En la segunda mitad del siglo XX, el economista y teórico político Murray Rothbard, principal epígono de la escuela austriaca por aquella época, emprendió una campaña de depuración ideológica que alentaba la creación de un movimiento libertario dedicado a propugnar la erradicación de cualquier forma de gobierno que tuviera una penetración general y un marcado carácter ecuménico. Rothbard consideraba que todo Estado debía ser objeto de las mismas críticas y denuncias, toda vez que cualquiera de ellos acarreaba los mismos peligros y obedecía a la misma lógica que los demás, independientemente del tamaño que tuviera o de las disposiciones que impartiese. Rothbard también aseguraba que el liberalismo tenía una ascendencia izquierdista, más cercana a las ideas revolucionarias de Bakunin que a aquellas otras que habían sostenido hasta entonces los liberales clásicos. Su obsesión por la propiedad privada y por la independencia de las decisiones individuales le llevó incluso a decir que el aborto estaba justificado en todos los casos, y que el feto era poco menos que un parásito maligno infiltrado en el útero de su progenitora, y del que ésta tenía derecho a deshacerse en cualquier fase de la gestación. En palabras del propio Rothbard: “Antes del nacimiento… el niño no puede ser considerado persona humana […] El auténtico dato de partida para el análisis del aborto se encuentra en el derecho absoluto de cada persona a la propiedad de sí misma. Esto implica, de forma inmediata, que todas las mujeres tienen el derecho absoluto sobre su cuerpo, que tienen dominio total sobre él y sobre cuanto hay dentro de él, incluido el feto. En la mayoría de los casos, los fetos se encuentran en el seno materno con consentimiento de las madres. Ahora bien, si una mujer no desea que se prolongue esta situación, el feto se convierte en «invasor» de su persona y la madre tendría perfecto derecho a expulsarlo de sus dominios. Según esto, habría que considerar el aborto no como el «asesinato» de una persona, sino como la expulsión de un invasor indeseado del cuerpo de la madre. Por consiguiente, todas las leyes que restringen o prohíben el aborto invaden derechos de las mujeres afectadas por esta normativa.”
Como resultado de todas estas incitaciones anarquistas, algunas de las cuales se atreven incluso a definir la vida y a decidir qué personas son dignas de seguir viviendo, hoy en día existen decenas de miles de libertarios que están convencidos de que la eliminación completa del Estado es poco menos que una suerte de instrucción lógica necesaria, coherente con los principios del liberalismo verdadero y con los preceptos de una teoría totalmente depurada. Sorprende la soberbia con la que algunos de ellos defienden la desaparición de cualquier marco o institución general, toda vez que la tradición liberal nunca se ha caracterizado por sostener esa tesis, y sobre todo teniendo en cuenta que no existen pruebas sólidas que demuestren la veracidad de esta aserción, a saber, que un Estado mínimo es sustancialmente peor que un sistema ácrata (nunca ha existido un verdadero Estado mínimo). Los anarcocapitalistas aducen que no se necesitan tales pruebas, que la lógica pura es contundente a este respecto, y que solo existe una manera de defender la teoría liberal, y es la de llevarla hasta sus últimas consecuencias, afirmando que el individuo es propietario absoluto de su vida y de sus bienes, y no se le puede coaccionar con impuestos o con mandatos generales que él no haya aprobado voluntariamente. Demostraré en este artículo que esa afirmación es errónea, y que lo que realmente pone de manifiesto la lógica deductiva es precisamente lo contrario, a saber, que existen algunos casos en los que el individuo sí debe ser sometido y obligado. Dichos casos se dan cuando alguien intenta vulnerar el principio que garantiza la propiedad y la soberanía individuales. Como quiera que esas vulneraciones son palmarias, y en tanto en cuanto representan el mayor agravio que se puede hacer a la libertad, su erradicación también debe ser general, y por tanto se hace necesaria la figura de una entidad que implique a toda la sociedad, y la exigencia de una cuota mínima o impuesto universal que permita sufragar la creación y mantenimiento de ese sistema de fuerzas, el cual estará dedicado exclusivamente a la supervisión, protección y garantía de las propiedades privadas. Sin esa coacción institucional (y general) la defensa incondicional del individuo carece por completo de sentido.
