«Cambiaría el más bello atardecer del mundo por una sola visión de la silueta de Nueva York. Particularmente cuando no se pueden ver los detalles. Sólo las formas. Las formas y el pensamiento que las hizo. El cielo de Nueva York y la voluntad del hombre hecha visible. ¿Qué otra religión necesitamos?. Y entonces la gente me habla de peregrinaciones a algún agujero infecto en una jungla, a donde van a homenajear a un templo en ruinas, a un monstruo de piedra con barriga, creado por algún salvaje leproso. ¿Es genio y belleza lo que quieren ver?. ¿Buscan un sentido de lo sublime?. Dejadles que vengan a Nueva York, que vengan a la orilla del Hudson, miren y se pongan de rodillas. Cuando veo la ciudad desde mi ventana -no, no siento lo pequeña que soy- sino que siento que si una guerra viniese amenazar esto, me arrojaría a mí misma al espacio, sobre la ciudad, y protegería estos edificios con mi cuerpo». (Ayn Rand, 1905-1982)
Tal vez sean esas coincidencias entre el bienestar, la vejez, la frivolidad, la diversidad, o el acierto, lo que hace que me gusten tanto las ciudades grandes. Al principio no lo podía explicar. Pero ahora lo entiendo mejor. ¿Por qué me agradan las grandes urbes?, ¿por qué me gustan sus edificios viejos, y también los nuevos?, ¿por qué me deleita contemplar la magnitud de sus avenidas, el tráfico de personas y enseres, y el fárrago de la circulación? ¿Por qué me alegra observar un mar inmenso de luces naranjas, e imaginar el bullicio de la gente que acude como insectos a esas claridades? ¿Por qué me gusta Madrid, contemplarla iluminada, mirar cómo se emperifolla, y cómo reluce bajo el fulgor metálico de los carteles de neón que resaltan en los frontispicios? ¿Por qué me gusta andar inmerso en el asfalto y en el cemento, y sentir el fragor de la vida a cada paso que doy? ¿Por qué me gusta venir a Madrid, y otearla desde las estribaciones por donde se vierten las aguas que bañan la ribera del Manzanares, en las faldas de los macizos de Somosierra? ¿Por qué exhalo un suspiro tónico cada vez que, a la noche, atravieso el túnel que esquiva el puerto de Guadarrama, cuando la luz de la ciudad se le viene a uno de golpe, titilante, extendida a lo largo de toda la superficie columbrada, como la piel de una criatura abisal, centelleando sobre un fondo de negritud indómita? ¿Por qué me sobrecoge esa visión de la ciudad? Ahora creo que tengo la respuesta. Todo eso es creación, magna creación. Y las creaciones implican habilidades, aciertos, progresos, prosperidad.
Siempre que salgo de casa acabo sintiéndome bien, pues sé que no tardaré demasiado tiempo en diluirme de nuevo en ese líquido amniótico que asiste al transeúnte en las calles de las grandes ciudades. Esos paseos propedéuticos me alejan de las ideas ahítas de anacronismos y cachivaches inservibles. Me libro también del repertorio de insultos que evacua el socialista iracundo, que igualmente arenga a las masas para que vuelvan a emplear todos aquellos utensilios que ya han sido convenientemente desplazados del panorama urbano, por ejemplo, el rebaño trashumante o la bici de pedales. Me exaspera ese discurso que defienden algunos hotentotes con ínfulas de expertos en el que se exalta el taparrabos, se hacen retumbar los tambores y se afirma que el capitalismo ha trastornado la mente del hombre, que antes yacía puro y sano alrededor de las hogueras tribales.
En definitiva, cuando salgo de casa huyo de lo que huimos todos al cabo del tiempo, pues nadie puede escapar del futuro, a no ser que se muera. Al final, casi nadie escapa del capitalismo, aunque todos se empeñen en criticarlo continuamente. Solo prevalecen aquellos que quieren prosperar, y los que prosperan sin querer; los que son conscientes de la importancia de los éxitos alcanzados, de la supremacía de Occidente y las razones loables que han llevado a esa preeminencia, y los fariseos que, aunque no quieren reconocer esa prevalencia, siguen solazándose en las plazas y los restaurantes de las ciudades que critican, llenando las panzas con manjares espléndidos, regados con los mejores vinos del país. Estos últimos, los hipócritas, reniegan del éxito de Occidente mientras piensan que la supremacía solo tiene una única causa, que solo se puede lograr a base de dominaciones y de oprobios. Para ellos, cualquier desigualdad es un motivo para denunciar una situación abusiva. Esta creencia infundada es el origen del mayor equívoco de todos, pues olvida esa otra forma de supremacía que es fruto de la excelencia y el esfuerzo, y que se consigue dejando al hombre libre, dispuesto a demostrar sus talentos y sus habilidades. Unas habilidades que sin duda procuran un éxito más duradero, sin forzamientos de ningún tipo, en el que se deja que las cosas ocurran de forma natural, según sea la aptitud de aquellos que quieran destacar. Ese ha sido el éxito de Occidente y de las culturas que encomian la libertad del individuo y se acogen al derecho que garantiza la misma. Un éxito capitalista que todos disfrutamos hoy, pero que solo algunos sabemos apreciar.
Consciente de mi suerte, embargado por estos pensamientos, salí de la casa y me fui sumergiendo en el dédalo penumbroso de las callejuelas, y un poco más allá observé a las muchedumbres que formaban enjambres alrededor de las tiendas y los bulevares, con motivo de las compras de Navidad. Advertí el ir y venir de los coches, el aspecto rutilante de las avenidas, el rebujo agradable del ajetreo. Caminé por la acera atestada de viandantes, hacia la desembocadura de la Puerta del Sol. Me dejé arrullar por los empellones y los traqueteos, meciéndome a cada paso que daba, en manos de una madre solícita, como el hijo de la diosa Abundantia. Me sentí feliz y seguro, entre tanta gente extraña.
