El socialismo real, o el odio al capitalismo


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Abstract

En el presente trabajo se analiza el origen real de la ideología socialista. Para ello se parte del supuesto de que el socialismo obedece siempre a dos causas principales, una relativa al desconocimiento y otra relativa al conocimiento. Se constatan por tanto dos tipos distintos de ignorancia, una ignorancia general basada en la terquedad y la mentalidad ilusiva que detenta la mayoría de seres humanos, y una ignorancia elitista, enmascarada, disimulada con el barniz y con el prestigio que reviste a los hechos científicos, y basada en el orgullo y la petulancia que derrochan algunos investigadores, intelectuales o políticos. Esta segunda ignorancia es comúnmente conocida como cientismo o cientifismo y será debidamente explicada en la última sección de este trabajo. El cientismo es de nuevo un falso conocimiento, pero es quizás el tipo de ignorancia más peligrosa que existe, ya que está oculta detrás de un disfraz falso, especioso. En consecuencia, es conveniente prestarle una máxima atención. 

I. Las causas del socialismo

Existen dos cualidades humanas que, aunque en principio pueden describirse como opuestas, contribuyen por igual a configurar el régimen socialista que ha venido caracterizando y socavando los estamentos sociales de todas las épocas. Una de esas cualidades es la ignorancia, la otra es la astucia. La primera supone una pasividad frente a las autoridades, una mansedumbre y un aborregamiento general. La segunda utiliza la habilidad extrema para engañar y someter a los demás. 

El desconocimiento de la realidad, unido a la abulia que suele afectar a gran parte de la población, contribuyen a acrecentar ese sentimiento unitario bajo el cual se intenta promover y legitimar todo tipo de abusos, el reparto justo, la sociedad intervenida, la asistencia obligatoria, en la convicción de que estas medidas, y otras muchas más, constituyen el mejor marco para el desarrollo progresivo de los pueblos y de las comarcas. Pero, como quiera que esto es falso, la sociedad que persiga estas ilusiones colectivas se verá en seguida abocada a una situación de desastre de la que a duras penas podrá salir, y en la que volverá a caer sin remedio una y otra vez. 

Al mismo tiempo, algunos grupos de individuos, mucho más astutos que los primeros, fomentarán y utilizaran esa coyuntura para sacar algún tipo de provecho. A río revuelto, ganancia de pescadores.

El abordaje académico de estos dos visajes debe ser bastante diferente. El tipo listo no necesita convencerse de la superioridad del socialismo. Nada le puede convencer.  Solo le mueve el ansia de obtener beneficio. No le importa saber qué sistema es más eficaz; a él solo le conviene esa situación que le permite conseguir lo que quiere. Por tanto, es inútil intentar convencer a estas personas. El esfuerzo que busque combatir el socialismo y el intervencionismo tiene que centrarse en aquellos individuos que sufren las consecuencias de su propia ignorancia, y a los que se exprime y se explota hasta dejarlos en la más absoluta de las pobrezas.  

Juan Rallo, hablando de la posibilidad de reducir el Estado a la mínima expresión, afirma en uno de sus últimos libros que «no la veremos no porque no sea factible iniciar de inmediato una gradual transición hacia el estado mínimo: no la veremos porque, a día de hoy la práctica totalidad de la población no la aceptaría bien por ceguera ideológica, bien por intereses oligárquicos.»

Por tanto, es evidente que existen muchos idiotas, y también es evidente que existen personas que se aprovechan de ellos. Todos contribuyen a mantener ese sistema que requiere de unos y de otros: el sistema socialista. El socialismo es la sistematización de la violencia, su institucionalización y su generalización. Por eso requiere siempre de dos tipos de personas: las que padecen la violencia (los ignorantes), que son mayoría, y las que la propinan (los espabilados), que son una elite. El socialismo es una ideología que está a medio camino entre la ignorancia y el conocimiento. Se debe al interés de unos pocos y al desinterés y la incultura de todos los demás. 

Para unos, el socialismo es una forma de ver el mundo, para otros es una forma de medrar en el mundo. Estas son las dos causas principales del socialismo, motivos que han hecho que esta ideología haya llegado a ser tan común y se haya vuelto tan recalcitrante. Todos participan en ella. La élite gubernamental se aferra al poder que le ponen en bandeja las instituciones del Estado. Y el pueblo llano se vuelve incondicional de ese poder. Los primeros solo quieren medrar. Es absurdo querer convencerles de algo, pues ya están convencidos. Lo único que les mueve es un interés deliberado. No les importa si el socialismo es una ideología verdadera. Lo único que quieren es conservar los privilegios, a toda costa, con inteligencia. Los otros, los que ven el mundo tal que así, los que están convencidos de que el socialismo es una ideología correcta, aún pueden tener salvación. A estos sí se les puede convencer. No digo que sea fácil, solo digo que son los únicos que se pueden salvar. 

El odio al capitalismo es la consecuencia inmediata de aplicar la lógica aplastante del socialismo. Igual que el socialismo, el odio al capitalismo tiene dos motivos principales: la servidumbre voluntaria de la mayoría, y el interés irremediable de unos pocos, del órgano director. La primera es ejercida mayoritariamente por los ignorantes, que apenas se percatan de que les están expoliando. La segunda es ejercida por los intelectuales, por los empresarios próximos al poder, y por los políticos que gobiernan. Todos ellos buscan justificar sus acciones estatales con el objeto de enriquecerse. En general, existen solo esas dos actitudes, la del ignorante y la del intelectual. Y ambas son determinantes a la hora de justificar el Estado y de perseguir a las empresas e instituciones privadas.

Con todo, lo que se pretende analizar más a fondo en este trabajo, el aspecto en el que me voy a centrar, es el que viene determinado por la ignorancia de la mayoría. Como ya he dejado claro, el otro, el discernimiento que opera en la mente del intelectual y del político, es un motivo irremediable. No se puede convencer a quien ya está convencido de que quiere seguir medrando a costa de los demás. Sólo cabe intentar persuadir a los ignaros, haciéndoles ver que el error en el que incurren les está robando la vida y les está matando lentamente. 

