Un gen egoísta muy andarín dijo:
«Tantísimos cuerpos ya ví.
Se creen muy despiertos
pero yo soy eterno.
No son más que mis máquinas
de sobrevivir».» (Richard Dawkins)
Leer a Dawkins es un ejercicio de humildad sin precedentes. Si acaso, solo puede compararse con aquella otra humillación que aconteció tras los descubrimientos de Galileo. La sensación que uno tiene es la de estar leyendo una novela de ciencia ficción, salvo por el hecho de que en ella no se describe un futuro lejano, sino toda la historia de la Tierra. Tampoco estamos ante una utopía, más bien asistimos a una distopía indeseable. El hombre queda empequeñecido cuando se compara con el propósito ciego de la naturaleza. Su desaparición no significa nada. Ya sabíamos que no habitamos el centro del universo. Pero gracias a Dawkins también conocemos la ridícula función que nos ha sido asignada en esta esquina del cosmos: servir de carcasa para un gen. Nuestro ego se ve rebajado sustancialmente cuando comprendemos que estamos siendo (todo el tiempo) utilizados y despreciados por una simple molécula apenas perceptible.