La sinrazón del nacionalismo


que-pasa-en-catalunaComo muchos otros veranos, éste que ahora termina me ha permitido de nuevo escapar por unos días del bullicio madrileño, que tanto crispa el ánimo, y recalar en la casa que regentan mis tíos en el municipio de Gata de Gorgos, próximo a la localidad de Javea, en uno de los enclaves turísticos más importantes de la costa mediterránea. Y como muchos otros veranos, en esta ocasión también han reaparecido las mismas rencillas y discrepancias que salpimientan las discusiones políticas que mantengo todos los años con esa parte de mi familia. Mis primos son catalanistas. Aunque la localidad donde viven pertenece a la provincia de Alicante, ellos defienden a pies juntillas la secesión de Cataluña, conmemoran la Diada, apoyan el referéndum separatista, y seguramente también coman alguna que otra butifarra. Como yo defiendo todo lo contrario, y no me ando con tapujos, enseguida ha saltado la polémica. De repente, ha venido mi tío por detrás y me ha soltado de sopetón la siguiente frase: “cómo es que tu defiendes el liberalismo y luego pretendes impedir que la gente decida libremente si quiere seguir perteneciendo a la nación española”. Según se deduce de estas palabras, la actitud de un liberal auténtico pasaría por permitir que los hombres hagan lo que sea, siempre y cuando sea eso lo que quieren hacer. En este caso, cualquier legislación quedaría legitimada con tal de que la gente decidiese mayoritariamente la independencia, y se acogiese a otras constituciones. Esta asociación de ideas es muy común también entre los propios libertarios y anarcocapitalistas, muchos de los cuales están igualmente a favor del derecho incondicional a la libre secesión.

Los nacionalistas defienden una postura que acaba por relativizarlo todo. Por supuesto, también relativizan el tamaño del Estado. Para ellos el nacionalismo español puede ser objeto de las mismas acusaciones que les hacemos quienes apoyamos la integración nacional. Si afirmamos que el suyo es un sentimiento tribal injustificable, ellos nos replican diciendo que nosotros también somos nacionalistas y que lo único que nos diferencia de ellos es el lugar que elegimos para trazar las fronteras, o la extensión territorial que concedemos a nuestra patria.

En el caso de los anarcocapitalistas el asunto es todavía más grave. Para estos no existe ninguna equivalencia, ya que para ellos siempre es mejor que el Estado actúe sobre un territorio reducido. Cuanto más pequeño y mas fragmentado esté un país –nos dicen-, mas lejos estaremos de acabar en manos de un gobierno omnipresente y totalitario. Según ellos, la pequeñez es casi el único indicativo fiable que existe. No obstante, la única pequeñez que queda de manifiesto en esta afirmación es la que hace referencia a la visión menguante que tienen las personas que eligen ese tipo de barómetro para medir la libertad.

Yo pienso que la libertad es completamente incompatible con el derecho de decisión (que excita el ánimo de los democraticistas), o con el derecho de secesión (que excita el ánimo de los nacionalistas), y también es incompatible con ese escenario multiestatal que predican y que publicitan algunos libertarios. Lo que yo defiendo es la libertad del individuo, no la libertad de secesión de un colectivo regional o de una alícuota de ciudadanos. No todas las normas son susceptibles de someterse a votación, como parece que dan a entender aquellos que quieren dejar todas las decisiones en manos del partido mayoritario o del pueblo mejor organizado. Si me manifiesto a favor de la libertad del individuo es porque creo que este principio es un principio racional, que avala una teoría incuestionable, plenamente objetiva. En cambio, el nacionalismo y el separatismo se basan en unos sentimientos que nacen de las vísceras, y cuya seña de identidad viene representada por unos principios particulares y arbitrarios, asiduos de las tradiciones y las costumbres que exaltan los comportamientos de ciertas regiones y localidades, por encima de aquellos que serían objetivamente mejores.