III. Las causas del socialismo inculto

Las razones que llevan a los hombres a dejarse persuadir por las ideologías de corte socialista son de índole muy diversa. Sin embargo, los motivos últimos son bastante comunes. La mayoría presenta un componente desiderativo, arraigan en las mentes más primitivas, están mediadas por profundos sentimientos y deseos, y exageradas por la conmoción. No en vano, todos los jerarcas saben que la demagogia es una de las principales armas de que disponen. Como dice Rothbard en su libro Hacia una Nueva Libertad (p.77; Unión Editorial 2013): «el estado alza ante los ciudadanos el espectro del caos que supuestamente se produciría en caso de que desapareciera… Todos los Estados han inculcado a sus súbditos el miedo hacia otros Estados gobernantes… como la mayoría de los hombres tiende a amar a su patria, la identificación de la tierra y de la población con el estado es un medio para hacer que el patriotismo natural juegue a su favor… Otro método probado para torcer la voluntad de la gente es infundirle culpa. Un aumento del bienestar privado, cualquiera que sea, puede ser atacado afirmando que se trata de codicia excesiva, materialismo, o excesiva opulencia, y los intercambios mutuamente beneficiosos en el mercado  pueden denunciarse como egoístas.» 

El odio al capitalismo es fruto de una profunda ignorancia. Los hombres solo ven las sombras que proyectan sus cuerpos, ahítos de sentimientos y verdades reveladas. Se pasan toda la vida sepultados bajo toneladas de roca, en cavernas de Platón. En ese sentido, la muerte no modifica mucho su situación. La visión que tienen en la tumba no dista demasiado de la que habrán tenido durante toda su vida.

El ser humano tiene una doble predisposición. Por un lado, tiende a observar solo la superficie especiosa de los fenómenos, con lo cual queda persuadido al instante de los hechos aparentes que se muestran ante sus ojos. Además, no solo obvia la realidad que se le oculta, sino que también imagina un mundo idílico allí donde no es capaz de ver nada. Esta doble predisposición queda de manifiesto sobre todo cuando se trata de analizar asuntos complejos, políticos o sociales. El odio al capitalismo, tan extendido por las sociedades, halla su inspiración en esa doble predisposición del hombre. El hombre solo ve la superficie de los fenómenos. Por ejemplo, cree que el consumo es el factor decisivo que mueve la economía, y que la mejor política es la que promueve dicho consumo aumentando la oferta monetaria, y que solo de esta manera se consigue salir de las crisis económicas y reactivar el comercio (esta es la política keynesiana y anticapitalista que tanta aceptación tiene). Esta idea se debe a que los hombres suelen actuar como consumidores y no son capaces de alcanzar a ver que detrás de esos objetos que consumen existe una producción y una elaboración arduas, una capitalización que en algunos casos puede durar años. 

Al mismo tiempo, sumada a esta ceguera, existe también una ilusión. Los hombres también imaginan una realidad alternativa perfecta. La perfección implica inmovilismo, atemporalidad, situaciones de equilibrio, paraísos perfectos. Todas sus ideas están imbuidas de esa creencia en el inmovilismo, contraria al capitalismo y al progreso. Pero, como nos dice Mises: “Se equivocan estos pensadores suponiendo que el reposo es un estado más perfecto que el movimiento. La idea de perfección implica que se ha alcanzado una situación que excluye todo cambio, ya que cualquier cambio supone necesariamente un empeoramiento” (La Acción Humana; p.502, Unión Editorial 2011).

Un ejemplo de inmovilismo lo constituyen aquellas creencias que afirman que la obsolescencia programada es la estrategia que usan algunos empresarios avariciosos con el objeto de conseguir que sus clientes no dejen de comprar sus productos cada cierto tiempo. Se olvidan estos panfletistas de esa característica del mundo que mantiene todas las cosas en continuo cambio. Olvidan que los compradores pueden querer cambiar de máquina aunque ésta siga funcionando. Olvidan que los gustos se preocupan por la forma, el color, la moda, el diseño, o la mejora del rendimiento, y no solo por el funcionamiento. También la creencia que practican los ecologistas, que asegura que la Tierra tiene unos recursos limitados, que siempre son los mismos, se olvida del cambio y del progreso social, que continuamente está modificando todas esas limitaciones. Finalmente, también aquellos que creen que hay que repartir la tarta, y que los ricos deberían compartir su pastel con los pobres y los mendigos, olvidan que el dinero nunca es el mismo, que siempre se puede producir una mayor cantidad de bienes, y que son precisamente aquellos que más tienen, los ricos, los únicos que han demostrado que saben incrementar esos beneficios y mejoras para el común de la sociedad. No en vano, en un sistema de derecho, que penalice el robo o el desfalco, los individuos solo pueden alcanzar el estatus de ricos si antes se han encargado de ofrecer un servicio o un bien a una mayoría de gente. Y solo pueden ofrecer ese servicio si previamente se han encargado de amasar algunas propiedades (capitales) y si tienen la esperanza o la seguridad de seguir obteniendo beneficio con aquello que hacen. Esa es la esencia de cualquier economía de libre mercado, el respeto a la propiedad privada de la cual emerge la cooperación voluntaria que se manifiesta a través del intercambio comercial que beneficia tanto al productor como al consumidor de bienes.

La mayoría de la gente olvida que el avance de la técnica aumenta el rendimiento de las máquinas y las producciones a lo largo del tiempo. Este olvido genera en ellos una visión simplista, atemporal. Por eso les resulta bastante extraña la teoría del capital, y no son capaces de entenderla. El capitalismo ofrece una visión más realista, la de un mundo en constante cambio, la de una civilización que progresa y que mejora con el discurrir de los tiempos, a través del ahorro y la nueva inversión. Sin embargo, parece más agradable y sencillo pensar que las cosas no se modifican, es mejor creer que ya hemos alcanzado el paraíso y que lo único que hace falta es permanecer en él, disfrutando de esa situación por tiempo indefinido. Esa predisposición a creer en la perfección, en la estabilidad, y en la eternidad, es el motivo, no solo de todas las ideas que fabulan e imaginan los hombres, sino también de que muchos de ellos carguen las tintas contra las visiones realistas que muestran un mundo imperfecto, cambiante, impredecible, y precario. El capitalismo es una visión de ese tipo: realista. Por tanto, se suele considerar bastante mal.

Precisamente, una de las causas principales que llevan a odiar el capitalismo es que se piensa que promueve un poder hegemónico y abusivo. Se dice que las grandes empresas siempre se aprovechan de los trabajadores y los pequeños empresarios, y que siempre están buscando la forma de engañar a sus clientes. Para los socialistas, los órganos administrativos deben obligar a los propietarios a limitar su producción y a redistribuir los bienes que con ella obtienen. La competencia que pugna por satisfacer las demandas del consumidor no les dice nada, igual que no les dice nada la progresiva mejora que ha conseguido ese sistema de competencia. A pesar de que se les llene la boca con todas esas expresiones que apelan a la dialéctica y la historia, los socialistas tienen una visión del mundo totalmente estática, por eso no entienden el sistema real, no comprenden el modo por el cual proceden los cambios, la producción, la competencia y en definitiva el capitalismo.