El absolutismo que manifiesta ésta exigencia no tiene que llevarnos a creer que la defensa de un sistema general que salvaguarde la libertad supone una nueva forma encubierta de tiranía. El absolutismo no es sinónimo de totalitarismo. No lo será si lo que se pretende es defender el derecho que tienen todos los individuos a disponer de su cuerpo y sus propiedades como ellos quieran, sin excepciones de ningún tipo. Pero ese mismo absolutismo resulta ciertamente dañino, y deviene en perjuicio, si ese derecho fundamental se pone en cuestión por los motivos que sean. Existen principalmente dos formas de cuestionarlo. La más común de ellas consiste en negarlo tajantemente. El socialismo basa toda su ideología en esa negación. Los socialistas solo creen en la propiedad comunal y anteponen ésta a los derechos individuales. Pero también existe otra forma más sutil de negar las libertades individuales. El anarcocapitalismo hodierno defiende la propiedad privada con tanto celo que acaba pensando que toda coacción es ilegítima. Piensa que el principio de la propiedad privada no puede tener excepciones de ningún tipo, y que cualquier intromisión pública en la vida del individuo es de por sí un acto injusto claramente denunciable. Los anarquistas de mercado equiparan propiedad con falta de coacción estatal, y al hacer esto actúan en detrimento del propio principio que dicen apoyar, pues no extienden su defensa a todas las personas, dejando la misma en manos de muchos organismos privados, que la relativizarán y la ningunearán, diluyendo de esta manera el sentido de la legislación y el carácter de la verdad (no puede existir una ley absoluta que no se deba a una única obligación general).
Para el anarcocapitalista, la excepción a su principio se produce cuando existe alguna coacción estatal. Para la otra rama liberal, la minarquista, las excepciones devienen cuando no se dan las condiciones generales necesarias para que se cumpla el principio que trata de defender. La naturaleza física de los cuerpos celestes, y la fuerza gravitatoria que actúa sobre ellos en todo el universo, garantiza que estos astros se muevan tal y como predice la ley. Igualmente, la existencia de una norma general que regule el derecho de los individuos a ser libres (Estado minárquico) evita las excepciones que este principio puede sufrir. Las excepciones no devienen con la regulación institucional, devienen cuando el Estado es demasiado grande (socialismo), lo que ocasiona graves intromisiones en la libertad del individuo, o cuando no existe ningún Estado (anarcocapitalismo), lo que provoca un vacío legal que da lugar a todo tipo de injerencias y experimentos. En esto, el socialismo y el anarquismo de mercado tienen una mayor afinidad, y se diferencian ambos de la posición que adopta el minarquismo y el liberalismo clásico, que sí hacen una defensa activa y absoluta de las libertades individuales.
Tal vez, el ejemplo más claro de que el anarcocapitalismo constituye una ideología más próxima a la socialdemocracia que al liberalismo sea la posición absolutista que éste ha decidido adoptar en los últimos años, su defensa radical de la propiedad, que ha llevado a muchos partidarios a abrazar de inmediato cualquier medida que lesione mínimamente la integridad y la soberanía de una nación. Incluso están dispuestos a coaligarse con los nacionalismos más ultramontanos, que no son sino una versión extrema del estatismo y el socialismo que los propios libertarios intentan combatir. Se puede decir que muchos de esos liberales han acabado firmando un pacto con el diablo, a través del cual han entregado su alma a una causa que no es la que en principio decían defender.
Es muy curioso que el liberal del siglo XXI piense que el mejor camino para promover la libertad del individuo pase por abrazar las mismas ideas que apoyan los colectivos nacionalistas, favoreciendo de esa manera la división social y la entronización de todas las castas comarcales que proliferan en la periferia de los territorios nacionales. Algunos liberales no entendemos cómo se puede conciliar la existencia de múltiples Estados y legislaciones con la defensa de un principio de libertad único y con la tendencia natural del mundo a la globalización y la unidad. Esto es lo que nos parece contradictorio, y no la existencia de un gobierno de mínimos que garantice esas libertades y esa evolución.
El anarcocapitalista hodierno, de corte nacionalista, comete una equivocación grave bastante pueril. Identifica erróneamente la secesión nacional con la asociación voluntaria. Al hacer esto, mezcla dos ámbitos disciplinarios completamente distintos, el ámbito de la economía y el ámbito de la política, la voluntad privada del individuo y la voluntad colectiva que reivindican los Estados independentistas. El anarcocapitalista afirma defender el mercado libre y la libertad del hombre, pero en el asunto del nacionalismo comparte las mismas ideas que proclaman los chovinistas políticos y los gobernantes autárquicos, que solo buscan la homogeneidad cultural y la dominación territorial. Resulta paradójico que, por querer alejarse de cualquier posición que apoye la existencia del Estado, acabe coincidiendo con aquellos grupos que se sirven del Estado para imponer un gobierno de facto. Esta deriva, ciertamente ilógica, proviene de confundir la libertad del ciudadano para disponer de sus bienes como quiera con la libertad del político y del colectivo para sacar adelante cualquier legislación que se presente y se apruebe democráticamente. Esta estirpe de anarcocapitalistas ha dejado de considerar que la libertad del individuo es un principio supremo incuestionable, y ahora antepone la voluntad del colectivo, la cerrazón de la grey, y el voto democrático. El anarcocapitalista actual se ha convertido en un remedo de lo que antes era. Tiene una ascendencia liberal. Pero ahora defiende los mismos ideales que atesora el constructivismo socialista, capaz de cocinar una constitución detrás de otra, para satisfacer a todos los comensales que acuden al festín que se dan los nacionalistas.