Yo estoy manifiestamente en contra del uso partidista de las instituciones. No quiero que las leyes más importantes, que aspiran a garantizar la libertad de todos los individuos, dependan en cualquier caso de las decisiones que adopte una mayoría democrática o una minoría nacionalista. Y por lo mismo, también estoy en contra de cualquier división que venga a romper el marco de aplicación que es necesario para que estas leyes sean efectivas. Me niego a admitir cualquier justificación que priorice la fragmentación y la división de la nación española, y que solo contemple ese tipo de operaciones. Esta actitud mía no refleja ningún patrioterismo barato, pues no deseo la unión porque defienda la superioridad de mi raza o de mi pueblo. Defiendo la unión porque esa es la única manera de aplicar una ley verdaderamente objetiva y general. Y defendería la disolución de la nación española dentro de un gobierno más general si éste se atuviera a los mismos principios que me sirven a mí para defender la integridad española. La ruptura siempre nos aleja de la meta que debería perseguir cualquier liberal de pro. El liberalismo es la afirmación de un principio universal, que se basa en un derecho absoluto: el derecho de todos los ciudadanos a ejercer la libertad. Por tanto, no debería poder ser alterado o influido por el resultado de unas elecciones plebiscitarias, o por las consecuencias que se derivasen del adoctrinamiento infantil de una generación de charnegos. Cuando se somete a votación una ley tan importante e incuestionable como esta, no se está defendiendo la libertad de todos los ciudadanos sino la capacidad para que algunos de ellos elijan el gobierno que más les convenga, aquel que satisfaga mejor sus intereses colectivos, o aquel que ofrezca más privilegios a los charlatanes y los trileros que realizan la función de políticos y que, al fin y al cabo, son los que más incitan y exaltan ese sentimiento y ese odio chovinista. Yo defiendo un principio ecuménico, unitario, que atiende a una realidad absoluta, que compromete la vida de todas las personas, y que aspira a establecer un orden general pacífico. La libertad del individuo está por encima de cualquier opinión particular; no en vano, es la única norma que permite que todos se puedan expresar y puedan convivir armónicamente. Y también está por encima de cualquier proyecto nacionalista que aspire a romper esa unidad de trato y ese orden general.

Muchos son los que confunden la libertad del individuo con otra cosa, por ejemplo, con la capacidad para hacer todo lo que uno quiera, con las decisiones de independencia, con las secesiones voluntarias, o con la inexistencia de un órgano general. Pero la libertad real no tiene nada que ver con esto. Efectivamente, se basa en la capacidad de las personas para hacer lo que estas decidan de manera particular, a título personal. Ahora bien, esa capacidad solo puede ser protegida y fomentada de una única manera, mediante una normativa general que se blinde ante cualquier corriente que quiera imponer unas normas distintas. Al fin y al cabo, el nacionalismo centrífugo no es más que otra forma de relativismo, uno en el que se relativiza la ley y se legitiman muchas legislaciones, todas las cuales abogan por la necesidad de organizar la sociedad sobre la base de muy diversas constituciones, cada una con distintas ordenanzas y distintas normativas, la mayoría de ellas opuestas. Esto no puede ser nunca una defensa liberal, más bien es la defensa que escogen los políticos y los tiranos, que ven como se acrecientan sus posibilidades cada vez que aumenta el número de legislaciones y lugares en los que poder medrar; si no son capaces de prosperar en determinada región, siempre podrán hacerlo en otras ciudades-estado, de las muchas que existan. El auténtico liberal debe enfrentarse a éste tipo de oportunismo político, y tiene que creer por encima de todo en la libertad de los individuos, hayan nacido éstos donde hayan nacido. Esta defensa solo es compatible con una situación que sea igualmente unívoca, en la que solo se establezca una constitución, la cual deberá afectar al máximo territorio posible. Hacia ahí nos tenemos que mover todos los liberales, alejándonos en cualquier caso de las posiciones nacionalistas que caminan en sentido contrario. El desarrollo y el progreso de la sociedad constituyen proyectos unidireccionales, que deben implicar a todos los hombres sin excepción. La libertad individual atiende a un principio universal, inconciliable con el nacionalismo y el cortoplacismo. Progresamos en mayor medida si somos más los que nos acogemos al principio que aboga por defender la libertad de todos los ciudadanos. Igual que la ciencia progresa por medio de la generalización y la abstracción, las leyes que afectan a la sociedad también deben progresar de la misma manera, acogiéndose a un principio general, que es el único que puede respaldar un proyecto verdadero.