El odio al capitalismo es el odio al empresario, que es la fuente primaria de todos los cambios y todas las innovaciones que ocurren en los procesos de intercambio social. La gente piensa que los trabajadores que no son protegidos por el Estado quedan expuestos a sufrir la explotación de unos comerciantes avariciosos que rebajarán sus salarios y que impondrán condiciones laborales paupérrimas. Por eso hay que obligar al empresario para que contrate más trabajadores de los que realmente necesita. Y hay que obligarle también a que les page un salario digno, por encima del sueldo mínimo que previamente habrán pactado con los sindicatos. De esta forma -se dice- estamos favoreciendo a todos esos trabajadores. Pero esta creencia es incapaz de ver una realidad. Si obligas al empresario, provocas un perjuicio mucho mayor que el beneficio momentáneo que obtienen aquellos a los que proteges. El objetivo último de cualquier empresa es ofrecer al cliente un producto más barato y accesible. Si obligas al empresario a aumentar los costes para satisfacer a determinados grupos de trabajadores lo único que consigues es encarecer el producto final, perjudicando a todos los ciudadanos. Y también perjudicas a los propios trabajadores, que verán como los empresarios que les han contratado se ven obligados a cerrar sus negocios porque no pueden asumir esos costes. Además, también perjudicas a otros potenciales trabajadores. El trabajador contratado podría haber buscado otro trabajo. Pero, si le obligas a trabajar por un salario determinado, estás perjudicando también a otros trabajadores que realizarían la misma función con un sueldo más bajo (y que normalmente son trabajadores más pobres y necesitados de ese puesto). Todo esto, como diría Bastiat, es lo que no se ve. En su parodia titulada Petición de los Fabricantes de Velas Bastiat dice que el Sol produce luz gratuita que sería estúpido no aprovechar. Lo mismo pasa con las personas. Resulta estúpido no aprovechar la mano de obra de un trabajador que produce más bienes por el mismo precio, o los mismos por un salario menor. Sin embargo, preferimos obligar a los empresarios a ofrecer empleos que no se pueden permitir, sin ver las desastrosas consecuencias que eso conlleva. 

El trabajador siempre puede acudir a otra empresa que le ofrezca mejores condiciones, y en cualquier caso el empresario siempre tiene que competir con otros empleadores por la mano de obra que requiera su negocio. La relación entre el trabajador y el empresario resulta de un mutuo acuerdo, y ninguno de los dos tiene la sartén por el mango. Los dos hablan y deciden si quieren trabajar juntos o por el contrario desean separarse. El trabajador siempre puede acudir a otras empresas. ¿Por qué no dejamos entonces que el empresario tenga la misma posibilidad, y pueda despedir a un trabajador y contratar a otro? Se dice que el empresario es más poderoso. Pero esto no es verdad. El empresario está sujeto a los mismos acuerdos que el trabajador, y además está condicionado por otros factores. Tiene que sacar adelante una empresa. Se juega su pellejo. Está obligado a buscar empleados que hagan bien el trabajo, pero también que estén satisfechos con el puesto que les ofrece.

Si el empresario está sometido a la competencia también lo debe estar el trabajador: no se le puede proteger. Proteger al trabajador significa obligar a los empresarios a contratar personas menos cualificadas y obviar de ese modo una mano de obra más rentable, que permitiría que todos nos beneficiásemos mucho más.

Si yo trabajo por menos dinero produciendo naranjas, esas naranjas bajarán de precio, al abaratarse los costes de producción, y yo me ahorraré dinero cuando vaya al supermercado a comprarlas. Así, mi salario más bajo se suple con un producto mucho más barato. Y yo, aunque tenga un salario menor y parezca a primera vista que salgo perdiendo, en realidad estoy ganando por otro lado, las cosas me cuestan menos, mi poder adquisitivo no se resiente. Salgo ganando y sale ganando toda la sociedad. Yo no pierdo dinero, lo ganamos todos los clientes. De la otra manera, el producto sería más caro y todos saldríamos perdiendo. Que me aumenten el salario solo me beneficia a mí. Pero que se reduzca el valor de un producto gracias a que mi salario es más bajo, beneficia en general a toda la sociedad. Los que quieren mantener un salario fijo para beneficiar a privilegiar trabajadores no obtienen un bien común. Como dice Bastiat “el verdadero comunismo es la competencia y la libertad económica” (obras selectas de Bastiat; p.129)

La gente cree que un empresario siempre está dispuesto a exprimir a sus trabajadores, y que estos siempre deben defenderse del empresario. Sin embargo, todos tienen los mismos intereses. A todos les irá mejor si las empresas funcionan de forma eficaz, ofreciendo servicios y productos cada vez más baratos. Todos somos consumidores, así que cualquier abaratamiento del producto beneficia a todos. Si tu trabajo no te compensa y dejas que lo haga otro que si este dispuesto a trabajar por un salario menor, eso redunda en un beneficio general. Te beneficia también a ti, ya que podrás buscar un trabajo que se adecúe mejor a tus exigencias, y también beneficiará al empresario, que podrá abaratar costes, y al nuevo trabajador, que habrá obtenido un empleo mejor, y a todos en general, que se beneficiaran del abaratamiento de los costes y de la consecuente deflación.  

La gente piensa que el capitalismo tiene la culpa de todos los males. Sin embargo, el capitalismo es un mero resultado, es la consecuencia del funcionamiento normal de la naturaleza y del progreso continuo de la sociedad. Pero, como quiera que la naturaleza no deja de ser bastante injusta, y el hombre añora la perfección, la igualdad, la seguridad y el inmovilismo, la gente odia el capitalismo en la misma proporción que odia los problemas ínsitos a la vida. El odio al capitalismo es un reflejo de las frustraciones irremediables que sienten los hombres a lo largo de su existencia. No en vano, ese odio halla sus causas en los recelos y las envidias que muchos sienten cuando se comparan con los demás.

