“El diablo dice la verdad mucho más a menudo de lo que se piensa, pero tiene un público ignorante” (Lord Byron, 1784-1824)
Esta afirmación de Lord Byron no constituye ninguna apología del maléfico, aunque a primera vista pueda parecer eso. Es cierto que Byron tuvo una vida bastante tumultuosa. Incurrió en numerosos vicios e instó a sus amantes a hacer lo mismo. Fue sibilino y licencioso. Y algunas sectas luciferinas le recuerdan y le honran en sus ceremonias. Pero este adagio suyo no tiene nada que ver con el diablo. Únicamente, utiliza al diablo como figura metafórica. Lo hace para resaltar algunos aspectos de la verdad. Para Byron, la verdad es mefistofélica. Es una verdad cruda, descarnada, indolente, y éste es el motivo de que también resulte indeseable. La verdad es dura y el público ignorante la suele rechazar con fuerza, ávido de otras ideas más amables. La ignorancia hace que resulte más fácil inventar una realidad distinta, edulcorada, con la que poder obviar el auténtico drama de la vida diaria. A eso se refiere Byron cuando dice que el público rechaza las verdades del barquero que cuenta el diablo. En realidad es la propia verdad la que se rechaza.
No obstante, este aforismo de Byron también permite hacer otra conjetura más optimista. Podemos pensar que si el público no fuera tan ignorante probablemente no rechazaría la verdad. La verdad no se rechaza solo porque sea cruda, se rechaza también porque no se aprecia bien. Cuando uno conoce la verdad, ésta siempre acaba subyugándole. Es una novia exigente. Quiere hijos, sacrificios, fidelidad, pero merece la pena. Es cierto que la verdad puede despertar también grandes antipatías y temores, haciendo que la gente no quiera conocerla, sobre todo en aquellos espíritus que son más pusilánimes. Pero otras personas experimentamos una gran satisfacción cada vez que investigamos un nuevo fenómeno de la realidad, tratando de comprender alguna cosa nueva. Y no nos amilanamos al descubrir que la verdad no se corresponde con nuestros deseos. Más bien, esto nos sirve de acicate, pues no entendemos que se pueda querer algo que no existe.
Sin embargo, este atrevimiento y esta satisfacción también pueden llevar a creer que uno ya conoce la verdad. Entonces acabamos solazándonos con otra ilusión, esa que consiste en una ignorancia arrogante y una pedantería infinita. Existen dos tipos de ignorancia, la de aquellos que no quieren conocer y la de aquellos que creen que lo conocen todo. La primera ignorancia da la espalda a la realidad y solo se encargan de satisfacer los instintos más básicos. La segunda se embarcan en una serie de estudios y empresas intelectuales especiosas, sin ningún sentido lógico. Pero en el fondo ambas son iguales. No en vano, cualquier analfabeto puede decir que tiene razón, y cualquier diletante puede arrogarse unos conocimientos inexistentes y dedicar toda su vida a una tarea inútil. En ambos casos el resultado será el mismo: todos se apoyan en una mentira. Igualmente, solo existirá una manera de evitar estas dos formas de engaño. Debemos abjurar de la ignorancia, pero no hasta el punto de ignorar la propia ignorancia, porque entonces habremos caído en esa otra forma de incultura que acusan los petulantes y los vanidosos. Es necesario observar ciertos límites. Hay cosas que jamás podremos conocer, y otras que aún no hemos tenido tiempo de comprender.
Lo primero que uno debe hacer a la hora de emprender cualquier acción es conocer al menos las circunstancias de las que parte; hacerse una composición de lugar. En el ámbito del conocimiento de la realidad esas circunstancias iniciales vienen determinadas por un profundo desconocimiento. Por tanto, para conocer la verdad, cualquier composición de lugar pasa por hacerse algunas preguntas, tomar conciencia de la ignorancia, y establecer las incertidumbres que pondrán de manifiesto qué cosas son las que no se conocen. Puesto que partimos del desconocimiento y la desnudez más absolutos, y ya que nadie nace aprendido, lo más urgente es consignar la ignorancia y plantear las dudas que nos acucian, a las que habremos de dar alguna solución. El desconocimiento es lo primero que hay que conocer. Solo si sabemos que no conocemos podemos darnos cuenta que necesitamos algún tipo de remedio. Y solo cuando somos conscientes de cuáles son los defectos que acusamos podemos saber qué es lo que tenemos que remediar. Así, la consignación de ese desconocimiento básico, inicial, acabará inspirando también las respuestas más oportunas. Al final, el objetivo último debe aspirar a ofrecer alguna respuesta. Todo desconocimiento que quiera tener alguna utilidad tiene que servir a esta causa. No creo en esa pamema moderna que define la filosofía como el arte de hacerse las preguntas correctas. La duda es un medio, no un fin. El fin es conocer. Por eso la duda siempre debe ir acompañada de alguna respuesta, al menos tiene que tener ese objetivo. El compromiso con la verdad obliga a realizar una búsqueda exhaustiva, pero también defensa numantina. No todo lo que pensamos es fruto de la ignorancia o de la duda. A veces damos con la respuesta correcta. A veces los ignorantes son los otros. Entonces, cualquier egida posible se convierte en una necesidad absoluta.