No obstante, no es necesario que el libertario coincida en todo con ese político casposo que se jacta de defender un nacionalismo despótico, o con aquellos sectores de la población obsesionados con la idea de implantar una auténtica autarquía. Es evidente que no parten de los mismos principios. Pero comparten el afán por conseguir una mayor prodigalidad y división de los territorios. Y esto es lo único que se necesita para ir en contra de todos ellos. En este artículo se critica la autodeterminación como principio. Desde luego, hay algunos casos en los que la secesión siempre será preferible a la unidad, por ejemplo, cuando se disuelve una tiranía y como consecuencia aparecen nuevas naciones más libres. Sin embargo, la fragmentación, como principio o precepto de la teoría liberal, no es aceptable en ninguno de los casos.
En el fondo, el anarcocapitalismo es un fraude teórico que acaba cometiendo el mismo error que acusan todas las ideologías que han fracasado anteriormente. La condena del anarcocapitalismo puede adoptar el mismo aspecto que tiene la condena de la monarquía, la condena de la aristocracia, la condena de la democracia y la condena de la república. Resulta imposible defender un principio invulnerable: la libertad del individuo, aludiendo al mismo tiempo a las decisiones particulares de una entidad arbitraria. La monarquía antepone la voluntad de un individuo en particular; la oligarquía prima las decisiones de una camarilla, la democracia prefiere las resoluciones de una mayoría electoral, y la república elige guiarse por una mayoría asamblearia. Finalmente, los anarcocapitalistas también preponen un arbitrismo parecido. Creen que todo debe quedar en manos de los territorios locales o las empresas propietarias, siendo éstos inmunes a las legislaciones de los demás, y teniendo por tanto una clara incompatibilidad con el principio universal que debería regir en todos los casos. Todas estas elecciones se refieren a organismos más o menos concretos, que hoy pueden defender la libertad y mañana no. Todas se constituyen a título personal, favorecen la multiplicación de opiniones en materia de leyes, y contravienen el carácter y la naturaleza del principio elemental, que solo puede ser uno.
Los anarcocapitalistas equiparan la competencia del mercado y la diversidad que debe existir en la oferta y la demanda de servicios, con la ley que garantiza que dichas ofertas y demandas sean realmente diversas. Al hacer esto cometen un error de identificación grave, que les lleva a creer que las constituciones y las reglas fundamentales de los países también tienen que estar en continua competencia, evolucionando de manera selectiva, como si no supiéramos de antemano qué normas son mejores que otras, o cuáles de ellas protegen sin ambages la libertad del individuo y permiten la extensión del bienestar y del mercado.
Las normas más básicas son extremadamente sencillas, no hace falta descubrirlas evolutivamente. Además, también son unívocas, por tanto no es necesario que compitan entre ellas. No existen diversas posibilidades que debamos escoger. Solo hay un principio verdadero, aquel que garantiza la libertad y la existencia del ser individual. Los gustos de los consumidores, en cambio, muestran una gran diversidad y complejidad, por eso debe haber muchos servicios y muchos oferentes, y una competencia permanente entre ellos. Pero la ley que garantiza esa diversidad y esa complejidad es única, y no se puede identificar con los bienes y los productos que llenan el mercado de posibilidades y satisfacen a todos los consumidores. Todos los bienes son heterogéneos, excepto uno. El bien que provee la ley que garantiza la libertad de oferta y de demanda, y que permite el mercado y el comercio, es homogéneo, y no cabe confundirlo con el resto de los bienes. Sin embargo, eso es precisamente lo que hacen los anarquistas de mercado. Su error es un error teórico fundamental, una identificación falaz, y una equiparación peligrosa que pone en duda el único principio que legitima el mercado. Confunden la libertad en materia de consumo y producción, con la libertad en materia de leyes, y al hacer esto, terminan por cercenar la libertad que dicen defender. Tan mala es una ley que coaccione la libertad individual como una que no lleve a cabo ninguna coacción en absoluto. Tan ingenuo es creer que necesitamos un Estado elefantiásico (hobbesiano), porque no somos capaces de progresar por nosotros mismos, como creer que no necesitamos ningún Estado en absoluto, porque todos acabaremos aceptando voluntariamente las normas que incitan ese progreso.
