La filosofía política es con mucho la doctrina más importante que existe. Abarca un área de estudio muy extensa, que involucra a muchas disciplinas académicas. Tiene la vocación de explicar un gran número de fenómenos físicos. Por ende, representa un ámbito intelectual idóneo para acometer la unificación de todo el conocimiento y para hacer una interpretación y clasificación general de todas las ideologías que salpican el panorama cultural.
La filosofía política es una disciplina omnicomprensiva, no porque alcance a comprender todo el abanico de detalles que enriquecen la realidad, sino porque extiende su análisis cubriendo diversos órdenes. Incluye el estudio de las leyes naturales más elementales (filosóficas), y también el de aquellas otras más específicas que rigen la ordenación de la sociedad humana (políticas).
Los filósofos son estudiosos que parten siempre de presupuestos universales, y que intentan a continuación construir con esas teorías una red de explicaciones suficientemente amplia. Por su parte, la política pretende aplicar esos fundamentos básicos en el ámbito concreto del ser humano. Si unimos estas dos disciplinas obtenemos la filosofía política, la cual consistirá en usar los elementos más importantes del pensamiento, los fundamentos, en aquellas áreas que más le interesan al hombre, las sociedades. No existe otra ciencia que pueda afirmar esto.
A su vez, esta visión omnímoda de la filosofía nos obliga a considerar también dos clases de leyes. Los fundamentos más básicos de la realidad están constituidos por leyes naturales (filosóficas). Mientras que su aplicación en el ámbito del ser humano da lugar a las leyes sociales (políticas), las cuales rigen la vida de todos los individuos. Esta dicotomía trascendental ya se puede verificar en los clásicos. Es la dicotomía que mantienen los griegos entre lo artificial y lo natural. Para Hayek, es la dicotomía entre Kosmos y Taxis.
Todas las disputas que acontecen cuando el hombre intenta establecer las normas que deberían regir el ordenamiento social, se pueden resumir de manera lacónica apelando a esos dos conceptos legales, el Kosmos y la Taxis, lo natural y lo artificial, la ley de la naturaleza y la aplicabilidad de esa ley en el ámbito comunitario. Como hemos visto, la filosofía política tiene un carácter omnicomprensivo, ya que integra en su visión las dos clases básicas de leyes que existen. Por un lado, aborda principios fundamentales, y por el otro intenta determinar su aplicabilidad en el ámbito social. Por eso, si usamos los dos tipos de leyes que trata esa filosofía (Kosmos y Taxis; ley natural y ley artificial), y los cruzamos utilizando una tabla de doble entrada, aparecen de inmediato todos los idearios que existen, y todos quedamos retratados. En general, todas las ideologías tienen su origen en el análisis de los problemas que enfrentan aquellos que intentan definir y aplicar esos dos tipos de leyes (leyes naturales y leyes artificiales), origen que acontece siempre en el cuadrilátero político que dispone la filosofía a tal efecto. A continuación se expone esta tabla.
Nuestra obligación ahora es pasar a detallar las cuatro variantes ideológicas que se intercalan en el casillero del cuadro que acabamos de exponer.
Socialismo. El socialismo es el control por parte de la sociedad, organizada con todos sus integrantes, tanto de los medios de producción y comunicación como de las diferentes fuerzas de trabajo aplicadas a la misma. El socialismo implica por tanto una planificación estatal y una organización colectivas. Los socialistas reclaman siempre una ley artificial omnímoda (que se haga cargo de esa planificación) y por lo mismo ignoran y ningunean cualquier ordenación que tenga una causa más natural. Por consiguiente, el socialismo establece unas normas artificiales que eclipsan cualquier regla que emane de la conveniencia espontánea y natural de los individuos que viven y medran al margen de la política y el Estado.
El socialismo puede ser de muchos tipos (la utopía y la mentira siempre han gozado de gran aceptación) Puede ser un socialismo laico o religioso, totalitario o democrático, ingenuo o avieso, militar o popular. Pero en todos los casos esas visiones políticas obedecen sin duda a una conquista social ilusoria y engañosa. Así por ejemplo, el “liberalismo socialista” de los constructivistas seculares aboga por crear una sociedad civil perfecta. En su caso, solo conciben la libertad como un estado fetén. De suyo es sabido que para el socialista cualquier padecimiento humano supone una injusticia evitable. El hombre solo será libre si alcanza una existencia al margen de cualquier condicionamiento o sufrimiento natural o social, casi como si se tratase de un semidiós. Los constructivistas seculares aspiran a crear un paraíso terrenal donde los seres humanos sean iguales en todo, es decir, donde todos puedan alcanzar cualquier cosa que se propongan (parusía totalitaria). El igualitarismo que persiguen los socialistas solo hallará descanso el día que se erradique toda distinción, ya que cualquier mínima diferencia supone siempre algún impedimento para algunos individuos (de ahí que solo quieran que exista una única clase social). Pero no se quedan ahí, también justifican todo ello apelando a unas fuerzas irrenunciables, históricas y universales, articuladas en torno a la idea sacrosanta de la dialéctica de Hegel y el materialismo histórico, un milenarismo inexorable e ineluctable que acabará necesariamente cuando la clase proletaria consiga derrotar a la burguesía y alcance para siempre la gloria edénica. En consecuencia, conciben el camino al paraíso que imaginan dentro de sus cabezas como un recorrido de fuego y sangre, en el que a ambos lados habrán de ir quedando los cadáveres de aquellos individuos que no pertenezcan a la clase trabajadora. Esta visión constituye un cheque en blanco para asesinar a una buena parte de la población, al renegado, al blasfemo o al distinto. Por tanto, solo es otra forma de racismo, una que se fija, no en el color de la piel, sino en la clase o condición social del afectado.