El odio al capitalismo se basa en dos visiones contrapuestas, ambas adscritas a la naturaleza humana. Por un lado, el hombre tiende a sentir un amor universal hacia los demás seres, por el otro, también siente un odio universal. El amor que sentimos hacia el prójimo está inscrito en nuestros genes, y así lo describe Hayek en uno de sus libros, donde se refiere al sentimiento tribal que lleva a los hombres a actuar como un colectivo unido. Pero también existen sentimientos de envidia y de odio. Odiamos a los ricos, odiamos la realidad que nos hace a nosotros más incapaces, odiamos el mundo que nos impide hacer aquello que queremos. Es Mises, en La Mentalidad Anticapitalista, quien mejor ha sabido describir ese odio hacia el capitalismo. El capitalismo es consecuencia de la realidad, y se odia porque nos enfrenta con esa dura verdad, con nuestra realidad particular, con el hecho de que haya personas mejores que nosotros. Hacia estos va dirigido siempre nuestro resentimiento. La realidad cotidiana se odia por las mismas razones que se odia la idea de que el hombre no está en el centro del universo. No es agradable ver cómo uno va perdiendo protagonismo.

Por consiguiente, podemos enumerar dos motivos que se contraponen, y a la vez se refuerzan, a la hora de conseguir que odiemos el sistema capitalista en el que finalmente acabamos viviendo. Los hombres deseamos vivir una realidad fabulosa, pero al mismo tiempo nos enfrentamos a un mundo que siempre deja mucho que desear. El capitalismo se basa en una realidad absoluta, parte de principios universales, de la realidad del sujeto, de los resortes que lo motivan, de su libertad para actuar. Por tanto, como realidad que es, refleja también los sinsabores y las frustraciones de la propia vida, y desencadena un odio visceral por parte de aquellos que no quieren atenerse a esas verdades, ni tampoco asumir su realidad particular.  

El capitalismo fomenta la responsabilidad y la individualidad. Afirma que el individuo es un presupuesto irreductible, y que su egoísmo y su interés son comportamientos totalmente legítimos.  Pero el hombre no está dispuesto a asumir esas responsabilidades y esas verdades. Ayn Rand afirma que el capitalismo nos pone frente a la realidad, pero que el ser humano no quiere admitir esa realidad, y que por eso tampoco quiere aceptar el capitalismo. Le gustaría no tener que trabajar, y tampoco quiere asumir la responsabilidad que entraña ese sistema que prima al individuo por encima de todas las cosas.

Una mente ilusoria prefiere creer en la libertad positiva y la justicia universal. Desea una justicia borrosa, que no obligue a nada, y que conceda todo. Una mente ilusoria reclama para sí derechos inalienables, que no requieran ningún forjamiento. Una mente ilusoria tampoco acierta a ver el mecanismo real del mercado, y cree que el trabajo y el coste que hay que pagar por los bienes de consumo tienen en cualquier caso unos valores fijos, que solo dependen de los deseos colectivos y de las buenas intenciones, y nunca de los mecanismos comerciales centrados en el interés propio y la oferta de los propietarios. Sin embargo, el interés propio es lo único que puede reflejar las distintas necesidades del consumidor. Toda la producción se tiene que basar en las necesidades reales de los consumidores y en la capacidad de los empresarios para cubrir esa demanda, para lo cual todos ellos tienen que actuar en libertad, producir el bien que consideren más oportuno, y ofrecérselo a los clientes que acudan de forma voluntaria a comprarlo. Bajo esta situación solo cabe esperar que los empresarios y los clientes actúen en virtud de sus necesidades particulares, y pacten un intercambio beneficioso para ambos. Cuando Adam Smith afirmó aquello de que los intereses egoístas al final producen un bienestar general, estaba describiendo las necesidades reales de los individuos, y el funcionamiento natural del mercado de bienes. 

Dado que la realidad última que está detrás de todos los procesos sociales es la realidad del individuo, no pueden existir valoraciones objetivas, ni métodos empíricos que descubran esas valoraciones. En este caso, solo existen los valores subjetivos del individuo. La Escuela Austriaca de Economía ha venido insistiendo en la importancia de entender esto. Pero muchos rechazan estas ideas porque consideran que no son científicas, ya que no tienen en cuenta ninguna medida objetiva. Sin embargo, la única descripción factible de la realidad solo puede ser aquella que tiene en cuenta al individuo, que es la unidad básica de toda sociedad. 

Como dice Ayn Rand: “Dentro de cada categoría de bienes y servicios ofrecidos en un libre mercado, el proveedor del mejor producto al precio más barato es quien gana las máximas rentas financieras en ese campo; no automáticamente ni inmediatamente ni por algún orden, sino en virtud del libre mercado, que le enseña a cada participante a buscar el mejor objetivo dentro de la categoría de su competencia y penaliza a quienes actúan en base a consideraciones irracionales.” Cada participante es un individuo único. Solo él puede comprender la realidad de la que es partícipe, sólo él es capaz de sacar el mejor rendimiento a su trabajo, y solo él puede valorar los bienes que desea perseguir.

Ayn Rand prosigue: “Una ciencia física no se permitiría a sí misma ignorar o pasar por encima de la naturaleza de su sujeto. Tal intento significaría: una ciencia de la astronomía que contempla el cielo, pero se rehúsa a estudiar, de manera individual, las estrellas, los planetas y los satélites, o una ciencia médica que estudia la enfermedad, sin ningún conocimiento o ningún criterio de salud y toma como su tema de estudio básico un hospital como un todo, nunca enfocando la atención individual en los pacientes.” 

Las partes de un sistema constituyen la mayor realidad a la que un investigador se puede enfrentar: son la esencia de la materia y el único objeto de estudio. El capitalismo es la única teoría económica que apela a esa realidad última. Es la única teoría social que se puede denominar científica, porque es la única que se fija en la unidad básica de estudio: el individuo.

La defensa del capitalismo hace alarde de un proceso real. Y por tanto suele tener muchas características rechazables. Para empezar describe un proceso cambiante e imprevisto, que no acaba de agradar, y que tampoco se comprende. Muchas veces no se entiende porque no se quiere entender. Y otras porque no se puede percibir. 

El odio al capitalismo es un sentimiento de la misma clase que aquel que se empeña en rechazar las ideas que están detrás de la teoría darwiniana. La teoría de Darwin se basa en un progreso incierto, penoso y espontáneo. No necesita directores ni objetivos conscientes. Requiere cambios que la mayoría de las veces son inservibles o perjudiciales (mutaciones deletéreas). La defensa del capitalismo también confía en ese tipo de evolución. Tampoco requiere gobernantes. Más bien los detesta. Y asume de forma natural la falibilidad humana, es decir, basa su éxito en la diversidad de los individuos, que, si bien se equivocan continuamente, algunas veces también aciertan. Da la impresión de que una evolución sin objetivos concisos, y llena de fracasos, no puede llegar muy lejos. Sin embargo, son en cambio los que creen que hay que determinar un objetivo concreto para toda la población los que acaban fracasando de manera estrepitosa, porque no existe tal objetivo. La verdad es más difícil de asumir, precisamente porque es imperfecta, camina dando bandazos a uno y otro lado, y no muestra ningún rasgo milagroso. Pero lo cierto es que la vida procede siempre de manera imperfecta, y no cabe otra evolución que aquella que se basa en la prueba y el error unísono de millones de seres.