El punto óptimo es el Estado mínimo: la minarquía. Es verdad que la diversidad de leyes, y la existencia de Estados competitivos, pueden hacer que el sistema social sea más flexible. Es verdad que los Estados que defiendan la libertad de sus ciudadanos se desarrollarán con más velocidad que aquellos que se acogen al atavismo que provoca el intervencionismo. Igualmente, es cierto que la existencia de un Estado único conlleva el riesgo de que todo se venga abajo de repente. No vamos a negar estos supuestos, que juegan a favor del anarcocapitalista. Pero también es verdad que la existencia de muchos Estados siempre acaba beneficiando a aquellos que defienden el estatismo y el intervencionismo, pues son estos sistemas los que a lo largo de la historia han tenido más bombo y platillo, y los que se han extendido más rápidamente por la sociedad, a despecho del retraso que ocasionan. Además, una minarquía que se constituya en base al principio de la libertad, que apuntale la norma básica, y que alcance un cierto grado de ordenación, está más lejos de acabar destruida que un sistema sin reglas comunes, donde todo depende de los distintos gobiernos que existan. Esto se ve más claramente cuando uno analiza la amenaza exterior y las conflagraciones mundiales. En ese caso, el anarcocapitalista pierde toda la razón. Las amenazas exteriores, que siempre serán más frecuentes en un sistema con muchos países y muchas constituciones, se combaten además mucho mejor si existe unanimidad en los países atacados. Lo cual me lleva a pensar que la minarquía es en cierta medida superior al anarcocapitalismo. No se trata de buscar el sistema perfecto, sino el estado más óptimo. En este sentido, me da la impresión de que los pros que avalan a la minarquía superan a los contras, y que en el anarquismo de mercado ocurre lo contrario, siendo en este caso los contras más numerosos que los pros.
El problema que se achaca a la minarquía se puede achacar igualmente al anarcocapitalismo. Ninguno de esos dos sistemas es viable si no existe un consenso tácito y general. Los dos están expuestos a las revoluciones y las secesiones que puedan aparecer, y serán insostenibles si existe una cantidad considerable de personas que no quieran adoptarlos. Pero la minarquía revela algunas virtudes que no tiene el anarcocapitalismo.
De cualquier modo, si finalmente se demuestra que el anarcocapitalismo es más ventajoso que la minarquía, esa mejora seguramente será mínima, o vendrá condicionada por alguna otra propiedad o circunstancia cultural. Las discusiones entre liberales que buscan resolver este asunto son, en todo caso, legítimas y entretenidas, igual que lo son los juegos matemáticos que describen mil tipos distintos de universos. No obstante, deben considerarse de una importancia muy inferior a aquellas otras que intentan demostrar la iniquidad de los estados socialistas, y en consecuencia nunca tienen que servir para crear distintas facciones y para enfrentar a los liberales, los cuales deben tener la mira puesta en un único objetivo. Lo más perentorio es eliminar la inmensa intervención que lleva a cabo el Estado en todos los demás ámbitos de la vida. La mayor ventaja vendría al pasar del estatismo al minarquismo. Que luego también se eliminase el sistema judicial y los tribunales de última instancia adeptos del Estado y encargados de ilegalizar todas esas intervenciones, es probablemente una cuestión menor, más anecdótica que sustancial. En este sentido, el minarquismo también puede considerarse un objetivo más importante que el anarcocapitalismo, incluso en el caso de que el segundo resultase finalmente más apropiado que el primero.
De todas formas, lo más coherente, si uno cree en la libertad, es que también quiera defenderla de manera incondicional, con una institución unívoca. Lo otro es querer defender una causa sin tener una defensa. Lo contradictorio es defender algo sin defenderlo en absoluto, apoyar la libertad sin establecer una norma, hacer una afirmación sin convenir una aplicación general. Es incomprensible que los libertarios puedan compaginar su creencia absoluta en la propiedad privada con la negación de una institución (Estado mínimo) que, también de manera absoluta, permita que se cumpla ese principio fundamental.
El anarcocapitalista cree que la contradicción consiste en defender la propiedad privada y al mismo tiempo exigir un impuesto público mínimo que prive al individuo de una parte de su renta. Piensa que un hombre es dueño absoluto de todos sus bienes y que no hay tal cosa como la propiedad comunal, que obliga a todos a cumplir cierta normativa. Pues bien, la propiedad comunal sí existe, y se encuentra por todas partes. El hombre no vive aislado del mundo, y por tanto está obligado a compartir ciertos bienes (por ejemplo, la puerta que da acceso a las zonas comunes de una urbanización). Y sobre todo, deberá compartir la producción del bien más preciado que tiene, el que establece la ley que garantiza la libertad en todo el territorio, asegurando de ese modo el resto de propiedades. Si no hay unanimidad a este respecto, todo el sistema de libertades y propiedades acabará viniéndose abajo, o funcionará de manera precaria.