La ciudad estaba preciosa. Los dinteles y las jambas de las casas se adornaban con luces multicolores. De las ventanas colgaban papanoeles panzones. El aire hervía de sonidos navideños que procuraban una alegre sensación de amparo, debido seguramente a que hacían recordar la época de la niñez, cuando las luces y los cánticos todavía se unen a la imagen de los padres colmándote de regalos y de besos, cuando aún estos padres son el único motivo de adoración y de alegría.
Pero nada es para siempre. El intervalo también es una necesidad vital. El hombre también necesita descansar. De madrugada toca regresar al hogar. Vuelvo a mi casa. La ciudad, que hasta hace unos momentos bullía y resplandecía llena de colores, ahora estaba completamente vacía, apenas se veían algunas luces artificiales. La claridad crepuscular se va adueñando del espacio y la gente se retira a dormir, después de haber agotado todas sus energías. Camino por el arcén sin atender a nada más. Pero me despierta el sonido del claxon de un coche: el último vestigio del bullicio nocturno. Atisbo en el horizonte la promesa de un nuevo día. La madrugada hace que empiece a transparentarse la fisionomía de la sierra de Guadarrama que rodea la ciudad de Madrid, coronada de arreboles. Me da la sensación de que la naturaleza, habiendo visto que la ciudad declina, quiere demostrar que ella también sabe engalanarse y que no tiene nada que envidiar. Pero no creo que esa demostración sea necesaria: la ciudad es fruto de la naturaleza, es su producto más eximio. La ciudad es una señal del progreso de la vida. La gente se arremolina en torno a las grandes urbes para comerciar e intercambiar bienes y servicios, en un marco de libertad. La ciudad es fruto del instinto natural del hombre, y de la necesidad primaria que habita en él y que le insta a abastecerse y satisfacerse con las materias primas. Es fruto de su libertad, con la que todos tienden a demostrar sus distintas facetas y a luchar por conseguir mejores cosas, contribuyendo a la construcción de esas metrópolis. Lo que no es natural es que se quiera utilizar todo eso para criticar la avaricia de los ciudadanos que consiguen vivir un poco mejor, achacando a Occidente todas las penurias que aquejan a este mundo. Ir en contra de Occidente es ir en contra de la naturaleza, es ir en contra de los logros de las personas que nacen en un sistema que les garantiza sus derechos y que les permite desarrollar sus diferencias, hasta el punto de descollar por encima de los otros. Todas esas personas que asocian el éxito con alguna forma de tiranía, no pueden dejar de usar ese mismo éxito en beneficio propio, yendo a comprar y participando del mercado, contribuyendo de esta manera a que la sociedad disponga las medidas que permiten el avance. Al fin y al cabo, solo obtienen prevalencia aquellas cosas que respetan los dictados de la naturaleza, de igual modo que solo pueden vivir quienes respetan la ley de la gravedad, evitando caerse al vacío.
Entré en mi casa cuando ya era pleno día. El sueño me cogió rápido. Estaba tranquilo. Ganamos los que aceptamos la verdad, aquella que va imponiéndose con el transcurso de los siglos, la que rezuma en las calles de las grandes ciudades, nada más salir de los portales. Los otros, los que van en contra de la realidad más patente, revolucionarios y sediciosos, defienden una doctrina de corto recorrido, que ni siquiera ellos saben cómo se puede cumplir. La tiranía es terca, pero más terca es la verdad, y el anhelo de libertad, y el confort y la abundancia que procura ese anhelo. Los malos pueden armar mucho escándalo y pueden tener éxitos puntuales, y pueden instigar las masacres en determinados países en algunos momentos de la historia. Pero al final habrán de sucumbir bajo el yugo de sus propias insensateces. Los países que no respetan la libertad individual, y que no promueven el desarrollo de las ciudades modernas, están condenados a volverse cada vez más pobres, asfixiados por la torpeza de sus gobernantes y por la complacencia de sus ciudadanos. El mundo está de parte de los buenos y los justos, y de todos aquellos que aprecian y atienden a la verdad. La existencia siempre se basa en una acción constructiva, a través de la cual van creándose millones de formas y seres distintos. Todos aquellos que, dejándose llevar por la irracionalidad y por el odio, o por un ansia renovadora incomprensible, quieran destruir ese orden establecido, han de saber que están yendo en contra de la existencia y de la verdad. Deben saber que irán en contra de la creación y de la evolución, y que tendrán un justo final, acorde con sus intenciones: todos ellos tenderán a desaparecer y acabarán extinguiéndose.
La defensa de la verdad es un largo y solitario camino por la estepa de la indiferencia, pero a la larga, al final del día, siempre acaba siendo un camino triunfante. Es cierto que no corren buenos tiempos para el capitalismo y para la libertad, pero ninguna verdad puede ocultarse demasiado tiempo. Al final, los frutos de ese capitalismo siempre acaban dando la cara (ya lo están haciendo), y es entonces cuando los cainitas y los estúpidos tienen que arrepentirse, y asumir sus contradicciones. Hoy en día, rodeados de tanta desesperación, en medio de un amasijo de ideas socialistas y demostraciones de poder, no viene mal recordar esto, no viene mal un poco de esperanza, sobre todo, no viene mal dejarse caer por las calles y las plazas de Madrid, recorrer sus avenidas y sus travesías, y empaparse del espíritu de libertad que espolea a los individuos que moran y llenan esos magníficos espacios.