Últimamente, algunos magufos advenedizos creen haber refutado a Darwin al demostrar que la selección natural se basa más en la fuerza de la cooperación que en el interés propio y la competencia. Con ello creen apoyar también las tesis del socialismo y el colectivismo. Pero apenas entienden nada. No entienden que la competencia genera también cooperación y que Darwin nunca se opuso a ese tipo de comuniones (sería estúpido negar la existencia de cooperación). Y sobre todo no entienden que es el interés propio el que está en la base de cualquier sistema de organización, pues es el individuo, a través de sus valores particulares y sus motivos, el que acaba cooperando con los demás para aumentar su propio beneficio. Pretender que la cooperación sea el principal motivo de comportamiento es tan absurdo como querer que los cuerpos no se deban al funcionamiento particular de sus órganos o tejidos. Es dar la vuelta a la epistemologia cientifica, insita en el reduccionismo metodológico. Y es creer en una especie holismo de nuevo insalvable, suspendido en la nada más absoluta, ignorante de las causas más profundas que operan debajo de todos los sistemas o estructuras físicas.

Al hombre le resulta mucho más difícil mirar debajo de la superficie. La mayoría de las veces asume como verdad lo que le dicen sus sentidos. Y también le resulta complicado asumir que el progreso y la mejora se basan sobre todo en el error y la prueba constantes. Es una visión poco intuitiva. Pero la vida es así. Los errores son algo necesario, son fruto de un trabajo continuo, obstinado, que solo al final deja algún que otro beneficio. El éxito no viene al principio, viene después de un largo proceso, en el que continuamente nos estamos equivocando. La ciencia procede mediante prueba y error. La vida no es un camino de rosas. Las visiones idílicas, socialistas, que desean aplicar una política infalible, dictada por unos gobernantes meticulosos que dicen tener la llave para remediar nuestras penalidades, y que elaboran un discurso lleno de promesas y deseos que auguran un paraíso feten, no son en ningún caso visiones realistas. Lo realista es creer en la acción de los individuos, los cuales se están equivocando continuamente, pero que cuando aciertan aportan pequeñas soluciones que contribuyen al progreso paulatino de las sociedades y las civilizaciones.

No se trata de eliminar los errores, sino de repararlos. No es cuestión de armar un paraíso. El cuerpo envejece porque los sistemas de reparación celular dejan de funcionar, no porque de repente aparezcan errores y fallos que antes no existían. La evolución biológica se basa en cambios aleatorios, la mayoría de las veces deletéreos y nefastos, y solo en algunas ocasiones son lo suficientemente beneficiosos como para que se mantengan en las poblaciones a lo largo de las generaciones. El método científico se basa en la prueba y el error, y su éxito se debe a que acepta los errores, y los va subsanando en la medida de lo posible, poco a poco. Los únicos que no aceptan esos fallos son los sistemas totalitarios, todos aquellos políticos que desean intervenir en la sociedad, en el plazo marcado, con la promesa de que podrán solventar los problemas y los errores de todos, y reparar las fallas de sus predecesores con una política ubicua infalible. Sin embargo, el único sistema que funciona es el sistema que asume los errores, que acepta la vida tal cual es. Ninguna solución puede basarse en medidas hegemónicas y completas. Se tiene que basar en la variedad y la diferencia. La evolución biológica se debe a que existen millones de individuos compitiendo entre sí. La evolución científica a que existen miles de departamentos, en los cuales se hacen continuamente pruebas, la mayoría de las veces sin éxito. Y la evolución social también se basa en los errores que cometen millones de personas, y en la libertad de millones de individuos, que compiten para encontrar algunas soluciones parciales, distintas para cada uno de ellos, en el ámbito de las diversas especialidades, sin un orden general, atendiendo exclusivamente a las circunstancias concretas que determinan cada vida. Sin embargo, las medidas políticas que aplican la mayoría de los gobernantes son de una índole muy distinta: siempre plantean soluciones hegemónicas, no existe prueba y error, no ofrecen una salida a las millones de demandas que requiere un sistema complejo, lleno de entidades distintas. Por ese motivo jamás podrán tener ningún éxito. No obstante, son las más atractivas de todas. Resulta curioso que los ciudadanos, que son las víctimas finales de tales despropósitos, admiren con tanta fruición a sus dirigentes políticos, a pesar de los continuos fracasos que estos cometen.

A esa atracción fatídica hacia el gobernante, debemos sumar el hecho de que el hombre ha sido creado bajo unas condiciones muy particulares, que lo predisponen para creer de una determinada manera. En consecuencia, éste no alcanza a ver la realidad del mundo en el que ha acabado viviendo. Hayek se refiere a esto de la siguiente manera: “…al evolucionar éticamente desde la moral de la horda cazadora, en la que ha vivido la mayor parte de su historia, a esa otra que hizo posible la aparición del orden de mercado y la sociedad abierta… nuestras instintivas reacciones siguen gobernadas por factores emocionales que son sin duda en mayor medida apropiadas a la pequeña horda de cazadores que a nuestra compleja sociedad; por los deberes hacia el prójimo…” En la tribu, la información estaba al alcance de todos los individuos y existía un consenso en cuanto a los objetivos que se debían lograr. En cambio, en nuestras sociedades actuales las cosas se han complicado sobremanera. Las sociedades son mucho más complejas, la información está mucho más distribuida, y ya no responde al consenso general. El orden es fruto de la acción independiente de millones de seres humanos, y ésta es la única forma de manejar una información tan elevada. 

