Las leyes sociales que defienden minarquistas y anarquistas de mercado son prácticamente las mismas. Es el modo de alcanzarlas lo que hace que ambas doctrinas difieran. Los minarquistas debemos reconocer que el motivo ideológico que utilizan los anarcocapitalistas para lograr el estatus de libertad que ellos querrían imprimir a la sociedad se aproxima bastante a la idea que tenemos los propios minarquistas. Todos utilizamos la libre competencia como el revulsivo más importante que tenemos para hacer que la sociedad progrese de manera adecuada. Y todos somos conscientes de que el mercado libre compone un sistema de relaciones que purga de forma espontánea las acciones más ineficaces, y por supuesto también aquellas leyes que no resultan apropiadas para alcanzar ese nivel de desarrollo. Nadie pone en duda que la competencia de distintas legislaciones puede acabar propiciando una selección de aquellos sistemas que tengan normas más ajustadas al ideal que los minarquistas y los anarcocapitalistas perseguimos.
Otra concesión que debemos hacer los minarquistas consiste en aceptar una realidad difícil pero inevitable. Al final, de lo que se trata es de lograr una sociedad más estable y más próspera. En este sentido, cualquier sistema requiere de una masa crítica de simpatizantes. Si la mayoría de la gente desaprueba el sistema, aun siendo este el mejor posible, no habrá nada que hacer, no se podrá establecer ninguna forma de gobierno general, cualquier intento será seguido de una revolución. Los sistemas pueden ser buenos en cuanto a eficacia pero malos en cuanto a estabilidad. Una sociedad libre puede llenarse de elementos disruptivos y venirse abajo en cuestión de años. Los anarcocapitalistas alegan que no se puede imponer un estado mínimo si previamente no lo ha aceptado la mayoría. Y arguyen que la opción anarquista es más viable, al basarse únicamente en la evolución espontánea y voluntaria de la sociedad, que no precisa de imposiciones generales. Y no les falta cierta razón.
Ahora bien, una vez hemos reconocido los problemas que entraña el sistema minarquista, hechas las concesiones oportunas, solo podemos constatar que dichos problemas no son exclusivos suyos, y que afectan en cualquier caso a todos los sistemas que pretenden una cierta estabilidad. El anarcocapitalismo también debe tener una masa crítica de creyentes para no venirse abajo. Al mismo tiempo, los anarcocapitalistas deben reconocer que cualquier sistema de libre competencia debe sustanciarse en último lugar en alguna norma básica y general, que imponga las reglas que se necesitan para que todos los participantes admitan y respeten ese intercambio espontáneo, libre y natural. Y es aquí donde cobra más importancia la opción minarquista. Esta norma básica siempre será más efectiva si está gestionada por un tribunal de última instancia, esto es, una entidad ajena al problema que de facto surgirá entre los competidores a la hora de dirimir las cuestiones más esenciales de su contrato.
Con todo, como los anarcocapitalistas aquejan las mismas dificultades que los minarquistas, y como ambos coinciden también en el objetivo que hay que lograr, no tiene sentido defender la anarquía si podemos convenir una normativa que garantice en mayor medida el cumplimiento de todas esas reglas básicas. De todos modos, una sociedad sin Estado también necesita un apoyo mayoritario de la gente, y alguna norma que asegure el respeto que todos deberán tener hacia ese sistema ácrata. Como dice Hayek en el capítulo XII de Los fundamentos de la libertad «lo que ocurre es que un grupo de hombres puede formar una sociedad capaz de hacer leyes porque los individuos integrantes tienen principios comunes que hacen posible la discusión y la persuasión, a los que deben conformarse las reglas articuladas para que se acepten como legítimas.» Estamos de acuerdo en que esos principios pueden plasmarse de dos maneras distintas, pueden ser deliberados o pueden ser tácitos. Por tanto, resulta innecesario e insuficiente esperar a que la evolución natural traiga con el tiempo esos principios, sin hacer nada más que quedarnos de brazos cruzados. No en vano, somos seres conscientes de nuestras necesidades, y podemos anticipar los problemas y deliberar para salir de ellos. En la medida de lo posible, deberemos luchar por reducir todo lo necesario el tamaño del Estado, y establecer al mismo tiempo un sistema normativo elemental, cuando las circunstancias sociales lo permitan. De todos modos, vamos a tener que hacer esto querámoslo o no. No existe ningún sistema estable que no se base en la aceptación voluntaria de una mayoría de individuos, en cuyo caso no habrá problema en plasmar por escrito esa aprobación mayoritaria. Antes bien, la observancia inflexible de las reglas mejora considerablemente si éstas quedan rubricadas en un papel e inscritas en un texto constitucional. Las palabras se las lleva el viento. En cambio, los acuerdos escritos son una prueba mucho más fehaciente. Si todo pudiera basarse en una aceptación tácita, si esta fuera la mejor manera de consolidar una relación, tampoco habría motivo para que los contratos voluntarios, que se cierran todos los días en el mercado privado, hubieran tenido que recurrir a esta rúbrica física. Y si existen miles de manifiestos privados donde quedan claros los propósitos de interés común que afectan a las partes contratantes, con más motivo digo yo que deberá existir otro manifiesto público, que dé buena cuenta de las reglas más básicas que afectan a todos los ciudadanos. La entidad que respalda, faculta, garantiza y representa todo eso es lo que los minarquistas denominamos estado mínimo. A todas luces, la piedra de toque del liberalismo es el sistema minarquista. Las propias dificultades que entraña esta forma de organización dan razón de la legitimidad que detentan sus enmiendas más básicas. Además, la esencia de la libertad radica siempre en el respeto que se debe otorgar a la ley, y la ley cristaliza mejor si está respaldada por un cuerpo físico que sea materia de derecho.