Un minarquista considera que la contradicción consiste en defender la propiedad y al mismo tiempo permitir que cada cual defina la misma como mejor le convenga o como establezca su sistema de seguridad privado. Yo no afirmo que los anarcocapitalistas no crean en normas u órdenes, claro que creen, pero precisamente por eso digo que son contradictorios, ya que no las quieren aplicar con carácter general. Los anarquistas de mercado creen en un orden general correcto. Para ellos, un gobierno institucional surgido de la voluntad de todos y garante de la propiedad privada, es una posibilidad evolutiva casi segura. No obstante, la única manera segura de implementar una norma fundamental es hacerlo de manera general y de forma deliberada. Creer en unas normas básicas y pensar que se van a extender por el mundo espontáneamente, cuando la historia está llena de ejemplos que demuestran todo lo contrario, es ser bastante ingenuo y actuar además de un modo irresponsable.
Por todo esto, se hace imprescindible resaltar cuán importante es entender que no se puede confundir el derecho de secesión (que compromete leyes fundamentales, constitucionales) con el derecho a asociarse libremente (que se refiere a leyes más particulares, propias de las asociaciones y las comunidades, y que solo se garantizan si existen unas leyes fundamentales inquebrantables). La competencia debe darse respecto a las leyes más particulares, pero no en lo tocante al principio más básico.
Yo no niego la posibilidad de que surjan comunidades pactadas de forma privada. Todo lo contrario. Precisamente, aborrezco las reivindicaciones nacionalistas porque ponen en riesgo la creación de comunidades pactadas y asociaciones libres. El derecho de autodeterminación y la secesión del territorio dan pie a que existan muchos más países, y por tanto también ofrecen muchas vías legales y subterfugios políticos, una parte de los cuales acabarán negando el derecho que tienen las personas a asociarse libremente. Por el contrario, la unión del país en torno a un gobierno mínimo que defienda esas libertades individuales, y que sea de todas indisoluble, garantiza en mayor medida (aunque no absolutamente) que dichas libertades se cumplan y afecten al mayor número de personas.
Si al menos viviésemos en un mundo donde los ciudadanos se mostrasen respetuosos, donde nadie estuviese dispuesto a imponerle al otro su visión particular, donde ningún individuo quisiera encorsetar los gustos de la población y las apetencias de sus coetáneos, si viviésemos en ese mundo podría tener algo de sentido la propuesta que hace el anarquismo de mercado. Pero vivimos en un sistema que promueve el socialismo y la política hasta la extenuación, en donde las personas intentan constantemente hacerse con el poder e imponer su particular modelo de sociedad, y donde todos quieren intervenir la economía, la educación, el arte, la sanidad, y hasta la manera de comer, de jugar o de hablar. En un mundo así, las reivindicaciones separatistas y las demandas de los anarcocapitalistas están todavía menos justificadas, y son mucho más peligrosas. En un mundo así, se hace más necesaria una norma básica que consista en exigir el respeto y en garantizar la libertad de todos los convidados.
Se equivocan los anarcocapitalistas cuando dicen que el minarquismo lleva la semilla del estatismo y que sus instituciones siempre tienden a hacerse más grandes. La semilla del estatismo no es el minarquismo, es la condición humana. Aunque no exista Estado, siempre existirán hombres dispuestos a imponer su santa voluntad. Ese es el verdadero origen del Estado mafioso, del que no se libra ninguna sociedad, ni siquiera una sociedad anarcocapitalista. Es más, como una sociedad anarcocapitalista promueve diversas legislaciones, tantas como propiedades haya, no salvaguarda suficientemente las leyes que podrían impedir que algunos hombres establezcan un Estado propio, y se impongan a los demás.
Solo somos verdaderos liberales si defendemos por encima de todo la libertad del individuo, sin condiciones ni concesiones de ningún tipo. Los comunistas siempre anteponen la voluntad del colectivo. Por eso sacrifican los derechos individuales en el altar del templo que erigen a tal efecto, y por eso justifican las matanzas que cometen, aduciendo que son necesarias para alcanzar el paraíso que anuncian en sus prédicas y sus sermones. Asimismo, los anarcocapitalistas y rothbardianos de hoy en día llevan a cabo una jugada parecida. Buscando la libertad, acaban justificando las demandas de los grupos separatistas, la secesión voluntaria, y la segregación nacional. No se dan cuenta de que al hacer esto están avalando las mismas ideas y medidas colectivas que persiguen sus oponentes, y están dejando en un segundo plano aquellas demandas que verdaderamente se preocupan por defender al individuo. La libertad del individuo no pasa por liberar el territorio, pasa por integrarlo en un espacio único que garantice los derechos de las personas y que impida que estos sean vulnerados y lesionados cada dos por tres, con la escusa del nacionalismo.
