Toda teoría gnoseológica que aspire a detentar una cierta probidad, acorde con el objetivo que está obligada a perseguir, debería denunciar sin ambages dos clases de extremismo, dos visiones exageradas, o dos ismos racionales: el cientifismo y el filosofismo. El cientifismo incurre en un error metodológico que consiste en un exceso de confianza, que a su vez está basado en la idea de una capacidad de conocimiento ilimitada, capacidad que el hombre suele atribuir en exclusiva al proceso empírico que caracteriza a la ciencia moderna. Esta exageración lleva a los investigadores a creer que pueden describir la naturaleza de manera exhaustiva, con todo lujo de detalles, y en todos los ámbitos que se puedan imaginar. Cuando le preguntan a Stephen Hawkins si la ciencia y la mente humana tienen algún límite gnoseológico, éste siempre responde que no, y resuelve la pregunta con una negativa que no deja lugar a la duda. Pero se equivoca. Existen muchos fenómenos complejos que son imposibles de predecir, y barreras insalvables que aumentan enormemente la dificultad del proceso intelectivo, o que lo prohíben. El científico no es un ser totipotente. Por tanto, hace mal en pensar que será capaz de resolver cualquier problema, y que su solución solo es una cuestión de tiempo. No obstante, aunque la vanidad le lleve a creer en un futuro virtual utópico, el análisis actual que hace de la realidad suele ser bastante exhaustivo, y se suele ajustar bastante bien a lo que en verdad acontece en el mundo exterior. No en vano, la metodología científica busca extremar las precauciones, para no incurrir en ningún tipo de error. Los éxitos están ahí.
El filosofismo, en cambio, no se caracteriza por ser arrogante. Esto se debe a que la filosofía no requiere de tanta precisión, no se basa en la experimentación y la prueba, no tiene una aplicación práctica tan visible, no aspira a ser tan escrupulosa como la ciencia y, por tanto, no hay motivo para que los éxitos se le suban a la cabeza. Sin embargo, es precisamente esa falta de rigurosidad y de efectividad lo que hace que los filósofos tiendan a caer en el otro extremo, y se vuelvan descuidados, imprecisos, desligados, e irracionales. Los filosofistas hacen exactamente lo contrario de lo que hacen los cientistas, se vuelven tan prudentes y tan conscientes de los límites del ser humano que caen irremisiblemente en el otro extremo, el del relativismo y el irracionalismo. Un claro ejemplo de esto es la deriva que ha tomado la filosofía en el último siglo, el llamado postmodernismo filosófico, el cual se encuentra repleto de frases ampulosas y expresiones inanes e imaginarias, que no aportan nada al debate general de las ideas.
La ciencia analiza el objeto con gran detenimiento, acapara grandes éxitos, y como resultado de ello tiende a volverse prepotente y arrogante. No obstante, realiza descripciones de la realidad bastante fidedignas. La filosofía, menos precavida y más abstracta, no acusa tanta petulancia, pero se evade de la realidad con gran facilidad, y suele acabar describiendo unicornios y azuzando vanos idealismos.
No cabe duda que la ciencia y la filosofía son disciplinas lícitas, útiles y necesarias. Pero llegados a ciertos extremos, también pueden tornarse irrelevantes o, en el peor de los casos, trocarse en herramientas peligrosas al servicio del mal. Pueden convertirse en ismos metodológicos de indudable gravedad, que sirvan para justificar alguna quimera científica o alguna utopía romántica, y por medio de los cuales se pueda disculpar también la muerte o la eliminación de todo aquel que se interponga en esos caminos de fantasía. En definitiva, ciencia y filosofía pueden dar lugar a ideas que otorguen al sátrapa carta blanca para perseguir esos paraísos y esas quimeras, y para implantar un sistema que acabe sacrificando a la humanidad en el altar de la devoción ideológica. De hecho, siempre ha sido así. La historia está llena de ejemplos de este tipo. Las ideas son las primeras culpables de la muerte de tantos inocentes. Cualquier acción está precedida por un pensamiento. Y los actos sanguinarios no son una excepción. La arrogancia y la soberbia que manifiesta el cientifista, así como la ignorancia y el relativismo que afectan al filosofista, dan buena cuenta de ello. La estupidez del filósofo, cuando va unida a la confianza del científico, supone la mayor amenaza que puede existir a la razón y el sentido del hombre, y a veces también a su vida. Tanto el abuso de la razón como su ninguneo, pueden ser perfectos motivos de disculpa, pretextos que alivien y animen las intenciones perversas que anidan en la voluntad del tirano. Hegel y el romanticismo alemán son un buen ejemplo de ninguneo filosófico. Y el positivismo delirante de Comte sirve para ilustrar el otro extremismo, el abuso que comete a veces la ciencia y la razón.