Ayn Rand, filósofa de origen ruso y de residencia estadounidense, poco conocida en otros países, cuando no menospreciada, siempre fue muy elocuente a la hora de expresar sus ideas y sus opiniones. Además, mostraba una claridad inusual y una insistencia infatigable. Era una escritora diáfana. Tal vez por eso nunca fue muy popular. El clímax de su carrera, el último devenir de su vida, transcurrió en una época difícil: las décadas de los años 60 y 70 del pasado siglo. Este periodo está copado por los post-estructuralistas, que en ese momento estaban de moda y era muy complicado cuestionarlos.
Si por algo se puede caracterizar la filosofía contemporánea es por su artificiosidad. Sus construcciones teóricas han estado cada vez más alejadas de la vida cotidiana, empeñadas en descifrar conceptos abstrusos, distraídas con problemas fútiles, armadas con un lenguaje enigmático, poco comprensible. Pero los post-estructuralistas llevaron todo esto hasta sus últimas consecuencias. Juan José Sebreli, que en uno de sus libro hace un recorrido crítico por la filosofía de este periodo, nos dice: “el manierismo y el barroquismo estilístico de los posestructuralistas fueron llevados por Derriba hasta sus últimas consecuencias: el cultivo de la oscuridad, la artificiosidad y el malabarismo verbal servían para hacer inefable el contenido y para marcar sus pequeñas diferencias con otros autores”.
La escritura críptica siempre ha servido para camelar a los ignorantes, que suelen ser mayoría. Ofrece un aire solemne, y aparenta una seriedad y una profundidad con las que se oculta cualquier vacío argumental. Cuanto menos se entienda una frase más piensan los ignaros que ésta intenta transmitir algún concepto venerable, propio de eruditos, imposible de captar por las mentes más normales. Sin embargo, lo que ocurre es exactamente lo contrario. Cuando la razón no puede usarse, porque los legos y los iletrados no la podrían asimilar y no se sumarían a la causa, los filósofos emplean otras facultades más afines a estos, la sinrazón, la oscuridad, el misticismo. Los eruditos se ponen a la altura de los iletrados. No son éstos los que asumen resignados las destrezas inabarcables de aquellos. Más bien, son los sabios los que hacen suya la impericia de los indoctos. Esta posición define el movimiento posestructuralista, que a mediados y finales de los años sesenta constituyó la vanguardia del pensamiento europeo y mundial. Como ejemplo baste una única píldora, Bataille: “He querido hablar un lenguaje igual a cero, un lenguaje que sea el equivalente de nada, un lenguaje que retorne al silencio… lo que enseño es una embriaguez, no una filosofía: no soy filósofo sino un santo, quizá un loco”
Frente a todo esto, los argumentos de Ayn Rand son directos, francos, transparentes. Seguramente este fue uno de los motivos por los cuales nunca fueron suficientemente apreciados (hay otros motivos que tienen que ver con la ideología). La vida de Rand transcurrió en una época dura para la lógica y la razón. Sin embargo, ninguna lucha legítima cae en saco roto. Hoy en día Ayn Rand es un referente mundial para muchos liberales. En mi caso, sus libros constituyeron un descubrimiento impagable, su pensamiento me ha servido desde entonces de inspiración, una especie de detonante o espoleta que me ha ayudado a ordenar mejor mis ideas.
Este artículo también se basa en una reflexión suya. En ella, la escritora lleva a cabo una equiparación inconcebible (los legos no la entenderían: a la mayoría le parece absurda). Compara el fascismo que había devastado Europa durante la primera mitad del siglo XX con esos sistemas democráticos que se instauraron posteriormente, supuestamente para enmendar los errores anteriores. Estas democracias constituyentes suponen para Ayn Rand otro tipo de fascismo, un fascismo especioso al que, según nos dice la propia autora, estarían abocadas todas las sociedades hodiernas. Ese nuevo fascismo, que rige estas democracias actuales (que Ayn Rand llama economías mixtas, a medio camino entre la tiranía y la auténtica libertad) salidas de los rescoldos de esas guerras mundiales, no es, en palabras de Rand, un tipo militante de fascismo, ni un movimiento organizado de demagogos chillones, matones sangrientos, histéricos intelectuales de tercera y delincuentes juveniles; el nuestro es “un fascismo fatigado, cansado, cínico, fascismo por defecto… un desastre flameante… el colapso pasivo de un cuerpo letárgico lentamente carcomido por la corrupción interna.”