Cuando mi tío me interpela y me acusa de sostener una posición contradictoria, porque según él no se puede ser liberal y al mismo tiempo defender la obligatoriedad de una ley que nos hace a todos partícipes de un mismo proyecto nacional, en realidad lo que está haciendo es tergiversar el sentido y el concepto de la libertad. La libertad no es una libertad positiva (incondicional), gracias a la cual todos puedan hacer lo que quieran, votar cualquier constitución, acogerse a la legalidad de cualquier región, o romper con cualquier marco constitucional. La libertad es un proyecto científico, racional, unívoco, y por tanto su metodología debe trascender cualquier situación particular. La verdadera libertad defiende el derecho de las personas a hacer lo que éstas quieran, pero es precisamente por eso que dicha defensa está obligada a contemplar unos principios inalterables, que solo pueden implementarse mediante la imposición de una legislación unívoca.

Muchos no comprenden la compatibilidad que existe entre esas decisiones personales libres y esas exigencias de cumplimiento generales. Es necesario que hagamos aquí un poco de pedagogía. La libertad se basa en la abolición de cualquier intromisión o imposición que pretenda decidir sobre valores, intercambios, gustos o actos de personas adultas. Pero al mismo tiempo esta abolición tiene que estar respaldada por una imposición, la única legítima, que tendrá la función de proteger esas libertades individuales, haciéndolas incuestionables e invulnerables. Cualquier otra solución acaba recalando en un relativismo incompatible con la libertad y la soberanía individual, que siempre han de ser universales.

El único rastreo que permite acometer la empresa de la racionalidad humana es aquel que aspira a encontrar una teoría general. Cualquier búsqueda de conocimiento pasa por comprender los hechos que permiten agrupar aquellos otros fenómenos que no presentan ningún vínculo apreciable. La comprensión humana es una capacidad de relación. Cualquier análisis racional conlleva una visión integradora. La búsqueda intelectual y la razón del hombre atienden a un único motivo general: deben encontrar un nexo teórico, y solo adquieren sentido si tienen el propósito de buscar y describir ese hecho objetivo. La razón es incompatible con las visiones sesgadas y con las opiniones maniqueas. La razón es incompatible también con la religión, en la que todo depende de la creencia particular, es incompatible con el historicismo, en el que todo depende del momento histórico, es incompatible con el polilogismo, en el que todo depende de la raza o la estructura del cerebro, es incompatible con el socialismo, en el que todo depende de la clase social o el nivel de riqueza, y es incompatible con el nacionalismo, en el que todo depende de la región geográfica que tomemos en consideración, o del color de la bandera que ondee en los ayuntamientos de dicha región.

El filósofo granadino Francisco Suárez, en la disputación I de su libro Disputaciones Metafísicas, nos dice lo siguiente: “…nosotros, en cada arte o ciencia, juzgamos más sabio a aquel que conoce las causas de las cosas con más intimidad y universalidad… el conocimiento humano es perfecto en tanto que alcanza la causa, y mientras no logra esto permanece imperfecto, e indicio de esto es que el ánimo del investigador no descansa hasta que da con la causa. Por consiguiente, será sabiduría absoluta aquella que alcance las causas más elevadas y universales de las cosas, de donde le vendrá también el ser más apta para enseñar”. Con más motivo, si cabe, en la ciencia política nos vemos obligados a buscar también una ley absoluta que afecte y beneficie a todos los individuos. Y una vez que la tenemos, solo podemos actuar de forma coherente si defendemos esa ley de manera incondicional, mediante un acto sacramental de legitimación política que aspire a proteger a todas las personas, no solo a los catalanes, y que impida que las decisiones que se tomen en torno a dicha ley dependan en cualquier caso de la voluntad de unos pocos individuos, o de una mayoría de ellos.