Todos aspiramos a ser libres, pero para acercarnos a ese propósito debemos apreciar un único camino, hay un caso en el que no podemos actuar con absoluta libertad, y es cuando debemos decidir entre respetar la libertad del otro o no hacerlo. En ese caso, tiene que existir una norma que nos conmine al cumplimiento de dicha obligación. Esa norma general es el primer objetivo que tiene que perseguir un liberal auténtico.
La libertad exige un derecho negativo. Y ese derecho negativo exige también una coacción institucional, no la coacción que impone al otro un gusto particular, sino la coacción contraria, la que impone el respeto de esos gustos particulares. El anarcocapitalista no sabe distinguir entre estos dos tipos de coacciones, los confunde, los identifica, y piensa que no puede haber ningún tipo de coerción.
La libertad también tiene un carácter obligatorio. Si no fuera así no sería libertad, no sería una norma o un principio, y no tendría sentido defenderla o reivindicarla. Por muy contradictorio y contraintuitivo que esto parezca, la libertad es una cualidad que exige a su vez alguna obligatoriedad. Esto es algo que el anarcocapitalista debería tener presente, para no caer en contradicción y para no resultar absurdo. Una cosa es el contenido de la teoría, la variedad de servicios y productos que se deben proveer en el mercado y que deben estar recogidos y reconocidos en las descripciones lógicas que hace la propia teoría, y otra cosa es el continente de la misma, el carácter general y homogéneo de la ley que debe contemplar cualquier normativa verdadera y cualquier marco constituyente que promueva la libertad de movimiento, de expresión o de acción. Esta diferenciación epistemológica es la clave para entender la legitimidad que avala a la minarquía y el abuso de la lógica que deslegitima al anarcocapitalismo. Ya lo dijo Bastiat en el siglo XIX, cuando, respondiendo a las afirmaciones de su colega y amigo Gustave de Molinari, el primer anarcocapitalista de la historia, adujo que éste se había excedido en sus declaraciones y se había dejado llevar por una ilusión de la lógica. Pues bien, esa ilusión es en realidad un error epistemológico, que atenta contra los fundamentos más básicos de la teoría y la razón. No se puede defender una teoría sin pretender su generalización. Y no se puede defender la libertad del individuo sin promover al mismo tiempo la creación de un Estado mínimo que garantice su aplicación y que haga honor al carácter esencial de la ley, es decir, a su naturaleza universal y su condición necesaria. La ley no es un bien privativo y no es propiedad de nadie, la ley es un bien ecuménico, público, e imprescindible en cualquier proceso económico o social. El mercado libre solo funciona si se respeta un único principio: la libertad individual. Esto no es cuestión de gustos. El bien que provee la seguridad y que garantiza la propiedad no es un bien equiparable a los demás. No es decidible, ni es necesario que lo sometamos a la competencia. Por tanto, no puede quedar en manos de los particulares, ni depender de sus preferencias. Debe establecerse con carácter obligatorio.
En un edificio de viviendas cada casa está decorada según los gustos particulares de sus habitantes o inquilinos, y nadie puede decirles cómo tienen que pintar las paredes o cómo tienen que colocar los muebles. Sin embargo, es necesario que todo el edificio se refuerce con hormigón armado y que se asiente sobre unos pilares sólidos. Sin estas condiciones nadie podría elegir la decoración de su casa, porque no existiría ninguna vivienda. Ocurre lo mismo con el edificio de la teoría liberal. Dicha teoría afirma que nadie tiene derecho a entrometerse en la vida de los demás. Pero este principio solo puede hacerse efectivo si existe al mismo tiempo una decisión unívoca que imponga el fundamento que permite esta efectividad. Vemos, por tanto, que existen dos componentes teóricos distintos, uno subjetivo (el contenido) y otro objetivo (el continente). Lo que esa teoría afirma (su contenido o su significado) es que los individuos deben ser libres para hacer lo que ellos quieran. Pero el carácter de la teoría (su continente o su significante), y su razón de ser, son cuestiones netamente universales y objetivas, que obligan a todos los individuos, y que no pueden compararse con los atributos particulares que la propia teoría describe y promueve. La teoría en si es un constructo que solo puede tener una intención hegemónica. No tiene sentido que una teoría se abstenga de buscar una aplicación general.