Por su parte, el “liberalismo socialista” de los constructivistas religiosos promete una libertad de tipo etéreo, una libertad salvífica, un mundo extraterrestre gobernado por leyes divinas (que tampoco son naturales) y al que solo podemos acceder después de la muerte física, tras cumplir los mandatos teocráticos que vienen impuestos desde arriba.
No obstante, tanto los constructivistas seculares como los religiosos requieren para sus hazañas de un Estado suficientemente grande y necesariamente poderoso, que ofrezca una salida a todas sus aspiraciones de dominación. Por tanto, su cometido consistirá siempre en exaltar las normas artificiales que inventan esos hombres ensoberbecidos por el mando y el afán de dominio, y en ningunear las leyes naturales que habitualmente se oponen a esas reglas elucubradas y fabuladas en los califatos del poder por los hombres de estado. Llamamos socialismo a la expresión política que reúne bajo su férula a todas esas aspiraciones artificiales (constructivistas) que en mayor o menor medida vienen a negar algún aspecto importante de la naturaleza humana. Los socialistas, laicos o religiosos, obsesionados todos por construir una Taxis perfecta, suelen olvidar con frecuencia los aspectos más relevantes del Kosmos.
Anarquismo. El anarquismo es una filosofía política y social que llama a la oposición y abolición del Estado, y por extensión de toda autoridad jerárquica o control social que se imponga al individuo, por considerarlas indeseables, innecesarias y nocivas. Los anarquistas rechazan cualquier ley, no se avienen a las normas estatales, pero tampoco aceptan aquellas que surgen en el ámbito privado. Por consiguiente, lo que proclaman es un sistema ácrata, afirman que el hombre no debe ni puede estar sometido a ningún tipo de condicionamiento. No creen en leyes estatales. Pero tampoco aceptan aquellas otras que se derivan de la propiedad privada, el comercio libre, y la organización capitalista. Es decir, se niegan a aceptar esas reglas consuetudinarias que surgen de forma natural, como resultado de las consecuciones y los logros voluntarios de los distintos individuos. Para el anarquista, cualquier institución social es autoritaria. Rechazan la organización deliberada y también la que resulta del orden espontáneo. Ahora bien, como la naturaleza impone unas reglas que no se pueden desdeñar, dado que la libertad supone asumir unas diferencias entre los hombres que surgen del mero hecho de vivir, como los anarquistas rechazan también las imposiciones naturales que resultan de esa situación, todos los que abrazan esta suerte de ideología se ven obligados sin pretenderlo a imponer unas normas que contravienen la evolución natural de la sociedad. Por tanto, un anarquista no es otra cosa que un socialista inconsciente de su condición. En ambos casos se adopta una ideología totalitaria. La diferencia entre unos y otros radica en la concepción que tienen de ese poder coactivo. Unos lo aceptan y lo defienden (socialismo). Los otros lo ignoran (anarcocomunismo). Pero en cualquier caso todos lo necesitan, todos intentan eliminar el orden espontáneo de la naturaleza y su corolario social, las diferencias y los méritos que surgen al aceptar dicho orden. Los socialistas son conscientes de la necesidad de establecer una regulación hegemónica distinta. En cambio, los anarquistas piensan ingenuamente que es suficiente con desear una sociedad en la que no exista ningún condicionamiento físico. Pero como quiera que los hombres somos distintos, unos más capacitados que otros, dado que la evolución y la libertad de la sociedad dependen del grado de permisibilidad de todas esas manifestaciones distintas, al anarquista solo le queda una única opción: subvertir el orden que emerge de forma espontánea y que deriva en el capitalismo, y solo tiene una herramienta: la ley artificial de la dictadura. El anarquismo no es otra cosa que un socialismo ingenuo que desconoce que para librarse de cualquier condicionamiento natural es necesario aplicar algún condicionamiento social. En principio, esta ideología consiste en negar tanto el Kosmos como la Taxis. Aunque, como hemos visto, subrepticiamente acaba implantando una Taxis particular y lo único que se niega es el Kosmos. En el fondo, no cabe otra alternativa. La realidad necesita siempre de algunas reglas.