A veces, un Estado pequeño puede resultar mejor que un Estado más grande. Otras veces puede ser el Estado grande el que defienda con más insistencia la libertad de sus ciudadanos, incrementando su disfrute. Por tanto, la cuestión que dirime el problema de la libertad no gira exclusivamente en torno al tamaño del Estado, como parece que piensan algunos libertarios y anarcocapitalistas, gira sobre todo en torno a la propia libertad, a su grado de implementación y al carácter universal del principio bajo el cual ésta se establece. A veces es mejor un Estado secesionado, que rompa con la unidad de un gobierno totalitario. Otras veces los devotos del separatismo aspirarán a implantar un régimen mucho peor, aprovechando esa devoción y ese aislamiento, y entonces lo correcto consistirá en impedir que se segreguen.

No obstante, lo que está claro es que siempre es mejor que la libertad afecte al mayor número posible de personas. Por tanto, el programa liberal deberá incluir entre sus objetivos uno que aspire a unir a las regiones y los pueblos, y no uno que insista en separarlos. Tal vez, ese gobierno unitario no sea posible a corto o medio plazo, tal vez no lo sea nunca, pero esto no obsta para que se incluya en la agenda y se perfile como un objetivo. La separación nos acerca irremisiblemente al estado tribal y a las condiciones de vida de nuestros antepasados más remotos. Por el contrario, la unificación nos sumerge en un mundo globalizado, conectado, moderno y abierto. Estas derivas no son casuales: la unificación es la única medida científica que existe, es el único fruto de la razón, y también es la raíz que sostiene cualquier evolución cultural, cualquier proyecto intelectual, cualquier acúmulo de conocimiento y cualquier acercamiento a la verdad.

Muchos liberales tienden a confundir la libertad del individuo con el derecho incondicional del mismo a la libre secesión, con su derecho de adscripción a un territorio determinado, y con todas aquellas defensas que luchan en mayor o menor medida para que los pueblos gocen de una completa independencia jurídica. Pero por ese camino los liberales no están defendiendo ninguna égida individual. Cualquier separación que implique a un territorio completo y que modifique todas las normas de una región no puede ser en ningún caso una acción o un derecho individual, más bien será un ejercicio exclusivamente colectivo. Esos mismos liberales, y por los mismos motivos, tienden a equiparar más de lo debido el nacionalismo español y el nacionalismo catalán. Con ello, están contraviniendo completamente sus principios liberales. No solo dan alas a los políticos de todas las regiones habidas y por haber. Además, defienden una causa que está muy alejada de aquella que siempre ha inspirado la búsqueda objetiva que caracteriza a la ciencia y que es la seña de identidad de cualquier proyecto racional. La unidad nacional entraña siempre una postura racional más objetiva, más acorde con los principios de cualquier teoría científica (simples y únicos). En cambio, la defensa que hacen los chovinistas y los separatistas se aleja siempre de esta postura. En segundo lugar, aquellos que igualan el nacionalismo centrífugo con el centrípeto se olvidan de que el primero excluye cualquier ventaja que pueda abrigar el segundo (ej. mayor eficacia y economía de las normas, unión en torno a la única defensa legítima, generalización de la teoría, extensión de la libertad), mientras que el segundo no excluye las ventajas que habitualmente se atribuyen a los Estados pequeños (ej. se puede mantener cierta autonomía regional sin destruir completamente el estado de derecho, como quiere los independentistas; se puede fomentar la competencia entre regiones y la independencia fiscal sin necesidad de renunciar por completo a los principios fundamentales que tienen que regir en todas ellas; es más, solo se puede competir de esta manera si existen unos principios centrales que guíen las decisiones de todas las autonomías; más allá de eso toda división es un error).