El principal error que comete el anarcocapitalista es precisamente el de identificar contenido y continente, y creer que, como la teoría que describe trata de defender la importancia y la inviolabilidad de la propiedad, también la propia ley y su legislación deben quedar en manos de los particulares y las empresas privadas. Esta identificación es un error epistemológico grave, que lleva al anarquista de mercado a defender un oxímoron absurdo, que confunde y mezcla dos conceptos incomparables, el concepto objetivo de la ley y el concepto subjetivo del individuo. Básicamente, lo que hace el anarquista de mercado es subsumir el concepto objetivo en el concepto subjetivo. Paradójicamente, es Rothbard el que nos advierte en uno de sus libros de la necesidad de diferenciar y apreciar ambos componentes, la objetividad teórica y las descripciones o los usos del sujeto: “…de lo que la economía nos informa correctamente no es de que los principios morales son subjetivos, sino de que lo verdaderamente subjetivo son las utilidades y los costes: las utilidades individuales son puramente subjetivas y ordinales y por tanto resulta ser de todo punto ilegítimo sumarlas y ponderarlas para llegar a una especie de valoración de las utilidades y los costes sociales”. Ya hemos dicho que los anarcocapitalistas creen fehacientemente en principios objetivos y en axiomas absolutos (el Cosmos), pero no en su implementación social (la Taxis). De esta forma, pueden llegar a entender la diferencia que existe entre el objeto teórico y el sujeto descrito (de hecho, Rothbard siempre defendió una ética objetiva). No obstante, al no apreciar una aplicación también general, en forma de un Estado mínimo que haga cumplir el axioma de la propiedad privada, terminan dejando que ese principio dependa en cualquier caso del arbitrio y la voluntad subjetiva de cada una de las empresas y propietarios que participan en el mercado. Por eso, el resultado final es que el elemento objetivo acaba siendo desnaturalizado, y solo queda un elemento subjetivo. La defensa del principio fundamental y el espíritu de la norma, que no puede ser otra cosa que objetivo, terminan dependiendo también de las decisiones que toman los particulares, los empresarios o los territorios. Y como quiera que estos son muchos y muy distintos, también son muchas las constituciones fundamentales que acaban dirigiendo la vida de las personas, desapareciendo con ello el componente ecuménico que avala y da sentido a la teoría general. En consecuencia, toda la defensa se pervierte y se malogra, y el liberal deja de inmediato de serlo.
La evidencia de un problema teórico demuestra que el anarquismo de mercado presenta una falla deductiva que es independiente de su aplicación práctica (esta manifestación deductiva es el propósito que me he puesto al principio del artículo). No obstante, tampoco debemos menospreciar las demostraciones fácticas. Ojalá algún día pueda existir la suficiente libertad como para que seamos capaces de poner en práctica todas estas ideas. Ojalá exista un sistema minárquico y otro anárquico, que puedan someterse a comparación, y bajo cuyo contraste podamos precisar qué forma de gobierno es mejor. Afirmar que la minarquía es el mejor de todos los estados, deja todavía algunos cabos sin atar. ¿Tienen que desaparecer todos los políticos, o debe quedar una muestra residual?, ¿es el poder judicial un estamento absolutamente inquebrantable, o existen algunas normas menos importantes que puedan someterse a votación? ¿Quiénes eligen a los que eligen? Todas estas cuestiones todavía están por resolver. Lo único claro es que debe existir un órgano general insustituible que se encargue de defender el principio básico. Pero todas las normas que entran a definir los detalles del acuerdo pueden tener una naturaleza más variable. La minarquía tiene sentido en tanto en cuanto exista un principio invulnerable y unas estipulaciones que impidan las vulneraciones mas palmarias del mismo. Por ejemplo, ningún político puede afectar la propiedad privada de las personas con decisiones que pretendan dirigir la economía quitando o poniendo empresas o empresarios. Ahora bien, algunos detalles de la norma sí pueden resultar del acuerdo ciudadano y del plebiscito general. En una urbanización hay decisiones que solo pueden someterse al consenso general y decidirse democráticamente. De igual manera, puede existir un órgano transnacional democrático que tenga potestad para tomar decisiones menores y que esté compuesto por algunos políticos electos. El minarquismo no aspira a hegemonizar la seguridad, no niega la existencia de empresas de seguridad privada, ni tampoco es su intención dirimir en todos los casos. Lo único que afirma es que deben existir algunos preceptos básicos inmutables, y que es necesaria una institución que los ampare. En cambio, el anarquismo de mercado sí niega esa institución, y por tanto solo admite una dimensión legal. Y como quiera que existen dos dimensiones, leyes generales y leyes particulares, los anarquistas ningunean y desprecian una parte de la realidad, y acaban perdiendo toda la razón.
El odio al Estado está sobradamente justificado, pero a veces también se sobredimensiona. Ese odio no nos debe nublar la vista. No debemos concluir que todo Estado es malo, y que por tanto lo único que cabe hacer es eliminarlo. Hay una única cosa que el Estado hace bien. El Estado es el único ente social verdaderamente general. Si lo que tratamos de defender es la libertad humana por encima de todas las cosas, también debemos defender un Estado mínimo que haga cumplir esa ley defensora de la libertad en todo el territorio. El establecimiento de una ley artificial que proteja la libertad natural del individuo, o la institución de un ente general y minárquico que tenga como único cometido garantizar ese principio, siempre contribuirá a mejorar el sistema social mucho más que si no se dieran esas medidas.