Anarcocapitalismo. El anarcocapitalismo (conocido también como anarquismo de mercado o anarquismo libertario) es una filosofía política que promueve la eliminación del Estado y la protección de la soberanía del individuo por medio de la propiedad privada y el mercado libre. En una sociedad anarcocapitalista, la policía, los tribunales y todos los otros servicios de seguridad tendrían una financiación privada y serían prestados por empresas de competencia en un mercado completamente abierto. Por tanto, las actividades personales y económicas serían reguladas exclusivamente por la ley de gestión privada, en lugar de a través de la política.
Los anarcocapitalistas resaltan el papel único del orden natural espontáneo. Por consiguiente rechazan cualquier forma de gobierno artificial. No obstante, dado que la naturaleza del hombre tiene una doble vertiente, hegemónica y voluntaria, los anarcocapitalistas subestiman el peligro que deparan también esas acciones naturales. Los estados totalitarios surgen en último lugar como resultado de la naturaleza servil del ser humano. Evidentemente, el orden espontáneo tenderá a seleccionar aquellos sistemas que sean más eficaces y cuyos esfuerzos ímprobos por progresar se vean respaldados por unas leyes permisivas. Puesto que la eficacia de una sociedad se mide por la libertad de sus ciudadanos, parece probable que el algoritmo evolutivo tiene que acabar favoreciendo a las sociedades libres, al tiempo que provoque la extinción de aquellas otras que no asuman esa condición. En cierta medida esto es lo que pasa. Pero falta considerar la otra vertiente de la naturaleza humana. El hombre también está condicionado por su ignorancia, su servilismo y su afán de poder. En consecuencia, el orden natural también conlleva una maldición nefasta, el establecimiento de regímenes totalitarios en muchos casos más promiscuos y estables que los sistemas libres. Todo lo cual ha dado lugar a una lucha sempiterna entre dos visiones completamente distintas, las que defienden la libertad del individuo y las que vulneran permanentemente esa libertad. La historia del hombre es una continua lucha entre dos formas de entender el mundo, lo cual viene a constatar esa doble condición. Por consiguiente, los anarcocapitalistas, al asumir que el orden espontáneo debe dar lugar necesariamente a una sociedad mucho más libre, están obviando una de las dos características y derivas que adopta el ser humano de forma natural, aquella que supone un incremento de la violencia y la coacción hacia el resto de los ciudadanos. Y en consecuencia, están sentando las bases para que devenga ese tipo de sistema, creado en torno a unas relaciones de poder hegemónicas que surgen igualmente de forma natural, aun a pesar de que no exista ninguna fuerza compulsiva estatal. En definitiva, los anarcocapitalistas hacen exactamente lo contrario de lo que hacen los socialistas y los anarquistas puros (o anarcocomunistas). Estos solo confían en las leyes artificiales; en Estados poderosos. Aquellos en cambio se encomiendan tanto a las leyes naturales, al Kosmos, que acaban olvidando que las tiranías estatistas que ellos rechazan hallan su fuente primordial en la naturaleza individual del ser humano, que solo se puede combatir eficazmente implementando algunas reglas artificiales (Taxis) que se opongan a esos comportamientos y corrijan en la medida de lo posible todas esas desviaciones éticas.
Minarquismo. El minarquismo, llamado algunas veces estado mínimo o gobierno limitado, propone que el tamaño, papel e importancia del Estado en una sociedad libre debería ser mínimo, solo lo suficientemente grande como para proteger el espacio privado de cada individuo, maximizar su libertad y su independencia, y garantizar la neutralidad de las leyes.
El minarquismo es la única ideología que no rehúsa el análisis de ninguna dimensión de la ley, aceptando su integración completa y su carácter doble, artificial y natural. Negar la existencia de uno de estos dos aspectos legales es tan absurdo como negar la propia realidad, y normalmente redunda en mayores problemas. La ley natural (el Kosmos) es un atributo existencial inerradicable. Por su parte, la ley artificial (la Taxis) también es un aspecto sustancial de la naturaleza humana, es la capacidad deliberativa y organizativa que supone el desarrollo del pensamiento del hombre. Evidentemente, hay que saber hasta dónde llega esa capacidad de decisión. Pero no es posible negarla (algunos anarquistas de mercado llegan a afirmar que no existe ningún interés común, ninguna apreciación colectiva, ningún estado general). Cuando comprendemos que la sociedad se rige mayoritariamente por un orden natural espontáneo (ley natural), asumimos también la incapacidad y la inutilidad de intervenir en dicho orden. Pero, si tampoco obviamos el orden artificial, como hacen los anarcocapitalistas, podremos armar un sistema legal enfocado exclusivamente a la fortificación y apuntalamiento de esas normas naturales tan importantes. La expresión más completa del liberalismo, la mayor defensa de la libertad individual, deviene cuando se aceptan las reglas naturales que dirigen la vida y gestionan las motivaciones internas de todos los individuos, y cuando se asumen al mismo tiempo algunas reglas artificiales encaminadas a garantizar el orden espontáneo de la naturaleza. Lo único que hace falta entender es que esas reglas artificiales se refieren exclusivamente a cuestiones muy básicas y generales, que no entran a valorar los aspectos y los actos más particulares de cada uno de los individuos, sino que solo previenen de su incumplimiento general, garantizando de esa manera que todas las personas dispongan de la posibilidad de elegir el camino que quieren seguir, y cuáles van a ser los actos particulares que desean efectuar.