El hombre se siente atraído por la tribu, en una época en la que la tribu ya ha dejado de tener función alguna. Bolaño ha reflejado muy bien ese sentimiento de pertenencia trasnochado que tira de todos nosotros continuamente: «No me gusta la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista […]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode Muchísimo»

Todas estas razones, y algunas más, hacen del hombre un ser tremendamente ignorante, que no está dispuesto a aceptar la realidad de las cosas que se le vienen encima, y que por tanto ha de pagar el precio por no admitir esa realidad. Como nos dice Mises: “A nada conduce cavilar en torno a cómo deberían ser las cosas cuando son de otro modo por imperativo de inflexibles leyes universales. Tales lucubraciones resultan inofensivas mientras no pasen de meras ensoñaciones. Pero quienes, en cambio, quieren hacerlas realidad sólo consiguen perjudicar el bienestar de los demás. Se parte siempre de un error grave pero muy extendido: el de que la naturaleza concedió a cada uno ciertos derechos inalienables, por el solo hecho de haber nacido. La naturaleza por lo visto es generosa, hay abundancia de todo y para todos…La tesis es, de cabo a rabo, falsa y errónea. La naturaleza nada tiene de generosa sino que es avara en extremo. Escatima cuantos bienes precisa el hombre para sobrevivir. Vivimos cercados por seres malignos, tanto animales como vegetales, dispuestos siempre a dañarnos; las fuerzas naturales se desatan en nuestro perjuicio; la mera pervivencia hemos de reconquistarla a diario… Carece pues de sentido, cuando se habla de distribuir esa tan onerosamente engendrada riqueza, apelar a ignotos mandamientos divinos  o inveteradas normas de desconocido derecho natural.” 

Un átomo juega un papel particular en una molécula. La información que detenta como estructura promueve la relación o interacción con los demas atomos y acaba por generar dicha molécula en el nivel superior. Si logramos que pierda sus características particulares, la molécula también dejará de existir como tal. Si no incentivamos o permitimos su individualidad, tampoco favorecemos la existencia del sistema completo. No permitiremos que actúe con la poca información de que dispone, frustrando de ese modo la relación con el resto de átomos, y alterando el sistema completo. Los seres humanos también somos átomos de un sistema superior. En nuestro caso, formamos parte de la estructura social. Si no se nos deja en paz, si no se permite que nos relacionemos libremente con el resto de ciudadanos, las interacciones que nos unen a ellos se vendrán abajo, y con ellas también lo hará el conjunto de toda la sociedad. Esto es lo que no entienden aquellos socialistas que anteponen el colectivo al individuo, o el sentimiento comunitario al interés propio. Con ello están socavando las bases materiales del sistema, ningunean sus fundamentos relacionales, sus enlaces atómicos. No existe mayor mentira que aquella que proclaman los socialistas convencidos, pues no hay mayor verdad que aquella que describe las unidades más elementales de un sistema dado. 

Un político también es un ser humano individual, otro átomo. Aunque diga pretender el bien común, forzado por las políticas sociales que promueve su partido, tenderá siempre a buscar su propio beneficio, el cual, como no está basado en una ideología individualista sino en una que se dedica a expropiar los bienes de los demás, acabará corrompiendose a sí mismo y corrompiendo todo el sistema. Además, como es un ser individual, desconocerá el beneficio que buscan los demás, y por eso fallará a la hora de aplicar las soluciones necesarias, aunque sus pretensiones sean buenas. Por consiguiente, tanto el desconocimiento (la ignorancia) como el conocimiento de causa (el interés propio), juegan en contra del socialista irrestricto, y suman puntos para abocar al socialismo al mayor de los fracasos. 

La ignorancia y el desconocimiento desencadenan habitualmente profundos sentimientos de odio. El hombre odia la realidad, y con ella también odia el sistema capitalista en el que vive. Pero resulta curioso que no se libre de estos demonios ni siquiera cuando se convierte en un individuo más conocedor. Existe también otra ignorancia, seguramente mucho más peligrosa que la anterior, cuya causa hay que buscarla, no en la falta de conocimientos, sino en su exceso, en la asunción de unas capacidades irreales, y en la arrogancia que conlleva esa presunción. Esta ignorancia consiste en omitir deliberadamente los límites que plantea toda nueva búsqueda de conocimientos. El cientismo es el término que mejor se adecúa a esta postura. Llamaremos a esta nueva forma de desconocimiento ignorancia culta, y abordaremos su análisis en el siguiente epígrafe.

III. Las causas del socialismo culto

El socialismo y la ignorancia caminan siempre de la misma mano. Son partícipes de la misma realidad. Por tal motivo es necesario llevar a cabo un análisis de la ignorancia humana, con el objeto de entender mejor la naturaleza real del socialismo. Dentro de ese análisis podemos distinguir dos categorías distintas. Existe una ignorancia real, osca, barriobajera, basada en la ausencia completa de conocimientos y de erudición. Y existe una ignorancia culta, arrogante, intelectual, elitista, basada en el exceso de celo y en la creencia supuesta de que no existe ningún límite al conocimiento. Se pueden ignorar las cosas de la vida. Pero, aun conociendo cómo funciona el mundo, se pueden ignorar también los límites que constriñen esa sabiduría. 

Este segundo tipo de ignorancia es mucho más peligroso que el primero. Platón lo dejó claro en uno de sus diálogos: “…temerías mucho más habérmelas con otros, que hubieran estudiado estas ciencias, pero que las hubieran estudiado mal. La ignorancia absoluta no es el mayor de los males ni el más temible; una vasta extensión de conocimientos mal digeridos es cosa mucho peor”.

Hasta aquí, hemos venido centrándonos en problemas cada vez más urgentes, que exigían una atención mayor, por tratarse de obstáculos más graves, cuya subsanación viene a remediar en mayor medida el problema principal que tratamos en este trabajo, a saber, el sistema socialista. Primero puntualizamos sus dos causas básicas, la ignorancia del pueblo llano y el conocimiento o astucia de sus gobernantes. A continuación analizamos la causa que viene determinada por la ignorancia, y nos detuvimos a describir los motivos de la misma. Ahora vamos a estudiar un tipo de ignorancia más peligroso, que hace del socialismo una ideología todavía más temible. Esta pretensión nos deberá llevar a analizar los últimos capítulos del libro de Jesús Huerta de Soto Socialismo, cálculo económico, y función empresarial, donde se aborda de manera detallada el estudio de ese tipo concreto de ignorancia: la ignorancia culta, el cientismo que infesta las mentes de la gente moderna.