Para Rand, la diferencia entre el fascismo de Mussolini o el socialismo burgués de Hitler, y los regímenes ulteriores que vinieron a sustituir a esas dictaduras meridianas, no estriba en su naturaleza tiránica, que según parece estaría presente en todos ellos. La diferencia reside en aquellas cualidades que distinguen dos tipos distintos de tiranía. Las democracias actuales se erigen sobre supuestos ideales muy parecidos a los que jalonaban aquellas otras dictaduras: el estado del bienestar, el gobierno asistencial, la economía subvencionada, y las ayudas universales. También Hitler propagaba la necesidad de un Estado de este tipo. Ayn Rand nos convida a que revisemos los libros de historia. El padre y creador del estado del bienestar, el hombre que puso en práctica la noción de comprar la lealtad de algunos grupos con dinero, extorsionando a otros, fue Bismark, el predecesor político de Hitler. El programa político del partido nazi exigía al gobierno, por encima de todo, la obligación de proveer a los ciudadanos con una oportunidad adecuada de empleo y de ganarse la vida. Un extracto de ese programa dice lo siguiente: “No debe permitirse que las actividades del individuo choquen con los intereses de la comunidad, deben acontecer dentro de sus límites y deben ser para el bien de todos. Por consiguiente exigimos… poner fin al poder de los intereses financieros, participar de los beneficios de las grandes empresas, coberturas amplias…” ¿Les suenan estos eslóganes? Son los mismos que cantan hoy en día todos los manifestantes que protestan en la calle. Son también los que afloran cada vez que preguntamos a los políticos cuáles son sus ideales.
Sin embargo, para Ayn Rand el bien común es un concepto peligroso, que sirve para asentar todas esas actitudes que avalarían la preponderancia de un Estado fuerte, con visos totalitarios, y que viene a confirmar que existen unas intenciones soterradas, claramente absolutistas: “siempre que un concepto como el bien común, o el interés social, nacional o internacional, sea considerado como un principio básico para encauzar la legislación, las organizaciones de lobistas y los grupos de presión necesariamente seguirán existiendo. Dado que no hay tal entidad como el público ya que el público es meramente un numero de individuos, la idea de que el bien común reemplaza los interés o los derechos privados de algunos individuos, no puede tener sino un único significado: que los interés y los derechos de algunos individuos tiene prioridad sobre los derechos y los intereses de otros. Si es así, entonces todos los hombres y todos los grupos privados tienen que luchar a muerte por el privilegio de ser considerados como el público. La política del gobierno tiene que oscilar como un péndulo errático de grupo a grupo, castigando a una cierta cantidad y favoreciendo a otros, al antojo de algún momento dado, y una profesión tan grotesca como ser lobista (vendiendo influencias) se convierte en un trabajo de tiempo completo. Si el parasitismo, el favoritismo, la corrupción y la codicia de los no merecedores no existieran, una economía mixta los haría aparecer… Toda legislación en pro del interés público (y cualquier distribución de dinero que quite por la fuerza a algunos hombres para el beneficio inmerecido de otros) desciende finalmente a la concesión de un poder indefinido, indefinible, no objetivo, arbitrario de algunos personeros del Estado”
