta de talento del mensajero, como parece que quieren hacer algunos. Estaríamos prostituyendo nuestro mensaje si quisiéramos envolverlo en una caja bonita atada con cintas de colores. Nuestras ideas son las que son, y, precisamente porque son así, es que no gozan de tanta difusión. La verdad siempre es más difícil de digerir, sobre todo si aquel que debe consumirla tiene cuatro estómagos, rumia la comida y se pasa todo el día masticando cosas que apenas llevan sustancia (caso de los socialistas). El liberalismo está repleto de buenos académicos, personas ilustrísimas, exponentes notables, y expertos sin tacha. De lo que no está hecho el liberalismo es de caramelos, piruletas y píldoras doradas. El liberalismo no está preparado para agradar a la masa, sino para honrar a la verdad. El repudio general reverdece los laureles del liberalismo más que ninguna otra cosa, ya que evidencia una puesta en acción que acusa una estupidez pluscuamperfecta, que suele afectar a una mayoría de gregarios. Si somos atacados por las masas es porque tenemos un discurso cargado de razones. Y ya se sabe que la gente no suele atender a razones, no suele sacudirse nuca la pereza intelectual, pocas veces tienen tiempo para leer un libro de economía, y menos aún para armar un argumentario propio.
Esta situación del liberal, parecida a la que tendría un paria cualquiera en una tierra lejana, tiene diversas manifestaciones y consecuencias, pero ninguna más representativa que aquella que le hace aparecer como un defensor a ultranza de cualquier empresa o empresario. Nada más lejos de la realidad. Los liberales no defendemos a las empresas. No es culpa nuestra (del mensajero) que los receptores sean unos tarugos intelectuales, unos adoquines incapaces de comprender qué mecanismos y qué organización apoyamos. Nosotros no protegemos a las empresas privadas. Defendemos la competencia empresarial libre de protección y encaminada a satisfacer las necesidades de los ciudadanos, esto es, de todos los consumidores. Ese es el único mecanismo virtuoso de la economía. Pero muchos socialistas, que al parecer sufren de hemiplejia y falta de atención, deducen que, como no defendemos sus políticas intervencionistas, obligatoriamente tenemos que ser fieles partidarios del mundo empresarial, cualquiera que este sea, aunque apenas se distinga lo público de lo privado. No caen en la cuenta de que una empresa privada que está subvencionada por el Estado no es otra cosa que un pseudópodo suyo, y no tiene nada que ver con el sistema de libre comercio.
Dos ejemplos recientes de esto que estoy diciendo:
Primer caso. En España las temperaturas se desploman. La demanda energética sube. La oferta se encarece. Se impone el precio marginal que establecen las eléctricas más caras del sector. Todo muy lógico. Pero como vivimos en un mundo de palurdos y mercachifles, toda la gente corre a decir que se viene el fin del mundo. Extrapolan los precios actuales de la energía para pronosticar un gasto adicional en la factura de cientos de euros a final de año. Se demoniza a las empresas eléctricas y por extensión al malvado capitalismo. Todos creen que es culpa de los liberales: ¡malditos sean!. Calculan que morirán de frío al menos algunos miles de personas. Quieren intervenir todavía más el mercado de las energías, sin tener en cuenta que eso traerá un nuevo incremento de los costes (si los precios se mantienen por debajo de su valor natural, aumenta el número de demandantes, el mercado termina desabastecido, y aparece la inflación). Quieren fijar precios, desconociendo completamente los factores naturales que influyen en esos valores. Esto es un cataclismo -nos dicen-. Pero en unos días, cuando las temperaturas empiecen a subir, todo volverá a la normalidad, salvo el comportamiento irracional de todos estos «expertos» de la economía, que seguirá mostrando un grado de anormalidad cada vez mayor. Parece que se reafirman con cada nuevo fracaso o falso pronóstico de sus tesis elementales. Ignoran por completo la ley de la oferta y la demanda, la teoría marginalista, la tabla del dos. Se hacen llamar economistas. Dicen que han estudiado. Pero son un atajo de inútiles. Parecen una caterva de físicos y químicos de pacotilla, jugando a ser científicos, intentando determinar el grado de solubilidad de una sustancia concreta sin aceptar primero la existencia del átomo.
Segundo caso. Donald Trump dice en su discurso de investidura que va a proteger y favorecer a las empresas norteamericanas, para que la nación sea mucho más rica y grande. Si pretende favorecerlas bajando impuestos me parece perfecto. Si lo quiere hacer cobrando un peaje cada vez que importen o exporten algún producto, entonces se equivoca. En ese caso el nacionalismo empresarial no produce beneficios netos. Solo el libre mercado los produce. Las empresas no son buenas o malas porque sean de un país en concreto. Solo son buenas si venden más bienes y satisfacen más necesidades. Por eso las empresas deben competir libremente en el mercado internacional y sobrevivir únicamente si benefician al consumidor medio. Si se protegen las empresas del propio país, se obliga a los estadounidenses a consumir sus propios bienes, se les prohíbe acceder al mercado internacional y se les impide buscar productos mejores y más baratos alrededor del mundo. Y esto disminuye su capacidad relativa y sus probabilidades de tener éxito y encontrar aquello que les haga más felices. Mal empieza la legislatura de Donald Trump si piensa castigar a las empresas que produzcan servicios fuera del país. Si así lo hiciera, Trump no sería más que otro socialista, otro estatista insaciable, un intervencionista de derechas, un nacionalista de mercado. Trump se parecería mucho más a un socialista que a un liberal. Pero como el mensaje que transmiten los liberales no está hecho para que sea comprendido por el progre, todos acaban pensando que Trump representa el capitalismo y el libre mercado. Son este tipo de tergiversaciones las que hacen que los liberales caigamos en desgracia. Nadie nos escucha. Nadie nos entiende. Pero no es un problema del mensajero, sino una tara del receptor. Los liberales no comunicamos mal. Simplemente, la libertad no vende.
Con ello tampoco quiero desalentar al liberal. No digo que no debamos mejorar todo lo posible nuestra estrategia y nuestra oratoria. Digo que esa mejora no traerá demasiados cambios. El mundo de la propaganda seguirá siendo de aquellos que mejor saben mentir, o de aquellos que son más vulnerables al engaño, y en cualquier caso estará repleto de oyentes adocenados, incapaces de entender. Y esto no lo va a cambiar ni el mismísimo Rasputín.