Aquellos que critican la minarquía, bien porque quieren implantar un Estado mucho mayor en el que todas las decisiones emanen de un ente objetivo único, bien porque no quieren ningún Estado en absoluto ya que lo que desean es que todo quede en manos de entes privados, no entienden ese equilibrio epistémico que existe entre el contenido y el continente teórico, o entre el sujeto y el objeto, o entre lo particular y lo universal. Básicamente, ese es el error que cometen todos los que critican o han criticado alguna vez el sistema minarquista.
Que existan deseos subjetivos necesarios no quiere decir que no existan valores objetivos y universales, susceptibles de aplicarse a la sociedad entera para que ésta camine en la dirección correcta de la manera más rápida posible. Muchos economistas austriacos dan tanto valor a las acciones subjetivas que se olvidan de que existen algunas proposiciones completamente objetivas y aplicables a toda la población. Existe una ética universal cuya imposición no puede suponer un menoscabo de la libertad y la independencia de las personas, precisamente porque lo que busca esa norma es defender el valor más importante de todos, a saber, el respeto de la libertad individual. Podemos llamar a esto constructivismo si queremos. Es el deseo deliberado de construir una sociedad mejor, que a todos nos asiste. No obstante, dicho deseo se basa en la creencia de que los individuos son libres de decidir qué situaciones les satisfacen más. Este constructivismo social es precisamente el opuesto a aquel otro que quiere inmiscuirse en la vida de todos, y es también el opuesto de cualquier ideología anarquista (capitalista o comunista) que renuncie a hacer una defensa unívoca del principio que mueve ese deseo de libertad. La única manera de combatir el totalitarismo falso es mediante la implantación de un totalitarismo verdadero, que defienda al individuo por encima de todo, y que lo proteja de todos sus enemigos.
Si los valores objetivamente necesarios y universales tienen que ser impuestos a la totalidad de la población mediante la coacción estatal , mal asunto . Si estos supuestos valores no surgen en la sociedad de forma voluntaria , mal asunto . Si hay que crear un Estado para universalizar dichos valores , mal asunto . Todo lo que no emane voluntariamente de la libertad negativa del individuo , mal asunto. En Estado minarquista no cuela y es la semilla del Leviatán , del Mal .
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Pues entonces, mal asunto, porque nunca colarán. El hombre puede ser bueno o malo, y si los buenos no se imponen a los malos mal asunto. Decir que esa imposición es el Leviatan es completamente absurdo, pues es precisamente lo contrario.
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Interesante el escrito
Ningún estatista llega al anarcocapitalismo sin pasar antes por el liberalismo o minarquismo, es bueno saber que ya estas ahí, y que te empieces a cuestionar el anarcocapitalismo es una buena señal.
Parte de lo interesante es que cuestionas al anarcocapitalismo al compararlo sobre supuestos mas beneficiosos del minarquismo, y mientras leia iba formando preguntas que siempre son interesantes de hacer a los minarquistas, lo que me asombro es que tu mismo te hiciste esas preguntas, al cuestionarte si realmente los tribunales son dirigidos por personas perfectas, o quien elige a los que elige; son preguntas que al no obtener respuestas, o respuestas insatisfactorias te empujan necesariamente al anarcocapitalismo.
El anarcocapitalismo entiende que la propiedad privada es la piedra angular de todo progreso y desarrollo, pero has dejado por fuera lo que realmente delimita al anarcocapitalista, el Principio de No Agresión, y no creas que somos ingenuos que creemos en el bien, al contrario, como sabemos que existen personas buenas y malas, es que es el mejor sistema para enfrentar a la maldad; «Respeto a la integridad fisica y a la propiedad privada de todas las personas, y la violencia solo se justifica en defensa propia».
Si tu respetas el PNA eres un anarcocapitalista, sino, eres un estatista-socialista-comunista.
http://principiodenoagresion.blogspot.com/2014/10/la-condicion-humana.html
http://principiodenoagresion.blogspot.com/2014/09/los-pseudos-derechos.html
http://principiodenoagresion.blogspot.com/2014/12/injusticia-estatal-o-justicia.html
Es Libertad, no socialismo-comunismo-estatismo
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No entiendo qué pinta aquí el nacionalismo como enemigo de la libertad. El nacionalismo es un sentimiento de pertenencia que deviene en identidad colectiva buscando la capacidad de autogobernarse. Lo relevante es determinar si esta voluntad de autogobierno es pacífica o coactiva.
Pensar que un estado ya preexistente no es nacionalista, es ilusorio. Todo estado se ha creado a partir de un sentimiento de nación. En algunos casos, imponiendose a otros sentimientos nacionales contrapuestos.
Veo una defensa subliminal del centralismo político que no me parece para nada liberal y que, a mi entender, queda fuera de la discusión entre liberalismo clásico y anarcocapitalismo.
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