El profesor Jesús Huerta de Soto empieza realizando una clasificación del socialismo que ilustra muy bien todos los tipos que existen. En primer lugar, existe un socialismo real, o socialismo de las economías de tipo soviético. Este se caracteriza, según nos indica Huerta de Soto, por «la gran extensión y profundidad con la que se ejerce la agresión institucionalizada sobre la acción humana individual, impidiéndole el libre ejercicio de la función empresarial en relación con los denominados bienes económicos de orden superior o factores de producción.» Frente a este tipo de socialismo existe otro, más popular y engañoso, que pone el énfasis sobre todo en la agresión sistemática e institucionalizada en el área fiscal, con la única intención de igualar las oportunidades sociales y los resultados del proceso democrático. Este segundo socialismo es el socialismo democrático, al cual Huerta de Soto solo le otorga una diferencia de grado con respecto al primero. Para Huerta de Soto la única diferencia que existe entre el socialismo real y el socialismo democrático es la que viene determinada por la intensidad de la agresión contra el individuo. Por tanto, ninguno de ellos deja de representar una amenaza. No obstante, el socialismo democrático es más peligroso por cuanto que tiende a crear la ilusión de que no existe tal agresión, ya que la misma es ejercida por unos representantes democráticamente elegidos por los ciudadanos. Se oculta así que las consecuencias teóricas del socialismo democrático siguen siendo las mismas que las del socialismo real. A este respecto, Huerta de Soto afirma: «Y es que el que existan o no elecciones democráticas no afecta para nada al problema básico de ignorancia inerradicable en el cual se encuentra todo órgano director encargado de ejercer la coacción sistemática.»

En la clasificación que hace Huerta de Soto existen además otros socialismos aparte de los dos que acabamos de reseñar. También coexiste un socialismo conservador, un socialismo cientista, un socialismo cristiano, y un socialismo sindicalista. En todos estos casos, las ideas colectivistas han conseguido sobrevivir a la implosión y el desprestigio que sufrió el socialismo real después de la debacle y las masacres que ocasionó por toda Europa en la primera mitad del siglo XX (sus defensores ya no pueden usar a Stalin como ejemplo de dignidad, no obstante siguen defendiendo las mismas ideas de otra manera). Pero de todos ellos, tal vez el tipo que mejor representa esa supervivencia, el que más se ha aprovechado de la modernidad, y el único que participa de la misma, sea el socialismo cientista. Este socialismo promueve la coacción y disculpa el exterminio de las masas recurriendo a la idea de la supuesta superioridad de los intelectuales y los científicos, los cuales creen disponer de una información y conocimientos adecuados para dirigir y someter al resto de ciudadanos. El racionalismo exagerado no reconoce ningún límite. La arrogancia del intelectual no se detiene ante ninguna evidencia. Solo le mueve la absoluta seguridad de que tiene razón. En esa actitud se esconde el secreto de su pervivencia. El progreso viene acompañado por un sinfín de éxitos, y un mayor conocimiento, lo cual facilita las cosas para que el hombre acabe pensando que no existe ningún límite a sus capacidades. No se da cuenta de que, en palabras de Mises, es imposible que «en el socialismo pueda generarse la información práctica en forma de precios de mercado que se precisa para hacer posible la división intelectual del conocimiento que exige una sociedad moderna y que solo surge como consecuencia de la capacidad creativa de la acción humana o función empresarial.» Esa función empresarial solo se puede ejercer a través de la subjetividad, y ningún órgano de poder, por muy preparado que esté, es capaz de aprehender dicha información, menos aún si existen millones de individuos cada uno con un pedacito encapsulado de conocimientos.

Como dice Menger: «la acción y actitud comercial del empresario surge de su posición en el proceso económico y se pierde cuando tal posición desaparece.» Según Menger, la posición del individuo es única y por tanto el individuo es el único capaz de identificar cuáles son los intereses, personales o empresariales, que habrá de perseguir. 

De todos los socialismos que existen, Huerta de Soto considera con buen criterio que aquel que más se merece su atención es el socialismo cientista. En los capítulos posteriores a la clasificación que realiza, se entretiene únicamente en criticar este tipo de socialismo. Y no es para menos. Como hemos dicho, este es el socialismo que más debe llamar nuestra atención, no solo porque se basa en una ignorancia erradicable, y por tanto subsanable, sino también porque consiste en arrogarse unas capacidades inexistentes sumamente peligrosas, que surgen del propio hecho de conocer y que se perpetúan con el tiempo. El conocimiento insufla en el hombre una seguridad excesiva, y le aboca a un comportamiento irresponsable e infundado, que se perpetúa a lo largo de la historia, en la misma medida que lo hace el progreso y el desarrollo. 

Huerta de Soto empieza haciendo un análisis del marxismo, al cual define como un ideario forjado en la seguridad que detentan aquellos que creen tener un conocimiento inverosímil, el conocimiento que se supone cuando se piensa que toda la información está dada y que no existe límite alguno. Todo esto lleva a pensar que no hace falta el dinero, o que todo el sistema disfruta de un equilibrio y una estabilidad permanentes, que los capitalistas siempre intentan destruir con sus medidas competitivas, desiguales e inestables.

A continuación, Huerta de Soto pasa a criticar esas ideas herederas del marxismo, basadas también en un exceso de seguridad, y que afirman que lo único necesario es solucionar unas cuantas ecuaciones matemáticas más o menos complejas. Así, nos dice: “Aunque en algún momento pudieran llegar a solucionarse los complejísimos y numerosos sistemas de ecuaciones planteados por los teóricos de la similitud formal, siempre quedaría en pie el problema teórico e irresoluble de hacerse con la información relevante necesaria para formular tales ecuaciones.” Según nos recuerda Huerta de Soto, Hayek siempre centró su defensa del capitalismo en el argumento teórico fundamental relativo a la imposibilidad de hacerse con la información necesaria para formular las correspondientes ecuaciones, mientras que al problema de la solución algebraica solo le concedió una importancia subsidiaria. El problema radica en la imposibilidad teórica de que un órgano central de control pueda hacerse con la información necesaria, y no en la dificultad práctica de resolver un sistema algebraico de ecuaciones muy numeroso, lo que se vino a llamar la solución matemática.

Uno de los representantes más importantes de esta solución matemática fue Oskar Lange, el cual consideraba que podía llegar a una aproximación muy ajustada mediante un procedimiento de prueba y error. Sin embargo, aunque este mecanismo permite sin duda un acercamiento mayor, ningún procedimiento puede resolver el problema principal de la imposibilidad del socialismo.

Otra corriente de la escuela del equilibrio (conocida genéricamente como planometría) pretendía nada más y nada menos que reemplazar el proceso competitivo empresarial por un mecanismo que permitiese pre-coordinar de forma centralizada la sociedad, a través de un diálogo informático que conseguiría establecer los precios y transmitir a continuación las instrucciones necesarias para que los productores pudiesen fabricar las cantidades de bienes que fuesen objetivamente necesarias. No obstante, como dice Huerta de Soto, el conocimiento solo se genera en aquel procedimiento en el que los agentes pueden desempeñar libremente su función empresarial. Y, usando de nuevo a Hayek, nos recuerda que éste economista austriaco no tuvo más remedio que calificar de irresponsable esta creencia de la planometría, en especial por pensar que el conocimiento práctico, subjetivo, y no articulable puede ser transmitido en forma de diálogo informativo entre los agentes económicos y el órgano central de planificación. Hayek se refiere a la planometría como la máxima insensatez de toda farsa.