Todos los regímenes totalitarios, da igual el signo que tengan, presentan una raigambre común. Sueñan con una solución perfecta que remedie los problemas que acucian al hombre desde tiempo inmemorial. Son totalitarismos porque buscan una solución total, y también porque están dispuestos a todo, con tal de conseguir esa quimera. La panacea que anuncian solo puede producir un efecto: el bien común. Solo cuando todos estemos en perfectas condiciones podremos afirmar que hemos conseguido una solución idónea. Avalados por esta idealización, intentan remediar las injusticias que ellos consideran execrables, todas aquellas cosas que impiden alcanzar ese estado fetén. De este modo, conceden prerrogativas y exenciones que benefician a distintos grupos de individuos. Pero no se percatan de que cualquier beneficio conlleva siempre un perjuicio equivalente que recae necesariamente sobre todos los que no son objeto de la generosidad del benefactor. El paraíso anunciado solo funciona en las mentes utópicas y perfeccionistas de esos líderes y lacayos totalitarios. En realidad es imposible que todo el mundo resulte beneficiado siempre. Cuando se beneficia a unos, se hace a costa de los demás, que normalmente se convierten en esclavos de los primeros (Ayn Rand: “Muchas personas creen que el altruismo significa bondad, benevolencia, o respeto por los derechos de los otros. Pero significa exactamente lo opuesto: enseña el sacrificio personal, así como también el sacrificio de los otros ante cualquier necesidad pública no especificada; considera al hombre como un animal de sacrificio”). Algunas veces esta elección y estos privilegios se basan en un prejuicio racial, como ocurrió en la Alemania nazi. En otras ocasiones surgen como consecuencia de un rencor de clase, y acaban amparando una tiranía comunista. La mayoría de las veces, sin embargo, son fruto de unas ideas más elaboradas, aparentan modernidad (sus promotores no están dispuestos a todo, como si ocurre en los otros totalitarismos), avalan unas medidas constitucionales, un marco legislativo, y una representación parlamentaria. No obstante, estos nuevos regímenes, democráticos, persisten en la idea de apadrinar y favorecer a distintos grupos de individuos, al objeto de que todos acaben siendo beneficiados (esta es otra esencia del totalitarismo, la de querer una solución total).
Como he dicho, el totalitarismo se caracteriza por dos cosas, por buscar una solución total y por estar dispuesto a todo. Pero el totalitarismo moderno: la democracia, en vista de las masacres que se han llegado a cometer para alcanzar esos objetivos omnímodos, ha intentado lavar su imagen y ha sabido renunciar a la segunda cualidad: la de estar dispuesto a todo. Sin embargo, no por ello deja de ser un totalitarismo. Persisten las soluciones globales que buscan un mundo imaginario irreal, y que intentan usar los medios legales necesarios para ir consiguiendo sus propósitos. El mundo que imaginan los demócratas es el que ellos consideran mejor, un mundo maravilloso donde todos seremos finalmente felices, es decir, iguales. Pero en realidad las personas somos diferentes, carecemos de los gustos que tienen los líderes electos, no obtenemos la felicidad con las mismas soluciones. Así que ese mundo imaginado solo se puede implementar a través de la coacción y la dominación que ejerce la mayoría de votantes, amparados por la democracia.
En cambio, el beneficio real, el único posible, es el que establecen independientemente todos los ciudadanos, en el mercado, cuando obtienen unos de otros los productos que han conseguido trabajando. Es un beneficio real porque es fruto de un trabajo real y porque es ofrecido y conseguido voluntariamente, mediante los acuerdos que facilitan la compra y la venta de esos bienes. Este mecanismo es el único capaz de contemplar los diversos gustos y las distintas realidades, y por tanto es el único que puede complacer a un mayor número de individuos. Huelga decir que no es una solución perfecta, siempre habrá personas que queden insatisfechas, que no puedan producir determinados bienes o que no los puedan comprar en el mercado. Si fuera una solución fetén no se distinguiría en nada del ideal totalitario que he criticado más arriba.
