La democracia es una superstición, basada en la estadística. Toda la gente no entiende de política, como no podemos entender todos de retórica, de psicología o de álgebra. Estas no son palabras mías. Las repetía el escritor argentino Jorge Luis Borges cada vez que los medios de comunicación le ofrecían una tribuna y le invitaban a posicionarse políticamente. Esta afirmación no puede tener mayor vigencia hoy en día. Desgraciadamente, sus palabras han pasado a cobrar un vigor incuestionable y han convertido a su autor en un futurólogo consagrado.
En la actualidad la creencia en la democracia alcanza unos tintes realmente grotescos. Todos se suben a ese carro y a nadie parece importarle la superstición que acarrea esa adscripción. Sabido es que las supersticiones políticas (socialismo, comunismo, nazismo), como cualquier creencia infundada que pretenda tener algún viso de verosimilitud, terminan por destruir la vida y las esperanzas de muchas personas que, a pesar de todo, seguirán creyendo a pies juntillas en esas pamemas. Y la democracia es otra tozudez igual; otra forma de superchería. En este caso una muy sutil que aparenta otra cosa y que por eso está teniendo tantos éxitos y está haciendo tantos estragos en algunos de los países que supuestamente habían abrazado ya el primer mundo y estaban prosperando (Venezuela, Argentina, ¿España?).
Cuando un democraticista asevera que todo debe quedar en manos de la decisión mayoritaria, tal y como suelen creer muchos hoy en la mayoría de los países occidentales, lo que está haciendo en realidad es vulnerar dos condiciones del ser humano completamente legítimas e intocables: la que le da los derechos más fundamentales y la que le da los derechos más particulares. Las normas más fundamentales garantizan la libertad del individuo y no pueden ser cuestionadas de ninguna manera. Tampoco hay nada que decidir en cuanto a las reglas por las que cada persona se conduce en su vida diaria cuando hace suyas esas normas elementales que protegen su vida y su propiedad. Si nos paramos a analizarlo detenidamente, la mayoría democrática no debería tener poder de veto en ningún parlamento nacional. Dichas votaciones se deberían reservar para aquellos casos en los que una asociación privada debe decidir sobre una cuestión de su incumbencia que afecta a un bien comunal. A lo sumo, se podrían someter a votación algunas cuestiones nacionales suficientemente complejas, pero en ningún caso los principios más básicos (el derecho del individuo a actuar libremente) ni las medidas más particulares (el derecho del individuo a comer hamburguesas los domingos).
Sin embargo, hoy en día existe la creencia popular de que el sistema social fetén es uno que deja todo en manos de la decisión del pueblo. Esto no es de extrañar. Si es una creencia popular es normal que quiera reservar el poder para el populacho. Tampoco es extraño que sean los socialistas los que más hacen por propagar esas ideas. Pero los liberales estamos obligados a denunciar esta nueva mitificación del poder. El democraticismo actual no es más que una escusa y una nueva representación de aquellos visajes que en otra época habrían defendido las medidas de Stalin, pero que ahora están obligados a mostrarse más moderados. El totalitarismo se puede ejercer de dos maneras. Puede tomar la iniciativa un grupo de tiranos aupados al poder por sus secuaces y sus incondicionales, o puede ser el pueblo el que de forma más discreta, en las urnas, acabe votando y decidiendo sobre todo y sobre todos. Los comunistas de principios del siglo veinte intentaron seguir el primer camino. Pero tras millones de muertes y décadas de depauperación se dieron cuenta de que esa era una vía muerta e iniciaron el segundo camino. Hoy en día nos encontramos en esa segunda vía. El totalitarismo ha conseguido prender en algunas sociedades después de ponerse la careta de la democracia. Muchas personas creen que lo correcto es decidirlo todo en las urnas, en la calle, en los municipios, constituyendo asambleas interminables que se prolongan días enteros. De esa forma dan salida a sus ansias genéticas de dominio, en cierta medida frustrados por no poder implantar ya un comunismo puro y duro. Pero esas creencias son infundadas. En primer lugar no se dan cuenta que es imposible ese nivel de participación. Afirmar que todos deberíamos dedicarnos a la política, esto es, que todos deberíamos estar permanentemente votando, es tan absurdo como decir que todos tendríamos que ser de la misma clase social o que todos tendríamos que ejercer el oficio de panadero. Además, esas alegaciones también se olvidan de que existen algunos principios sobre los que no se puede decidir y cuya puesta en duda socaba las bases de cualquier sociedad mínimamente libre. Si todo fuera decidible, si solo importara la decisión mayoritaria, ni siquiera la democracia tendría sentido. La defensa radical de la democracia es una contradicción de términos. No se puede defender algo y a continuación afirmar que se aceptará cualquier cosa que salga de las urnas.
