Como trabajadores, los hombres no podemos convertirnos nunca en soberanos de nuestras vidas, porque entonces estamos obligados a actuar también como dictadores, y a decidir sobre la vida de los demás. En términos económicos, el trabajador es un elemento productivo; es un bien de capital. Constituye la mano de obra con la que se fabrican los bienes de consumo. Como productor, no puede decidir qué produce o deja de producir. La soberanía que importa aquí es la del consumidor, no la del trabajador. La libertad que hay que garantizar es la que se genera cuando se eligen los bienes de consumo, no la que acontecería si se pudieran elegir los bienes de capital sin tener en cuenta los gustos de los consumidores. Un trabajador siempre tiene cierto margen de decisión, puede elegir si quiere trabajar, incluso puede elegir donde hacerlo. Pero nunca podrá escoger el salario que le gustaría ganar, o el mejor sitio para obtenerlo. Todo eso depende en último lugar de la demanda que exista en un determinado momento.
El trabajo siempre debe tener un componente desagradable. La mayoría de las cosas siempre cuestan esfuerzo. Venimos a este mundo con una mochila vacía, y para llenarla es necesario trabajar duro. Pero es que, además, el trabajo no es algo que podamos elegir nosotros, en virtud de aquello que nos guste. Cuando trabajamos nos convertimos en productores de bienes de consumo, lo que quiere decir que fabricamos bienes que están destinados al consumo de otras personas. Mientras no pretendamos obligar a los demás a consumir los productos que nosotros les digamos, tendremos que fabricar aquellos artículos que demanden ellos de manera voluntaria. Esto no tiene vuelta de hoja. El trabajo no es algo que esté dirigido a agradarnos a nosotros. Muy al contrario, tiene que venir determinado por los gustos y las apetencias de los consumidores. Si yo quiero ejercer la medicina, pero resulta que ya hay una oferta de médicos que cubre toda la demanda, solo tengo dos opciones. Puedo hacer que los demás enfermen, y aumentar así esa demanda, o puedo esforzarme para superar a mis colegas y agradar a un mayor número de clientes. Si acepto lo primero me habré convertido en un tirano. Si acepto lo segundo deberé esforzarme duro y afrontar todas las adversidades que vengan. Y muchas veces tendré que asumir que no puedo trabajar en aquello que me hace a mí más feliz. La demanda de un puesto de trabajo nunca coincide con la oferta. Y coincidirá menos si solo tenemos en cuenta los gustos del trabajador. Si esto fuera así, todos tendríamos un puesto agradable, estaríamos trabajando como capitanes, navegando en un bonito yate, recibiendo unos emolumentos abundantes, y dejándonos arrastrar por las olas, hacia una isla caribeña. Y todos los consumidores tendrían que comprarnos ese viaje. Sin embargo, los hombres tienen necesidades que exigen trabajos mucho más duros. Por ejemplo, necesitamos comer naranjas y patatas, y por tanto hace falta que alguien trabaje removiendo el abono que necesitan los campos. Si este ejemplo de trabajo no parece suficientemente desagradable puedo poner muchos más.
En cualquier caso, lo que tenemos que entender es que las personas tienen gustos profesionales que no coinciden al cien por cien con las necesidades reales que presentan por término medio todas las personas que consumen. Esta fórmula es bastante sencilla.
Que yo describa la realidad como algo desagradable no quiere decir que me jacte de que sea así. Simplemente, constato una situación, y afirmo que existe una regla sencilla que refuta esa creencia ingenua que aboga por abolir el trabajo, o por sustituirlo por otros empleos más agradables. Me niego a creer en estas pamemas. Pero eso no quiere decir que me agrade el sufrimiento de los demás, o que no me emocione cuando veo que alguien lo pasa mal. En cierta medida, todos lo pasamos mal, todos venimos a este valle de lágrimas a sufrir, y la mayoría de nosotros trabajamos en oficios que no nos gustan demasiado. La realidad siempre es más dura de lo que imaginamos. Y si creemos que nos podemos librar de esta pena, acabaremos sufriendo todavía más: chocaremos contra un muro de piedra infranqueable; terminaremos siendo consumidores insatisfechos, laminados por la tiranía del trabajador.
Las condiciones laborales deben mejorar, y de hecho lo hacen, gracias a que la capacidad productiva aumenta a medida que las sociedades capitalistas se desarrollan y se apoyan más en la técnica y el conocimiento científico. Pero no deben mejorar porque lo diga un determinado sindicato, o porque constituya un deseo general o una apetencia profesional. Los deseos se convierten en realidad solo cuando la realidad quiere.
La única soberanía legítima es la que viene impuesta por la voluntad del consumidor. Todos somos consumidores de bienes. La libertad auténtica debe respetar los gustos de cada uno de los individuos, sin hacer excepciones. Debe prevalecer la voluntad de aquellos que utilizan esos bienes. Pero la revolución del proletariado, tal y como la conciben los comunistas, utiliza exactamente el argumento contrario. Centra sus reivindicaciones en torno a la figura del trabajador y del obrero. Y, al hacer esto, deja de defender que cada uno haga y consuma lo que quiera, y pasa a exigir que todos consuman lo que el productor decida, en virtud de las necesidades que le sean afines. El comunismo aduce que su compromiso es la lucha contra el empresario. Sin embargo, lo que hace es convertir al empresario en el mayor de los tiranos, ya que le permite decidir qué quiere producir, sin atender a las necesidades de las personas (en general, en eso consiste precisamente la planificación social y económica que llevan a cabo todos los partidos políticos, sus arengas a favor de los supuestos sectores estratégicos, y su defensa del empleado).
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