El ideal totalitario de las democracias actuales persigue asegurar el bien común a través de la protección de los individuos menos favorecidos. Y es precisamente esta protección bienintencionada lo que desencadena todo el problema. Muchas veces, los individuos no son favorecidos por una razón bastante lógica: no son útiles, no se empeñan en un oficio acorde con sus habilidades, no ofrecen un bien que la sociedad esté dispuesta a comprar, o simplemente su trabajo no es tan demandado y no obtienen tantos beneficios (otras causas de su situación son la suerte o la genética, pero estas son cosas imposibles de cambiar). Sin embargo, según parece, son a estos individuos a los que hay que favorecer, hasta igualarlos con aquellos otros que sí ofrecen un bien y que sí se han enriquecido gracias al servicio que venden. Ahora bien, para favorecerles es necesario usar la fuerza, ya que no serán favorecidos por nadie que quiera comprar su mercancía de forma voluntaria. ¿Qué bien común es ese que va en contra de lo que la mayoría consideraría un bien y obtendría de forma espontánea en el mercado? Lo desconocemos. Pero lo que sí es seguro es que para conseguirlo es necesario emplear la fuerza. La esencia del totalitarismo es la coacción, necesaria siempre para elaborar esa ficción que exige el estado perfecto: el bien común. Así es como nacen todos los regímenes absolutistas. Un pequeño grupo de personas, una ristra de líderes, acicateados por unas ideas ilusivas, apoyados y aupados por la ciudadanía, que constituye distintos grupos de privilegio, promueven la coacción y el saqueo del resto de la población, la cual acaba padeciendo la abyección de esos tiranos y ese séquito de seguidores. Cuando esto sucede a una escala muy grande el totalitarismo se convierte en un Estado genocida y supone una abominación que quedará registrada para siempre en las páginas más negras de la historia humana. La legitimación del terror es la amenaza más peligrosa contra los derechos de la mayoría.
Pero no hace falta acudir a los grandes totalitarismos para encontrar ejemplos de este tipo de abyecciones. En las democracias actuales existen ejemplos de sobra. La coacción, ejercida por una minoría, a costa de una mayoría, en nombre del bien social y la igualdad, también sirve para justificar el régimen actual. La escala es menor. No obstante, las bases que sustentan esas canalladas son las mismas.
Los medios de comunicación y la sociedad en general suelen resaltar y encomiar los combates que protagonizan las clases menos favorecidas, pero jamás se preguntan cuál es la razón de que estén menos favorecidas. Tomemos como ejemplo a los mineros de las cuencas leonesas y asturianas. Su objetivo es claro, consiste en obligar al Estado, es decir, a todos los ciudadanos que pagamos impuestos, a seguir manteniendo con el dinero de los contribuyentes una industria que no es capaz de sobrevivir por sí misma y que está dando las últimas bocanadas. Es decir, una minoría de trabajadores pretende, por la fuerza y mediante la coacción, que todos los demás compremos el carbón a un precio mucho más caro que el que podríamos obtener voluntariamente en el mercado exterior. Además, exigen que paguemos todos los meses, religiosamente, con una parte de nuestro sueldo, en concepto de manutención. España pasa por una recesión enorme: cada vez hay más familias que no pueden llegar a fin de mes. Pero los mineros siguen tensando la cuerda, quieren que el Estado soporte más déficit, el déficit que genera esa industria del carbón paupérrima. La única forma de obrar este milagro es aumentando los impuestos y repercutiendo la ineficiencia de esas explotaciones mineras en los ciudadanos de este país, los cuales además tendrán que pagar un mineral de menor calidad y mucho más caro. Mientras, los mineros se aseguran un puesto de trabajo que no depende de la rentabilidad y la eficacia, o de una auténtica demanda, sino de la coacción y los privilegios que obtienen esos grupos de presión a través del chantaje y la coacción, cortando las vías del tren, quemando neumáticos, rompiendo escaparates, para mayor molestia de todos los ciudadanos. El estilo caciquil es el mismo que caracteriza a cualquier totalitarismo.