La ciencia consiste en buscar la generalidad, y la política del liberal no puede tener otra meta distinta de esa. La libertad también requiere algunas exigencias de cumplimiento generales (llámense colectivas si se quiere). Las leyes más fundamentales siempre aspiran a la simplicidad y la generalización. Buscan explicar más fenómenos con menos premisas. Este es el único camino que garantiza el éxito, no solo porque es el que más se ajusta a la verdad, sino también porque es el que mejor se puede implementar. Las leyes simples son fáciles de aplicar y de establecer. Aquellos que ven un problema en el hecho de elegir por consenso unas normas concretas, no entienden que el gobierno de la libertad es sumamente sencillo. No es necesario resolver complicados acertijos, basta con proteger y permitir que lo hagan todas las personas, de forma individual, con la poca información de que disponen en sus ámbitos particulares, y creando un orden espontáneo suficientemente extenso y diverso. Luchar para eliminar las constituciones regionales que proliferan y se multiplican bajo el nacionalismo, o combatir el exceso de leyes que los socialistas quieren imponernos, requiere que establezcamos una legislación única y sencilla, fácil de implementar, verdadera, e inmune a los ataques de los chovinistas y los estatistas. No podemos estar equivocados. La ciencia, la realidad y la experiencia cotidiana nos avalan.

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Acerca de Eladio

Licenciado en biología. Profesor de instituto. Doctorando en economía.
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Una respuesta a La sinrazón del nacionalismo

  1. Estoy totalmente de acuerdo en que no todas las normas son susceptibles de someterse a votación. Comparto contigo la definición de libertad y que la única libertad es la del individuo. Creo que no existe tal cosa como la libertad de un pueblo o de una nación que los nacionalismos proclaman. También te doy la razón en que la libertad no es el derecho a hacer lo que uno quiera. A mi entender, puede igualarse libertad a derecho de propiedad (que engloba el derecho a la vida si entendemos que somos propietarios de nuestro cuerpo).

    Entiendo que tu objetivo es que se reconozca una única ley o constitución, que defienda esta libertad.
    Pero creo que esta protección de las libertades individuales no puede imponerse. No digo ya que no se deba imponer sino que en la práctica, establezcas las leyes que establezcas, si una gran mayoría está en contra de dichas leyes, estas no se cumplirán (se cambiarán, democráticamente o por la fuerza).

    ¿No crees que la existencia de muchos Estados en competencia haría más fácil que se reconociera la ley que defiendes en algunos de los mismos y que su éxito (y el voto con los pies de los ciudadanos), a la larga, haría posible la extensión de dicho derecho?

    En mi opinión, la existencia de un único Estado mundial facilitaría el establecimiento de políticas mucho más estatistas, ya que si existe un único Estado, los ciudadanos no pueden escapar de las mismas huyendo del país. Sin llegar a ese extremo, como más grandes (en territorio y porcentaje de la población) son los Estados, más difícil es, en general, escapar de sus políticas huyendo y, por lo tanto, pueden permitirse medidas mucho más totalitarias sin miedo a perder una parte significativa de su población (y por tanto de sus ingresos).

    Por contra, como mayor número de Estados existan y menor sea su tamaño, más fácil es huir a otro Estado si no se está de acuerdo con sus leyes y, por tanto, menor es el poder que estos Estados tienen sobre sus habitantes. No digo que un Estado pequeño no pueda ser totalitario, digo que los habitantes de un Estado totalitario tienen más fácil huir del mismo si este es pequeño y que, por lo tanto, que la posibilidad de que miles de microestados adopten políticas totalitarias es más remota que la de que lo haga un único Estado universal (o unos pocos Estados gigantescos).

    Comparto contigo que siempre es mejor que la libertad afecte al mayor número de personas. Pero no entiendo porqué te centras en defender que todas estas personas libres vivan en un mismo macroestado. Creo que es más fácil que afecte a más personas cuanto más pequeños sean los Estados por la razón que ya he expuesto y, ¿qué más da que vivan en distintos microestados si, al fin y al cabo, son libres?

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