Una de las mejores cosas que podemos hacer los intelectuales a la hora de evaluar las leyes de la naturaleza (y de la sociedad) es la de insistir en diferenciar dos categorías distintas. Las reglas que afectan a los hechos particulares, como por ejemplo las que se deben debatir dentro de una comunidad o una asociación (ej. el tipo de puerta que habrá de colocarse en la entrada de una urbanización) deben someterse necesariamente a votación. Asimismo, las reglas por las que cada cual se quiere regir, y cuya aplicación no afecta a las decisiones que también toman los demás, no deben estar sometidas a la votación de nadie. Pero no pasa lo mismo con aquellas reglas más generales que no pueden tener alternativa y que son universales y necesarias. Los democraticistas intentan someter todo a plebiscito popular. Al hacer esto, ponen en duda las leyes más generales e importantes, que deberán someterse en cualquier caso al arbitrio de la mayoría, y al mismo tiempo se entrometen en aquellas otras normas que solo deben dirimirse en el ámbito privado del individuo. En ambos casos incurren en medidas coactivas que disminuyen gravemente la libertad de las personas, bien porque no se respetan sus derechos más fundamentales, bien porque no se permite que decidan sobre asuntos que solo les afectan a ellos.
En un análisis introductorio que Zanotti hace a la obra de Hayek, el filósofo argentino comenta lo siguiente: “El cosmos se refiere a un orden no planificado, fruto de la acción humana pero no del designio humano. Taxis, en cambio, hace referencia a órdenes en lo social que los seres humanos pueden deliberadamente planear. La distinción entre sus dos tipos de normas es esencial para la filosofía política de Hayek, inseparable en su filosofía del derecho. La ley Law emana como normas espontáneas del orden social, al igual que la common law inglesa. Mientras que la legislatión hace referencia a disposiciones administrativas que emanan de organismos ad hoc, donde los seres humanos pueden deliberar, decidir, planear.” (Zanotti, 2008). Lo que yo propongo y defiendo en este artículo viene a constatar lo que Zanotti intenta resaltar en la cita que se muestra más arriba. Defiendo una visión hayekiana, la admisión de una dicotomía legal, de leyes naturales basadas en la acción individual, la propiedad privada, y la competencia comercial, y reforzadas con una constitución general ad hoc.
Otro de los autores que más se ha empeñado en resaltar el doble aspecto de las leyes y la realidad es el profesor Jesús Huerta de Soto: “…no podemos dejar de resaltar que precisamente es el carácter esencialmente subjetivo de los elementos de la acción humana (fines, medios y costes) lo que, de forma tan solo aparentemente paradójica, confiere plena objetividad a la economía, en el sentido de que esta sea una ciencia teórica cuyas conclusiones son aplicables a cualquier tipo de acción [praxeología]”. (Huerta de Soto, 2010)
Algunos no entienden que la subjetividad y la objetividad no son categorías incompatibles, que al contrario deben basarse la una en la otra y ser aceptadas e integradas en cualquier paradigma y programa de investigación. Todas las teorías sociales que se basen en valores subjetivos y que alaben las acciones individuales tienen al mismo tiempo una validez universal indiscutible, completamente objetiva, precisamente porque esa subjetividad es un presupuesto irreductible, que no cabe referirlo a ningún otro ni explicarlo más, como diría el profesor Huerta de Soto. Nótese que esta declaración no es fruto de un racionalismo extremo, como en cambio nos dirían los relativistas y los evolucionistas radicales. Defender una verdad absoluta basada en la subjetividad del individuo, es decir, concebir la subjetividad como un presupuesto irreductible, no significa afirmar que se puede conocer todo, más bien significa todo lo contrario: como es imposible conocerlo todo, existe una única verdad absoluta, la de esa imposibilidad, y una ley también absoluta, la que se basa en esos valores subjetivos y parciales. Además, aspirar a que esa ley se cumpla y se aplique políticamente con carácter general no es incurrir en una excepción nefasta, como afirmaría Gustave de Molinari, el primer anarquista de mercado. Todo lo contrario, esas aspiraciones eliminan cualquier incumplimiento de la norma, cualquier negación de la misma. Solo aquellos exégetas que confunden el contenido y el continente de la ley, esto es, lo que la ley dice (el alegato en defensa del hecho subjetivo y del subjetivismo en general) y lo que la ley es (el presupuesto objetivo) piensan que el carácter neutral y universal que tiene la misma debe quedar subsumido en el carácter subjetivo, cambiante y particular, que tienen los hechos y las empresas que se describen con ella. Entonces, quedan dispuestos a renunciar a cualquier órgano general (estatal), y a dejarlo todo en manos de entidades privadas y asociaciones legales de carácter ecléctico.