Las empresas tienen que existir si son rentables y si ofrecen un servicio que beneficie a más personas y que sea ampliamente demandado por la gente. La prueba de que funcionan es que no necesitan acudir al Estado para obtener subvenciones; no necesitan manifestarse por la calle ni amedrentar a los gobiernos. Las empresas no tienen que sobrevivir en virtud de la capacidad que tengan de presionar al gobierno para que privilegie su sector en detrimento de otros, o porque puedan intimidar a un mayor número de ciudadanos. Los trabajadores tienen que defender su trabajo mostrando un currículo que sea digno del puesto que quieren conseguir, y esmerándose para ser los mejores, no porque sean más fuertes o más numerosos, o porque puedan poner en jaque a todo un país.
Basta ya de privilegios. La crisis económica acontece cuando un pequeño grupo de personas, ineptas y arrogantes, pretende dirigir el mercado, imponiendo tasas al movimiento de productos extranjeros, favoreciendo determinados sectores industriales, o rescatando mercados estratégicos. Algunos bancos son beneficiados con fondos de garantía porque se dice que sería una catástrofe si se les dejase caer. También se alega que la agricultura debe ser una prioridad nacional, ya que la alimentación supone un bien esencial al que no se puede renunciar. Igualmente, se dice lo mismo de las minas leonesas: no pueden cerrar, ya que entonces se hundiría toda una comarca. Todo esto no se debe permitir, no porque sean industrias florecientes y saneadas, sino precisamente porque no lo son. Las escusas que se blanden a tal efecto tienen siempre la misma raíz: anuncian una catástrofe si no se mantienen las ayudas y las protecciones. Pero la verdadera catástrofe consiste en conservar sectores que no existirían si no fuera por esas ayudas que reciben.
Las empresas existen por un único motivo: el servicio que dan a los clientes. Este servicio nunca puede ser imprescindible, ya que depende de los clientes, de lo que éstos quieran y reclamen en un momento dado, y de las empresas, de lo barato que éstas consigan fabricar sus productos. No existe una empresa tal que no pueda ser sustituida por otra mejor. La agricultura provee alimentos básicos, pero esto no quiere decir que una empresa dada, dedicada al cultivo de la remolacha, no pueda dejar sitio a otra que venda remolacha de mejor calidad. No debemos confundir el carácter imprescindible del producto, el alimento básico, con el servicio concreto que pueda dar una empresa determinada. No debemos favorecer a una empresa solo porque vende un bien esencial. Tampoco debemos proteger los productos alegando otras razones igualmente espurias, por ejemplo, diciendo que se fabrican en nuestro país o en nuestra región. Este chovinismo miope y cavernícola no se percata del grave error que está cometiendo: cualquier promoción que no busque la calidad del producto supone siempre un perjuicio para todos. Si alegamos otros motivos distintos, acabaremos teniendo un producto mucho peor, mucho más caro, y menos demandado. Al final todos saldremos perdiendo; habremos pagado un precio inflado. Los únicos que salen ganando son aquellos privilegiados a los que se les ha concedido la protección: los agentes totalitarios. Si favorecemos industrias que no ofrecen ninguna rentabilidad, si invertimos el dinero en una explotación que solo produce pérdidas, con la disculpa de que las empresas son nuestras, o que las fábricas producen un artículo esencial, al final deberemos mucho más de lo que podemos pagar, nuestros acreedores dejarán de confiar en nosotros, y estaremos abocados a la pobreza más absoluta. Una empresa que funciona correctamente debe ofrecer un producto que aporte bienestar a las personas, que son las que mantienen esa empresa con el dinero que le dan al comprar sus productos. No importa de donde venga ese producto (si es de nuestro país o de un país extranjero) o cuán importante sea. Antes bien, cuanto más esencial sea el producto menos importa de donde venga, con tal de que sea mejor y más barato. Lo único que tiene que hacer una empresa es distribuir sus artículos de forma pacífica. Si los trabajadores de una empresa acusan al gobierno de inmovilidad, reclaman que haga algo en su beneficio, levantan barricadas, o prenden neumáticos, demuestran que no son capaces de sobrevivir por sí mismos, que no ofrecen un producto que la gente quiera, y que solo pueden recurrir a la violencia para obligarnos a todos a consumir su mercancía. Cuando los gobiernos intentan favorecer determinados sectores, con la escusa de que quieren una sociedad mejor, donde no haya gente desfavorecida (un paraíso y una utopía), acaban produciendo un gran perjuicio, ya que esos sectores que intentan devolver a la vida son todos los que han fracasado, los que no son en absoluto productivos y que por tanto deberían desaparecer.