La democracia tiene muchos problemas internos, el principal de todos es que el votante medio padece habitualmente una percepción de la realidad sesgada y torcida. Las personas no suelen dedicar mucho tiempo al estudio de la sociedad, al análisis filosófico, o a la asimilación de las teorías más básicas de la economía. Cada cual se especializa en un determinado trabajo; bastante tienen con llegar a fin de mes y sacar adelante a una familia. Otro problema de la democracia es que al final todas las decisiones quedan en manos de un politburó, un grupo reducido de hombres que no son ajenos tampoco a las debilidades y mediocridades que afectan a la mayoría de las personas. Por eso los liberales insistimos tanto en reivindicar los derechos del individuo frente al Estado, abogamos por realizar una renovación y una disminución considerable de la política, y luchamos por sustituir esos arbitrismos humanos por unas leyes que sean simples, generales, objetivas y verdaderas, y que estén basadas no en la intervención masiva sino en todo lo contrario. Queremos pocas injerencias en la vida y la acción de las personas, solo aquellas que sean estrictamente necesarias para garantizar esas abstenciones políticas. Nuestra propuesta antepone la ley a las opiniones mudables de los hombres. Pero no una ley cualquiera, porque entonces estaríamos en la misma tesitura. La única forma de avanzar en el proyecto liberal y minimizar los errores que cometen los hombres es implantando una ley objetiva que otorgue menos importancia a las decisiones que toman los individuos en relación con cuestiones que no les afectan a ellos, y más importancia a aquellas otras que son propias de cada uno y que no incumben al resto. Estas son las leyes del liberal. Estamos convencidos de que esa es la única forma de conseguir que los hombres no se equivoquen de forma masiva, que no evadan sus responsabilidades y que no anulen los deseos o manden al traste los proyectos de los demás. Quien mejor sabe lo que le conviene a alguien es el propio afectado, aquel que se implica y persigue un determinado proyecto, y no aquel otro que le dice desde una butaca del ministerio lo que debe o no debe hacer. Es más, ningún gobernante goza de la información suficiente como para arrogarse ese poder. Esto no es una declaración de intenciones, es una imposibilidad epistemológica. La sociedad es un sistema complejo que resulta únicamente de la acción y la información que se encuentra distribuida entre cada uno de los ciudadanos. El socialismo es imposible. No hay forma de que el Estado sepa cuáles son las decisiones que debe tomar para que aumente la prosperidad y el número de necesidades satisfechas. En el fondo, cualquier regulación e intervención de la economía sólo tiene un único sentido: decirles a los demás lo que deben hacer. Lo que afirmamos los liberales es que eso no sólo no tiene justificación ética sino que además tampoco tiene ningún sentido efectivo. Esto es incuestionable, y no depende de la decisión mayoritaria. Es más, esas decisiones masivas de la plebe suelen abogar por aumentar el poder de sus dirigentes, utilizan las corazonadas como guía de sus votaciones, se emocionan con la demagogia que derrochan sus líderes, y se ilusionan con cualquier pamema que les prometan los nuevos voceros del gobierno. La mayoría de la gente necesita creer en algo, es esencialmente mediocre, y no suele atenerse a razones. La campana de Gauss también se aplica a estas cualidades. La normalidad siempre está representada por las mayorías. Por eso la democracia suele fracasar en muchos casos, normalmente cuando no existe una constitución con unas leyes básicas inquebrantables.