Una de las cosas que más me han impactado, cuando he tenido la oportunidad de conocer de cerca el pensamiento de algunos liberales austriacos, es lo mucho que ha prendido en esta corriente de pensamiento el germen nefasto del relativismo cultural. Yo pensaba que esta forma de irracionalismo había sido purgada del ideario liberal de la escuela austriaca, que yo entendía completamente racional. Para mí la escuela austriaca representa el mayor baluarte que existe para la defensa de unos principios generales y objetivos. Pero algunos parece que entienden el subjetivismo que pregonaba Menger, y que enfatiza el austrianismo en general, de un modo totalmente retorcido, como legitimador de una arbitrariedad y unas convenciones caprichosas y temporales. Cabría resaltar que el subjetivismo solo cobra sentido cuando se interpreta como lo que es, como un principio gobernador del universo. Subjetivismo no quiere decir que todo sea subjetivo e interpretable, sino que todo proviene del sujeto y del individuo. Son dos cosas muy distintas que no se deberían confundir si queremos ofrecer un discurso coherente. Si todo proviene del individuo, no es posible relativizar esta afirmación, como vienen haciendo muchos diletantes y algunos expertos, sino afirmarla y defenderla de manera absoluta. Resulta irónico que la escuela austriaca, que ha sido y es bastión de las verdades más generales, albergue también el lupanar que más se ha empeñado en prostituir el concepto del individualismo, y el muladar que han elegido los relativistas de la nueva hornada para arrojar los residuos que produce su ideario.
Los anarquistas de mercado se obcecan tanto con la idea del subjetivismo y el individualismo metodológico que afirman que el Estado es siempre un ente maléfico y perverso, y no admiten ninguna cualidad colectiva que de suyo sea buena. Al hacer esto, no se dan cuenta que están yendo en contra del propio principio que dicen defender, aquel que les lleva a odiar todo lo que tenga que ver con el Estado, el principio de la libertad individual. Cualquier principio, y más aquellos que tienen un carácter tan importante (caso de la libertad individual), presentan una dimensión colectiva indiscutible, su esencia de principio, esto es, la descripción necesaria de un fenómeno general. Los anarcocapitalistas acaban negando uno de los elementos de la realidad, el carácter objetivo y conjunto que tienen ciertas propiedades naturales, la constatación de que los seres humanos constituimos también una entidad única, que tenemos todos una misma identidad. Negar la sociedad como conjunto también puede suponer un error intelectual muy grave. Dicho error conduce al ocultamiento de una verdad común, la más importante que existe, el carácter distintivo y particular de todos los individuos que integran y que forman la sociedad. Por refutar el socialismo, los liberales a veces acaban negando la aplicación colectiva de cualquier principio o regla general, y caen en la equivocación de negar también la esencia del propio principio que dicen defender, la naturaleza continental y absoluta de la verdad que ellos quieren afirmar: el fundamento de la individualidad.
No deberíamos olvidar que el principio de la libertad individual se compone de dos elementos fundamentales, un elemento general y absoluto (el carácter de principio), y un elemento particular y privado (el hecho individual). Asumir que la naturaleza está constituida por una realidad doble, individual y general, entender que los principios más fundamentales tienen siempre un carácter absoluto, y comprender que dicha ecumenicidad debe estar representada en las instituciones por un organismo que tenga la misma característica, es el mayor favor que podemos hacer los hombres a la causa de la libertad, y es exactamente lo contrario de lo que hacen aquellos que obvian esa naturaleza absoluta (anarcocapitalistas y evolucionistas radicales), o aquellos que dicen que el principio absoluto consiste en negar la libertad del individuo (socialistas).
Cuando se ningunea el carácter más básico de las leyes, su ecumenicidad, se tiende a poner a los hombres, sus arbitrariedades y sus actitudes caprichosas, por encima de aquellos valores que conforman el verdadero credo del liberal y que protegen a los individuos de los tiranos que quieren someterlos. Por eso, Hayek deja bien claro que el nudo gordiano de cualquier declaración liberal consiste en poner a las leyes por encima de los hombres. Por supuesto, huelga decir que dichas leyes deberán proteger la libertad del individuo, ya que de lo contrario seguiríamos quedando al albur de esos hombres. En el capitulo doce de su obra Los fundamentos de la libertad, Hayek arremete de forma clara contra todos estos arbitrismos: “Tanto en la conducta social como en la individual, tan solo podemos acercarnos a una medida de racionalidad o consistencia al tomar decisiones particulares, sometiéndolas a principios generales independientes de las necesidades momentáneas. Al igual que cualquier otra actividad humana, la legislación no puede pasarse sin la guía de los principios si quiere tener en cuenta las consecuencias que de ella se deduzcan… para preservar la bendición e la libertad es absolutamente necesario recurrir constantemente a principios fundamentales.” Hayek nos recuerda entonces las palabras que escribió C. H. McIlwain en Constitutionaslism and the Changing World: “despojado de lo que podríamos denominar su vaina, el liberalismo es constitucionalismo; es el gobierno de las leyes y no de los hombres”.