Algunos columnistas emplean multitud de datos y ecuaciones para demostrar que la industria del carbón ya no es una industria rentable. Pero solo basta ver cómo se comportan los trabajadores y los empresarios de esos sectores. Los mineros defienden a capa y espada la rentabilidad del carbón que extraen en las minas donde trabajan. Pero les delatan sus acciones. Si el carbón fuera realmente rentable, no exigirían ninguna ayuda estatal ni emprenderían luchas callejeras. Y los gobiernos no se prestarían a esos chantajes. Yo nunca he visto que los trabajadores del Corte Inglés hagan lo mismo.
Ninguna industria existe por siempre jamás. El mundo está evolucionando constantemente, la sociedad progresa cada vez más rápido, las naciones pasan de una economía de subsistencia a una economía tecnológica o de servicios, de una economía del carbón a otra más limpia y eficaz. La clave de esta evolución está en aceptar los cambios, aprender a reciclarse, exigir una formación continua, cambiar de trabajo si hace falta, y adaptarse a las necesidades que reclaman los nuevos clientes. Si queremos conservar el mismo puesto de trabajo toda la vida, lo que tenemos que reconocer es que queremos obligar a los clientes, es decir, a todos los ciudadanos, a consumir permanentemente el producto que nosotros les digamos. Esta es la característica principal de todos los totalitarismos: un pequeño grupo de personas coaccionan a una mayoría. Los mineros que pretenden seguir viviendo en su comarca, extrayendo carbón, a pesar de que ya no pueden venderlo si no es obligando a que todos lo compremos, se comportan de forma totalitaria, igual que hacían los Estados señoriales de antaño, manteniendo sus feudos. No son las víctimas de ninguna coerción. Forman parte del problema: son los opresores. Solo son víctimas de su propia iniquidad.
Cualquier grupo privilegiado, junto con todos los líderes y gerifaltes que promueven esos privilegios, acaba siendo víctima de su propia estupidez, de sus incoherencias y sus falsedades. La Unión Soviética, el mayor experimento marxista de la historia, sufrió una implosión como consecuencia de las iniquidades que cometían los líderes que gobernaban esa dictadura. Las numerosas regalías con las que contaban los sátrapas, y las concesiones que se hicieron a una ideología errónea, propiciaron el desmoronamiento de todo el régimen. Las democracias actuales, basadas en el supuesto beneficio de la subvención, constituyen otro tipo de privilegio nefasto, da igual que se privilegie el carbón o cualquier otra industria. La subvención siempre crea un problema mayor, y al final todos lo terminan pagando, incluso aquellos que lo estuvieron fomentando: el parásito jamás sobrevive a su hospedador.
Si un sector recibe una subvención es porque no puede subsistir por sí mismo; no es rentable. Esto es una verdad de perogrullo. A partir de esta premisa podemos deducir toda otra serie de certezas. El propósito de la subvención es mantener y engordar una industria que al final tendrá que fracasar, cuando sea el propio gobierno el que quiebre, después de gastar todo el presupuesto en una empresa inútil. Además, se hace creer a la gente que existe un futuro cuando en realidad no es verdad. Se desplazan recursos humanos y monetarios hacia un sector improductivo, impidiendo el desarrollo de otros sectores que sí serían rentables. Y cuando este sector fracasa, miles de trabajadores que han invertido su esfuerzo y su inteligencia en desempeñar esos trabajos, se quedan sin empleo y sin saber qué hacer.
