Cuando escribo siempre exprimo las ideas hasta que ya no queda más que decir. Por eso muchas veces soy incapaz de ofrecer un texto más breve. Mis artículos cortos siempre están inacabados. No son artículos, son bosquejos de artículos. No obstante, el tiempo de la vida cada vez apremia más, hay muchas ideas que nunca podré pulir con el debido rigor. Todas ellas, reunidas en un libro, podrían suponer varios volúmenes llenos de reflexiones sin ningún orden, cosas que se quedaron en el tintero, frases que nunca tuve tiempo de desarrollar. Hubiera deseado tener una vida más larga. Este deseo no desaparecería aunque viviese trescientos años.
Aquellos que no quieren vivir más tiempo, pero que tampoco tienen el valor suficiente para quitarse del medio, están condenados a sufrir lo que les queda de vida, hasta que al final la muerte venga en forma de regalo, y se cumpla lo que llevan esperando tanto tiempo. Pero los que queremos vivir con todas nuestras fuerzas tampoco estamos exentos de condena. Para nosotros ese suplicio llega también cuando nos morimos. Darwin sentía miedo de que su causa le superase. Cuando uno concibe una obra monumental, pasa el resto de su vida intentando concluirla. Siente una pasión desbordante. Pero a la vez padece una enfermedad crónica, que se agrava a medida que pasan los años. Tiene miedo de morir demasiado pronto, dejando inconcluso el trabajo al que ha dedicado tantos años. Pero también tiene miedo de morir a una edad avanzada, porque sabe que entonces apenas habrá empezado a entender la magnitud de su proyecto. La vida es demasiado corta. Y es más corta para aquellos que tienen algo que ofrecer. Soy como Creso- decía Darwin- sumergido en la riqueza de los hechos que poseo. Así se sienten todos los que tienen grandes cosas que ofrecer al mundo. Se encuentran oprimidos por todas las obligaciones que exige la vida, muchos malgastan el tiempo en una oficina cualquiera, desarrollando un trabajo insulso, a sabiendas de que la vida se acaba y que no pueden dedicar todas sus energías a los asuntos que realmente les interesan. Darwin estaba eximido de todas esas obligaciones laborales. Había heredado una pequeña fortuna que le permitía vivir holgadamente. Y a pesar de ello, padecía también a causa del tiempo. Pero muchos no tienen la suerte de cobrar una herencia. Por tanto, su sufrimiento se agrava todavía más.
Como testimonio del tiempo, quedan las obras que nunca se terminaron, todos los libros truncados por la mitad, muchos de ellos publicados póstumamente. Son monumentos erigidos en honor a la vida, que nos recuerdan uno de sus atributos más elocuentes, lo efímera y pasajera que resulta esa existencia. Los libros inacabados reflejan una intención frustrada, y constituyen siempre un proyecto imposible. El autor nunca sospechó que podría ser ese el libro que se quedaría tullido, o que habrían de completar sus pupilos. Se murió mientras lo escribía. No obstante, cualquier escritor prolífico es consciente de este final agridulce, todos quieren morir con las botas puestas, y saben que no les dará tiempo a concluir lo que tienen que escribir. Esto les angustia. Les angustia la vida. Les obsesiona la seguridad de la muerte. No les da miedo la inexistencia infinita que viene después. Lo que temen es no poder acabar a tiempo.
Las frases y los párrafos que han ido reuniendo durante años, podrían haberse extendido mucho más, hasta convertirse en obras más grandiosas. Constituyen el testimonio de su propia brevedad, de su vida perecedera y de su angustia existencial. Queda la satisfacción de haber podido plasmar por escrito tantas ideas. Si tienen algún éxito, los lectores que cojan esos libros lo harán cuando su autor ya esté muerto y enterrado. La causa le habrá superado. Pero ahí quedará la obra, inconclusa pero testimonial, señalando hacia la tumba donde reposan los huesos de su artífice, urgiendo al lector para que también se dé prisa, que la vida es breve, y que aún queda mucho por hacer. En el fondo, todos somos como Creso, tenemos muchas cosas que decir y poco tiempo para hacerlo. En cierto sentido, la vida es un regalo envenenado, o mejor dicho, una miel en los labios.