Llegados a este punto es necesario hacer otra clasificación. La ignorancia también se divide en dos tipos: propia y ajena. Y en ambos casos es importante tomar conciencia de ella. Como hemos dicho, darse cuenta de la ignorancia propia es fundamental para ponerle remedio, para construir las bases del conocimiento sin caer en ninguna clase de arrogancia. Pero darse cuenta de la ignorancia ajena también resulta sumamente importante. Permite saber cuáles son las dudas y los errores más comunes, y ofrece una oportunidad para resolver y corregir todas esas falacias. En este sentido, la ignorancia de los demás, todas las estupideces, los argumentos hueros, o las afirmaciones equivocadas que observamos a nuestro alrededor, aportan un marco idóneo: permiten una contestación. Y no es una contradicción que digamos que somos ignorantes y al mismo tiempo afirmemos que lo son los demás. Porque a veces somos ignorantes para algunas cosas y no para otras, o lo somos en una etapa de la vida y no en otra, o al principio de una investigación y no al final. Tampoco debemos pensar que los límites al conocimiento son absolutos, y que al asumirlos estamos renunciando a cualquier tipo de conocimiento. Este es un relativismo que nos devuelve al pasado, a esa ignorancia originaria que no pretende ningún entendimiento y que da la espalda a la verdad, ya sea porque le tiene miedo o porque considera que no existe ninguna explicación. No debemos tener miedo a las respuestas. Tampoco debemos sentir pudor cuando el descubrimiento de alguna verdad nos obliga a llevar a cabo una defensa tajante. Si el objetivo último es el conocimiento, al menos tendremos que atribuirnos algún éxito. Existen verdades indiscutibles al alcance de la mano, no es difícil que las apreciemos, y es justo que intentemos defenderlas. Los principios más fundamentales también son los más accesibles, ya que las evidencias están por todas partes. Afortunadamente, son estos principios los más importantes de todos, y no debemos escatimar recursos a la hora de defenderlos. Tomar conciencia de la propia ignorancia es vital para aprehender algún tipo de conocimiento. Pero también lo es tomar conciencia de la ignorancia ajena, y defender ese conocimiento adquirido, como si nos fuera la vida en ello, frente a todas las idioteces que vamos escuchando por ahí. Sin estas dos formas de concienciación, no tiene sentido ningún conocimiento.
En la primera etapa de la vida cobra más importancia la ignorancia propia, porque es entonces cuando mas desconocemos y cuando más peligro existe de acabar cometiendo alguna imprudencia. Pero en una segunda etapa es más importante observar la ignorancia ajena, porque entonces uno ya debe tener una idea formada y tiene que dedicarse a defenderla frente a todos esos que intentan profanarla porque no la comprenden. También creo que yo estoy ya en esa segunda etapa, en la mitad de mi vida. Llevo veinte años haciéndome preguntas, y creo que ya ha llegado la hora de empezar a defender algunas respuestas. Es necesario que empiece a tomar conciencia de la ignorancia ajena, y emprenda así una crítica suficientemente mordaz. Como he dicho más arriba, el camino del conocimiento empieza por saber que ignoramos, lo que a su vez permite saber qué ignoramos. Esto nos vale para poner remedio a ese desconocimiento inicial que todos padecemos en algún momento. Pero una vez llegados a este punto la ignorancia propia deja de tener tanta importancia, y cobra más peso la ignorancia ajena. Tomar conciencia de la propia ignorancia es un acto de prudencia sumamente necesario, y una premisa imprescindible. Pero la concienciación de la ignorancia ajena también es importante. Sin esta última la primera no tendría ningún sentido. La prudencia permite aumentar la precaución, para que no nos equivoquemos. El objetivo es acertar, tener razón. Y cuando acertamos y tenemos razón es importante defender esas razones denunciando la ignorancia ajena. Solo siendo cautos podemos evitar el prejuicio y la precipitación de los primeros años, y aprehender algún conocimiento real. Pero todos estos cuidados no tendrían sentido si luego no supiéramos defender ese conocimiento aprehendido con suficiente determinación, de forma decidida. La duda está bien al principio. Después es más importante la convicción.