De este modo, podemos decir que la prevalencia de los hombres sobre las leyes conlleva siempre diversas consecuencias nefastas. En la democracia se tiende a pensar que los votos de los hombres tienen que decidir en cualquier caso el carácter que deberán tener las normas que estos se concedan en determinados momentos de su historia, como si todo lo que se votase se volviese inmediatamente legítimo. Esa creencia es la enfermedad moderna de los demócratas; su estado febril les lleva a pensar que todo debe someterse a plebiscito, y que solo cabe aceptar lo que se aprueba en sesión asamblearia. Precisamente ese pensamiento es simiente del totalitarismo más acerbo, ya que si todo debe quedar en manos de lo que decida la mayoría de la gente, esto necesariamente significa que vamos a tener que conculcar muchas decisiones minoritarias que forman parte del ámbito privado de las personas. Además, también conllevará la imposición de una visión utópica ciertamente nefasta, que cuando choca de bruces contra el muro de la realidad, suele rebotar con ira acusando a los demás de haber propiciado esa derrota (no obstante, que la mayoría vote una propuesta irreal, imposible de cumplir, y que ésta no se pueda llevar a efecto, no significa que estemos dando la espalda a la voluntad de la gente. Significa que esa voluntad se basa en supuestos imposibles)
Igual que en la democracia, en la tiranía se tiende a anteponer las voluntades arbitrarias a las leyes generales, con un resultado bastante parecido. En este caso, es la oligarquía cambiante la que sustituye a los políticos electos y acaba imponiendo esos arbitrismos, y la que toma las decisiones que habrán de conculcar los derechos universales del individuo.
Finalmente, incluso existen algunas corrientes liberales de corte anárquico (anarcocapitalistas) que llegan a coincidir con las anteriores afirmaciones al opinar que solo debe prevalecer una norma particular (privada), negando la existencia institucional de leyes generales (estatales). De la misma manera, algunos evolucionistas hayekianos se toman tan en serio la evolución y el cambio social que de nuevo niegan que existan principios generales independientes de todo tiempo y lugar. Así, ya sea porque solo dan crédito a la competencia privada o porque solo creen en el cambio evolutivo, ciertos liberales se olvidan de que esa evolución que tanto resaltan debe de basarse en algunas reglas invariables que sustancien todo el proceso. Los anarcocapitalistas creen en unas reglas absolutas (kosmos) pero no las traducen en reglas sociales (Taxis), no admiten el Estado. Por su parte, los evolucionistas no renuncian al Estado, pero afirman que no existen normas axiomáticas, y que todas las reglas son en cualquier caso convenciones transitorias. Sea como fuere, todos ellos pueden agruparse bajo una misma ideología, la cual se caracteriza por hacer de nuevo un análisis sesgado, en el cual se obvia uno de los dos elementos de la realidad, el aspecto más general de las leyes, promoviendo en su lugar el arbitrismo de los hombres, que acaba imponiéndose otra vez al carácter ecuménico de la norma.
Evolucionistas y anarcocapitalistas tienen en común el hecho de que ambos promueven una noción más descafeinada de la ley, que no apele tanto a la unidad y la universalidad. Aunque el modo que usan para llevar a cabo tal pretensión es distinto en cada uno de ellos. Los anarcocapitalistas rechazan cualquier implementación estatal y general de la norma, mientras que los evolucionistas hayekianos no reniegan completamente del Estado, pero a condición de afirmar que las leyes que éste representa jamás son construcciones invariables, y que por tanto pueden mutar en cualquier momento de la historia, y que en teoría no existen normas generales, y que todas son convenciones y aplicaciones útiles en determinadas situaciones, incluso aquellas más generales que no se pueden negar sin incurrir en graves aporías y cuyas afirmaciones no cabe discutir.
