“Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo” (Sigmund Freud, 1856-1939)
No cabe duda de que la felicidad es un estado perceptivo difícilmente objetivable. Siempre acaba dependiendo, de uno u otro modo, del ánimo y la disposición que tenga el sujeto en un momento determinado, esto es, de su condición, sus circunstancias, o su fortuna. No tiene por qué estar relacionada con los hechos de la realidad. Pero por lo mismo tampoco tiene por qué obviarlos. Hay muchas formas de ser feliz, dentro de las cuales también se encuentran aquellos estados que sienten emoción cuando buscan comprender la verdad, o cuando consiguen alcanzarla.
Ninguna de las dos maneras de ser feliz que apunta Freud en el adagio que aparece más arriba tiene nada que ver con la realidad. En una, la felicidad se consigue dando la espalda a la verdad. En la otra se logra engañando a los demás. Sin embargo, Freud se olvida de un tercer motivo de felicidad, completamente distinto de los dos anteriores. Existe un estado de gracia que aviene solo cuando observamos la realidad, y cuando utilizamos la razón para descubrir el mundo que nos rodea. Los filósofos lo llaman amor por la sabiduría. Los científicos prefieren usar otros términos más asépticos. Pero en el fondo todos están apelando a lo mismo.
La omisión del psicoanalista londinense no es anecdótica, resulta mucho más grave de lo que parece, pues no existe una felicidad más segura y precisa que esa que está basada en la objetividad. Las otras dos dependen, en mayor o menor medida, de una convicción bastante frágil; completamente subjetiva. En cambio, ésta tercera consigue hacer pasar los sentimientos por el arco del triunfo de la razón, obteniendo de ese modo una argamasa emocional más consistente, más consciente.
Existen igualmente dos formas distintas de filosofar, la de aquellos que buscan construir un sistema de pensamiento completo, y la de aquellos otros que solo tratan de cargárselo. Los primeros hallan su felicidad en la razón y la observación de los hechos. Los segundos la localizan allende los mares, en el piélago de irracionalidad y cerrazón que conlleva todo comportamiento destructivo. Ortega y Gasset, Aristóteles, o Kant, pertenecen al primer género. Cioran y Nietzsche son algunos de los representantes del segundo grupo.
Emil Cioran dice que: “no comenzamos a vivir realmente más que al final de la filosofía, sobre sus ruinas, cuando hemos comprendido su terrible nulidad, y que era inútil recurrir a ella, que no iba a servirnos de ninguna ayuda… Para concebir la irrealidad y penetrarse de ella es preciso tenerla constantemente presente ante el espíritu. El día que se la siente, que se la ve, todo se hace irreal, salvo esa irrealidad, que es la única que hace la vida tolerable”.
En la misma línea, Nietzsche se aviene con estos argumentos cuando trata de destruir, por todos los medios, cualquier símbolo o baliza moral que convenga al hombre, el código de las religiones, o el sistema de las ciencias. Nada le vale. Todo le parece ridículo. Incluso, su propia enfermedad, que le llevó a la muerte, puede servirnos aquí de metáfora para entender el cariz que tenía su pensamiento. En cierta ocasión se puso a conversar amablemente con un caballo; ahí radica el inicio de la locura y la sinrazón que le llevaría años después a la tumba.
Por el contrario, veamos lo diferente que es la definición de filósofo que nos ofrece Ortega y Gasset: “hay en el teorizador, sobre todo en su forma prominente, que es el filósofo, una fruición de descifrador de enigmas en que, por lo pronto, pierde el enigma todo el carácter patético que por accidente puede envolver y lo empareja con el jeroglífico, la charada y las palabras cruzadas”. Para Ortega la filosofía es algo más que la mera complacencia de una fábula o un crucigrama. Es una reflexión verídica, no es un juego de artificios: “El frente común religión-mito-poesía consiste pues en una interpretación puramente imaginativa del mundo y a ella habría el hombre de acogerse definitivamente si no hubiera existido filosofía… la filosofía no es demostrar con la vida lo que es la verdad, sino estrictamente lo contrario, demostrar la verdad para, gracias a ello, poder vivir auténticamente.”
En todos estos filósofos pervive siempre un único propósito general, la búsqueda sincera de la felicidad, que solo hallan a través del estudio continuo y la abnegación personal. No obstante, muchos de ellos creen haberla encontrado cuando rompen todo lazo de unión con el mundo. El propio Freud describe la felicidad como un sucedáneo de la mentira o la ignorancia (de unos y de otros). Pero la felicidad no se cocina solo en el cazo de la incultura. Una felicidad mas sólida, segura y sana surge de entre los escombros, al contemplar el nuevo mundo que queda abierto delante de nosotros cuando descubrimos algo y constatamos que la realidad no se reduce a las sombras chinescas que se proyectan en la pared, sino que se extiende más allá, que nos rodea y nos sobrepasa y nos sobrecoge. Entonces, caminamos todo el día perplejos, aprendiendo a contemplar esa magnificencia deslumbrante, contrayendo las pupilas, y admirando al mismo tiempo las habilidades que nosotros mismos mostramos a la hora de encontrar nuevas soluciones, cada vez más cerca del foco del que emana esa luz cegadora.
Sin embargo, no todos pueden gozar de las ambrosías científicas. Algunos tienen miedo. Se sienten más seguros en el interior oscuro y húmedo de la cueva. Pero esas cavernas platónicas, como así se llaman, también son el hogar del sentimiento más bajo que puede haber. Si basamos nuestra felicidad en una mera apreciación subjetiva, en un gesto onanista, o en la visión que tenemos del cuerpo de los demás, corremos el riesgo de padecer los vaivenes anímicos que afectan también a esos organismos, y en tales casos, somos incapaces de salir indemnes, y quedamos subyugados. En cambio, aquellos que pueden mirar al sol de frente, sin quemarse las retinas, alcanzan un estado de felicidad mucho más fiable. Son correspondidos con el amor incondicional que aporta la filosofía, o se deleitan con los éxitos y descubrimientos que depara la ciencia. Sienten un gusanillo que les recorre la piel de arriba a abajo. Y consiguen finalmente una satisfacción objetiva mucho más duradera y permanente. El sol siempre sale por el Este. Si nos produce felicidad ese hecho incontrovertible, tendremos asegurada una vida repleta de alegrías, una sucesión de matinales, y una orgía perpetua. En cambio, si pensamos que el Sol sale por Antequera, y basamos en esto toda nuestra felicidad, probablemente mañana descubramos que no llevábamos razón, y entonces todas nuestras ilusiones habrán sido en balde, y quedaremos afligidos para el resto de nuestra vida. No digo que el hombre no pueda vivir de ilusiones falsas. Digo que se vive mejor si esas ilusiones están asociadas con hechos verídicos, asentadas sobre roca madre. La verdad nunca te traiciona. La felicidad del científico no se acaba jamás. En cambio, la del enamorado tiene los días contados. Dura lo que tarda en llegar el desengaño.
Muy bueno!!
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