Ahora bien, dicho lo cual también tenemos que admitir una cosa positiva de la democracia. El sistema democrático se constituye gracias a que una mayoría de integrantes está de acuerdo en dejarse gobernar de la manera que han elegido en las urnas y los parlamentos. Esto otorga a la sociedad un consenso y una estabilidad que es condición sine qua non para que la revolución y la sedición no acaben minando todo el sistema. Cualquier sociedad, para ser estable, tiene que componerse de una masa crítica de creyentes que aporten solidez y seguridad y que rubriquen con su apoyo esa forma común de vivir. En este sentido, cualquier reivindicación que rechace el sistema democrático actual, y que abogue por sustituirlo por otro distinto, habrá de saber que eso solo será posible si existe una mayoría que acepte esas modificaciones. Nadie pone en duda que la ley es un bien comunal que requiere de un cierto grado de imposición institucional. Pero está también la cuestión de saber si esa imposición será igual de efectiva con un número cada vez mayor de opositores. Implantar un sistema con carácter obligatorio resulta tarea difícil si la gente no aprecia suficientemente sus ventajas. Con todo, al final la democracia parece que es, hasta cierto punto, un mal menor necesario, no necesario para decidir cualquier cosa , sino para recabar un apoyo mayoritario en defensa de los derechos, las leyes y las libertades del individuo.
La democracia radical es una contradicción de términos. Si todo fuera decidible, si solo importara la decisión mayoritaria, ni siquiera la democracia tendría sentido. No se puede defender algo y a continuación afirmar que se aceptará cualquier cosa que salga de las urnas. Por su parte, un liberalismo sin democracia tampoco tendría razón de ser. Ninguna norma se puede imponer por la fuerza si no tiene un respaldo mayoritario. La solución última, por tanto, no pasa por rechazar la democracia o el liberalismo, sino por entender que ambas opciones tienen cualidades imprescindibles, sin las cuales no tendrian sentido ninguna de ellas. La democracia liberal, basada en leyes y rubricada por las mayorías, es una condición de estabilidad, y la única solución posible, necesaria en cualquiera de los casos. Sin una masa crítica de votantes y partidarios de un régimen, ningún sistema se puede sostener demasiado tiempo. Y sin unas pocas leyes claras e incuestionables, inmunes a cualquier plebiscito, toda democracia acaba degenerando en arbitrismo y totalitarismo. Por eso la democracia liberal, que toma lo mejor de ambos sistemas, es la única salida a todos los problemas que los liberales y los demócratas se vienen planteando en los últimos años. La solución no pasa por rechazar la democracia o el liberalismo, sino por integrarlos en un mismo núcleo comprensivo, entender que ambas opciones presentan cualidades imprescindibles sin las cuales ninguna tiene futuro.
Incluso la creación del más pequeño de los países (estoy pensando en los proyectos de ciudades libres que se han puesto en marcha en algunas partes del mundo), requiere el consenso de sus socios, sus antiguos propietarios y sus vecinos territoriales. Por tanto, a los liberales solo les queda una única opción: habrán de esforzarse por transmitir su mensaje hasta que quede suficientemente democratizado e interiorizado en el imaginario colectivo, lo cual permitirá a su vez que ese modelo de sociedad al que aspiran acabe cristalizando y termine por ser algún día una realidad viable. Esto puede resultar descorazonador si se tiene en cuenta la tendencia prácticamente inerradicable que tiene el hombre a creer en supercherías y falacias políticas de todo tipo. Pero hay que admitir que no queda otra opción.
Sea como fuere, ya defendamos una minarquía, una anarquía, o una sociedad liberal más tradicional, al final lo único que podemos hacer es hablar de nuestras ideas, proyectar nuestro mensaje, difundir las razones que nos asisten con cordura e inteligencia, e intentar convencer lo más posible a todos aquellos que tenemos a nuestro alrededor para que al final se conviertan en mayoría. Nos sobran los motivos. Nos pueden las ganas. Nos asiste la razón. Hagámoslo.