La solución competitiva es otra variante de ese socialismo de mercado que intenta reconciliar el ideario marxista con el capitalismo, imposible de rechazar en las sociedades modernas. Uno de sus máximos representantes, Heimann, entiende la importancia esencial que tienen los precios y el mercado, pero, sin embargo, desea a toda costa establecer un sistema plenamente socialista. Para ello propone una competencia pacífica y amistosa. Mises dice que no es posible concebir como vía intermedia la posible existencia de un socialismo de mercado. Hay que recalcar una vez más que resulta imposible conocer la información de mercado y que por tanto no valen las vías intermedias, ni las medias tintas. Si no existen verdaderos empresarios, no es posible tampoco que persigan libremente el beneficio y que sepan qué medios y qué información es la más relevante para ellos. Por eso Huerta de Soto afirma que la propuesta de Lange, y en general la de todos estos socialistas de mercado y formalistas matemáticos, sigue anclada en el viejo y caduco objetivismo de Ricardo y Marshall y en la idea falsa de un mundo en equilibrio, completamente estático.

Por todo ello Huerta de Soto recalca que el socialismo de mercado «es un intento esencialmente contradictorio e inalcanzable de lograr una absoluta cuadratura del círculo.»

V. Conclusiones

Huerta de Soto concluye su libro de la siguiente manera: «Como resultado de nuestro análisis de las propuestas de Oskar Lange y del resto de socialistas de mercado, podemos concluir que teórica y prácticamente solo hay dos alternativas: o bien existe una completa libertad para el ejercicio de la función empresarial, o bien se coacciona de manera sistemática y generalizada la función empresarial en áreas más o menos extensas del mercado y la sociedad, y en concreto se impide la propiedad privada de los medios de producción… lo que los socialistas no quieren entender es que basta con que se restrinja violentamente el libre actuar humano en cualquier área social, y especialmente en aquella relacionada con los factores o medios de producción, para que el mercado, que es la institución social por excelencia, deje de funcionar de manera coordinada y de generar la información práctica que se precisa para hacer posible el cálculo económico.»

Huerta de Soto se refiere en concreto a la afirmación de Anthony de Jasay, para el cual hablar de socialismo de mercado es tan contradictorio como referirse a la nieve caliente, a una puta virgen, a un esqueleto obeso, o aun cuadrado redondo. No hay duda de que existe una incompatibilidad absoluta entre la competencia del mercado y la planificación central.

Huerta de Soto concluye que el ideal socialista es radicalmente contrario a la naturaleza del hombre, al basarse en la violencia y la coacción de la más íntima y esencial característica del ser humano: su capacidad para actuar libremente: «De esta manera el socialismo estaría, por ir en contra de la naturaleza del género humano, condenado inexorablemente al fracaso. Y es que, desde esta óptica, ciencia y ética no son sino las dos caras de la misma moneda. Por eso es que sus consecuencias tienden siempre a converger haciéndose coincidentes.»

La ignorancia culta (que acusan muchos científicos e intelectuales), al ir en contra de la esencia del individuo: de su subjetividad, y al arrogarse unas capacidades objetivas ciertamente inexistentes, ha conducido a las sociedades hacia una situación de inmoralidad nunca antes vista. Como dice Huerta de Soto en la última parte de su libro: “puede considerarse una inmensa tragedia que hayan tenido que transcurrir tantos años de indecible sufrimiento de millones de seres humanos para que se haya puesto históricamente de manifiesto algo que ya desde un principio, y gracias a las aportaciones de la Escuela Austriaca de Economía se sabía teóricamente que por fuerza tendría que ocurrir. De tal sufrimiento humano son especialmente responsables, no solo una mayoría de los miembros de la propia comunidad científica, al pasar negligentemente por alto e incluso ocultar dolorosamente el contenido del análisis austriaco del socialismo, sino también ese torpe positivismo  trasnochado, aún imperante y de acuerdo con el cual solo la experiencia, al margen de cualquier teoría, sería capaz de poner de manifiesto las posibilidades de supervivencia de cualquier sistema social.”

El positivismo y el cientificismo aún imperan en nuestros días, es más, se han convertido en los representantes más elocuentes de aquel ideal socialista que otrora causara tantos millones de muertos. Un cientismo que se ha convertido en el elemento más peligroso de todos los que amenazan la paz y el desarrollo social, en tanto en cuanto constituye la única forma de socialismo a la que los años le sientan bien. No en vano, el cientismo es hijo indiscutible del progreso, y el progreso está directamente relacionado con el transcurso del tiempo. A medida que avancemos, iremos adquiriendo también un conocimiento mayor, aumentará la motivación de los petulantes y los vanidosos, y tendremos que aguantar todavía muchas más manifestaciones de ese socialismo arrogante que pretende emular a Dios. 

Todo esto exige una respuesta clara por parte de aquellos que creemos que los individuos no pueden ser moneda de cambio, ni suponer una variable más en el experimento loco de algún científico o intelectual. En consecuencia, deberemos luchar para reducir la ignorancia que supone asumir todas esas ideas socialistas, y regocijarnos al contemplar el éxito de nuestra campaña. Debemos unirnos al grito de guerra de Huerta de Soto, el cual dice: «Si esto es así, consideraremos un motivo de gran honor y satisfacción el haber aportado nuestro pequeño grano de arena para la destrucción de lo que no ha sido sino otro grave e injustificado mito de la ciencia económica.»

Índice

Abstract……………………………………..………………………..3

I. Las causas del socialismo………………………………………………..4

II. Las causas del socialismo inculto………..……………………………..6

III. Las causas del socialismo culto………………….……………………..17

Conclusiones……………………………………………………………..21

Bibliografía

Hayek, F.A. (2011). La Fatal Arrogancia. Madrid: Unión Editorial.

Huerta de Soto, J. (2010). Socialismo, Cálculo Económico y Función Empresarial. Madrid: Unión Editorial.

Mises, von Ludwig (2011). La Mentalidad Anticapitalista. Madrid: Unión Editorial. 

Rand, Ayn (2008). Capitalismo, el ideal desconocido. Ediciones Grito Sagrado.

Rothbard, M. (2013). Historia del Pensamiento Económico. Madrid: Unión Editorial.

Rothbard, M (2013). Hacia una Nueva Libertad. Madrid: Unión Editorial.

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Acerca de Eladio

Licenciado en biología. Profesor de instituto. Doctorando en economía.
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