Estas nuevas interpretaciones del evolucionismo hayekiano obligan por tanto a expandir la tabla que presentamos al inicio de este artículo para poder apreciar todos los matices que distinguen a esas dos ideologías (anarquistas de mercado y evolucionistas hayekianos). El siguiente cuadro muestra claramente estas sutiles variaciones. Solo hace falta insistir en distinguir tres posiciones principales a la hora de considerar las leyes artificiales, los que creen en Estados grandes (intervencionistas), los que creen en Estados pequeños (minarquistas y evolucionistas) y los que no creen en absoluto en ningún Estado (anarcocapitalistas y anarquistas). Aclararemos también que, aunque tanto los constructivistas religiosos como los seculares requieren para sus hazañas de un Estado suficientemente grande y poderoso, esto es, de una ley artificial que acaba por anular y negar el núcleo esencial de la ley natural (la verdadera, la que se basa en la acción espontánea del individuo), los primeros acuden exclusivamente a leyes divinas que nada tienen que ver con la naturaleza y el funcionamiento físico de las cosas, mientras que los segundos sí que intentan apelar a ese funcionamiento, se autodenominan estudiosos de la naturaleza, aprueban la interpretación mecanicista del mundo, y justifican su postura recurriendo a unas fuerzas históricas y universales irrenunciables (la inevitable dialéctica de la historia y del materialismo, el milenarismo inexorable, y la llegada ineluctable de la victoria proletaria) que, a pesar de toda el aura mística que arrastran, pueden entenderse dentro del marco de otra ley natural, una que se opone radicalmente a la que defienden los liberales y los individualistas. Por eso, aunque en la primera tabla exponíamos indiferenciadamente a la teocracia y al socialismo (de uno o de otro modo todos son intervencionismos) y los representábamos juntos dentro de la misma casilla (la que quedaba fijada cuando se cruzaba la defensa de una ley artificial todopoderosa y el consecuente rechazo de la ley natural), ahora afinaremos más esa exégesis y convendremos en diferenciar dos tipos de constructivismo. Por un lado está la teocracia (constructivismo religioso), que no cree en sentido estricto en ninguna ley natural (física), pues basa toda su constitución en revelaciones divinas y reglas de carácter numinoso. Y por otro lado está el socialismo (constructivismo laico), que confía todas sus creencias y su normativa a unas leyes de la naturaleza erroneas. El socialismo utiliza la coacción generalizada y la ley estatal para arrumbar la ley natural que enraiza en la libertad del individuo. En ese sentido, deciamos que el socialismo rechaza el Kosmos y solo acepta la Taxis. Pero es necesario precisar ahora que ese rechazo no es hacia el Kosmos en sí, sino hacia esa ley natural que se basa en la soberanía incuestionable del individuo. En este otro sentido, el socialismo no reniega del Kosmos, sino que utiliza una ley natural equivocada (basada en la colectividad y no en la individualidad). Por eso ahora, en la nueva tabla, lo colocamos en una posición ligeramente distinta, a favor de la ley artificial, pero también a favor de una ley natural engañosa, que es la que viene a ratificar y corroborar el constructivismo secular, y la que deriva en esa defensa a ultranza del estatismo. Pero dejémonos ya de más explicaciones. Todas estas gamas ideológicas quedan mejor representadas en la tabla expandida que proponemos a continuación:
La única salida legítima para todas estas derivas ideológicas que vienen a ningunear, de uno o de otro modo, el carácter más básico de la ley (su generalidad) es la de aceptar una dicotomía legal, entender el aspecto doble que tienen todas las leyes por el hecho de serlo, y, en el caso del liberalismo, comprender que la defensa de la voluntad del individuo (relativa) es una égida incuestionable (absoluta). Solo de esa manera conseguiremos que la norma se anteponga a las decisiones arbitrarias del hombre. Solo de esa manera afirmamos y apuntalamos lo que para Hayek era la esencia del liberalismo, el establecimiento de unas leyes objetivas que ratifiquen los derechos de todos los individuos. Y el único órgano que está capacitado para aplicar esas leyes generales es el órgano estatal, que también es una entidad general. No en vano, Hayek defendía la instauración de un gobierno de mínimos que pudiera llevar a efecto esa normativa fundamental. Poco después de las palabras que hemos introducido más arriba, Hayek también cita a otro liberal para defender el estado de derecho. F. Neumann decía que el requisito importantísimo y quizá decisivo del liberalismo es que no se permita la interferencia con los derechos reservados al individuo sobre la base de leyes particulares, sino solamente de acuerdo con leyes generales. Para este autor, la tradición legal liberal descansa sobre una declaración muy simple: el estado únicamente puede interferir en los derechos individuales si ajusta su pretensión a una ley general que regule un número indeterminado de casos futuros.
Para Hayek, todas esas actividades de los poderes públicos forman parte de su esfuerzo por facilitar un marco favorable a las decisiones individuales. No es cierto que el orden de planificación centralizada sea más eficiente que el mercado inadulterado, pero sí lo es, en cambio, que únicamente el sistema planificador puede intentar la implantación de un mecanismo que asegure que la gente reciba aquello que realmente desea. Eso se llama Estado de derecho o gobierno de mínimos y es lo que reivindica el minarquismo tradicional.