Lo que está pasando hoy, la crisis en la que estamos inmersos, es el resultado de todas estas imprudencias, que a su vez derivan de las subvenciones que concede el Estado a diestro y siniestro, presionado por los grupos de poder y los partidos socialistas. Las subvenciones condenan a la gente a una vida de subalternos y destruyen su futuro, aunque a corto plazo parezca lo contrario.
Mineros, decís que lucháis por vuestros hijos, para que el día de mañana disfruten de una vida más digna. Pero si queréis que vuestros hijos tengan un futuro mejor no hacéis bien en pedir subvenciones. Esto solo alargará la enfermedad. Debéis facilitarles la búsqueda de un trabajo productivo, que no esté subvencionado, un trabajo real, con demanda, y que no haya que mantener artificialmente. No mantengáis las constantes vitales del enfermo más tiempo. Dejad que muera tranquilo, y no insistáis en curar una dolencia que ya se ha vuelto irreversible. Las crisis económicas y las burbujas bursátiles son el resultado de una creencia cerril e ilusiva, que surge cuando todos confían infundadamente en una industria o sector, invierten e intervienen en él, y al final provocan una hipertrofia innecesaria. Hoy en día sabemos que la construcción de tantos edificios, durante el tiempo que duró el boom inmobiliario, fue una inversión errónea y nefasta. El Estado se endeudó para subvencionar la construcción de aeropuertos, vías de AVE, edificaciones elefantiásicas, se bajaron los tipos de interés para facilitar el crédito y proseguir con esas subvenciones, y a consecuencia de todo esto ahora sufrimos una crisis sistémica, y ya no hay dinero para nadie. Mineros, vuestras peticiones insisten en agravar el mismo problema. Con ello estáis alimentando esa crisis. No insistáis. Fuisteis las víctimas propiciatorias de un sistema falaz, en el que os hicieron creer; pensabais que el desempeño que realizabais tenía amplios márgenes de beneficio. También fuisteis culpables. Alentasteis y creísteis todas las estupideces que os decían, y alzasteis la mano para defender al gobierno que os untaba. En cierta medida, es normal que queráis conservar todos esos privilegios de los que habéis sido objeto, y que sigáis sosteniendo las mismas mamandurrias que antaño os servían para obtener buenos resultados. Pero todo eso ya se acabó. Debéis buscar sectores productivos, para que el día de mañana vuestros hijos no queden supeditados al Estado, y sean absolutamente independientes y libres. La dependencia del Estado en forma de subvención es un tipo de servidumbre que se acaba pagando cara. No lo permitáis. No reclaméis más subvenciones ni más servidumbres. El dinero que distribuye el Estado lo obtiene mediante impuestos que grava a aquellos que producen el parné (no podría ser de otra forma), y lo cede luego en forma de ayudas a aquellos otros que no producen nada rentable. Esto provoca que al final toda la nación se venga abajo, ya que lo que se hace es dejar el dinero en manos de personas que no saben sacarle partido, y quitárselo a aquellas que sí saben obtenerlo. Mineros, no deberíais permitir que vuestros hijos vivan en una nación paupérrima, donde no exista ya ningún futuro porque se habrán esquilmado todos los recursos lucrativos, al subvencionar aquellos sectores que no saben obtenerlos. Es comprensible que la gente luche para mantener su trabajo. Pero no os dejéis engañar. La ayuda del Estado no es la solución. La solución es que encontréis vosotros mismos un trabajo productivo, y que enseñéis a vuestros hijos, no a reclamar al Estado una servidumbre vitalicia, no a mantener una posición genuflexa y ovejuna, sino a ser personas libres y autónomas, deseosas de emprender negocios que ofrezcan servicios que demande la sociedad, y que por tanto también os dejen a vosotros unas ganancias reales. En este sentido, el único camino legítimo que vuestros hijos pueden tomar les deberá llevar lejos del Estado. Serán personas capaces, productivas, independientes, satisfechas…, y realizadas. Eso significará, con toda probabilidad, que tendrán que trabajar en sectores distintos a los vuestros. Si no aceptáis esto, su futuro será del color que tiene el mineral al que vosotros tantos esfuerzos habéis dedicado.