El principal producto de la razón humana es la ley, su observancia más estricta, su enunciación en forma de principio, y su articulación efectiva. Esto tiene claros ejemplos tanto en las ciencias naturales como en las ciencias sociales. En las ciencias naturales la academia dicta las normas y teorías científicas que acaban siendo el canon de la investigación y el sustrato necesario sobre el que prenden y reposan los descubrimientos y las precisiones ulteriores. Mientras que en las ciencias sociales es el Estado, a través de la implementación de un sistema minárquico, el que debe encargarse de preservar ésta médula normativa. Aquellos que niegan esa forma de generalización, están negando también la esencia más básica de la libertad, su carácter eidético y su importancia incuestionable. Igualmente, los que se empeñan en negar la ley de la gravitación universal o la teoría darwiniana, van en contra de los principios más elementales sobre los que se construye todo lo demás en ciencia. Nada cabe esperar de estas obcecaciones arbitrarias, ya vengan del totalitarismo, el cientismo, el democraticismo, el anarquismo de mercado, el evolucionismo, el surrealismo, o el relativismo.
Los anarcocapitalistas tal vez sean, de entre todos los grupos que hemos señalado más arriba, los que representan el caso más pintoresco. Aunque defienden una visión correcta de la naturaleza, no se preocupan en absoluto por hacerla efectiva. Piensan que la propia naturaleza se encargará de eso. No les importan las miles de pruebas que a lo largo de la historia han venido a confirmar que el ser humano tiene un lado maléfico que acaba por destruir muchos de los proyectos comunes que esos mismos hombres intentan levantar. No entienden que el propio Estado surge igualmente de la acción individual y espontánea que ellos defienden a machamartillo. Suelen afirmar, para justificar su posición, que ellos también creen en un gobierno único (el gobierno de la ley natural y la propiedad privada), e intentan diferenciar este gobierno del concepto de Estado que tienen los liberales más tradicionales. Pero esta posición es absurda. Si existe un gobierno único, también existe una única forma de actuar legalmente. Y si existe una única legalidad, tampoco podemos negar la existencia de una entidad estatal que, al menos en las cuestiones más básicas, defienda de forma unilateral las libertades y los derechos fundamentales del ciudadano. Dado que el ser humano tiene una doble naturaleza, resulta perentorio crear cuanto antes las condiciones básicas que favorezcan la expresión más dichosa de ese carácter natural, la que respeta las decisiones de los demás, el intercambio voluntario (capitalismo), la libertad de culto (sociedad laica), o la diversidad de opiniones (prensa libre). Y esto solo se puede hacer si asumimos una dicotomía legal, esto es, si aceptamos la naturaleza individual del hombre y los constitucionalismos estatales que primen y protejan esa libertad, y si contribuimos de manera decisiva a la defensa y la creación de un estado mínimo que garantice todo esto.
Una de las personas que más han ayudado a esta égida fue sin duda Ayn Rand, escritora estadounidense de adopción, y de origen ruso. Rand promulgaba un sistema filosófico que insistía de manera especial en la importancia que debe ostentar la razón en cualquier proyecto que emprenda el hombre. No es casualidad que también defendiera un sistema político inspirado en la minarquía. Los que somos afines a ese pensamiento tenemos la obligación de demostrar que la razón y el minarquismo son dos instituciones que se dan la mano y que no se pueden separar.
La razón no consiste solo en entender el funcionamiento de la naturaleza, también consiste en articular un mecanismo que permita beneficiarse de ese conocimiento. Ese mecanismo, en el caso de las sociedades complejas, debe asentarse en la idea que asume la imposibilidad de controlar de manera centralizada esos sistemas complejos, lo que lleva irremisiblemente a pensar en la importancia que tienen todas las decisiones individuales. En consecuencia, dicho mecanismo solo debe afectar a los problemas más básicos que tienen que ver con el respeto de la individualidad; no estamos reivindicando un constructivismo social, ni queremos aliarnos con ese cientismo que en los últimos años ha creído que puede dominar y cambiar todo el planeta. Ahora bien, tenemos que tener claro que sin ciencia básica, la técnica no tiene ninguna posibilidad de mejora. De igual modo, sin el desarrollo de la técnica la investigación tampoco tiene ningún sentido. En las ramas sociales, la ciencia básica consiste en desarrollar una teoría verdadera que describa con rigor la naturaleza real del ser humano. Y la técnica consiste a su vez en crear unas instituciones (estado mínimo) que se aprovechen de ese conocimiento para contribuir a la creación de una sociedad realmente libre. Los anarquistas de mercado creen que solo es necesario consignar el funcionamiento. En cambio, el minarquismo intenta acomodarse a ese funcionamiento, reforzarlo y ampliarlo. Por eso, el único sistema completamente racional, el único que incluye la teoría y la técnica, el único que acepta el Kosmos y la Taxis, y el único que admite la particularidad y la generalidad, es el sistema minarquista. La razón, la verdad y la lógica encuentran su máxima expresión en esta forma de gobierno. Todas las demás, incluido el anarquismo de mercado, son propuestas fallidas, mayonesas cortadas que obedecen exclusivamente a una carencia de tipo intelectual, que unas veces se olvida del Kosmos (Anarquismo) o lo tergiversa (Socialismo), y otras veces rechaza la Taxis (Anarcocapitalismo).