«La vida privada es el templo sagrado del ciudadano ¡No os atreváis a tocarla!»
Esta frase de Louis de Saint-just es una llamada de atención para que recordemos lo que debería ser (pero no es) la enseñanza en España y en el mundo. El gobierno acaba de aprobar el enésimo proyecto de educación que, según dicen sus promotores, va a suponer una renovación profunda del sistema educativo. Lo cierto es que, cada vez que sube al poder un nuevo gobierno en España, tiene lugar un acontecimiento histórico de gran trascendencia para la humanidad, episodios que casi rivalizan con la llegada a la Luna o el descubrimiento de la penicilina. Si fuera verdad lo que creen nuestros políticos, no habría espacio en los libros de texto para tanto suceso trascendente.
Pero, ¿qué tiene que ver la frase de Louis de Saint-just con el proceso de enseñanza? A mi entender, mucho. El problema que tenemos en España es que todos quieren meter la mano en la educación, con la intención sibilina de convertir el currículo escolar en un reflejo de sus ideologías particulares, o en un adoctrinamiento para poder dar salida a sus reivindicaciones más primitivas o salvajes. La educación tiene que ser un ágora universal. Si la gente aceptase que la vida privada es un templo sagrado que no se puede asaltar por la fuerza, no intentarían manipular las leyes para implementar reformas que, unas veces pretenden decirnos cómo tenemos que hablar, y otras qué historia tenemos que contar.
Las asignaturas del currículo escolar se tienen que atener a cuestiones meramente objetivas y ecuménicas, las matemáticas de Bolzano, la física del átomo, la biología del sapo partero. Sin embargo, este propósito se vuelve más complicado cuando se trata de impartir ciencias sociales. Aquí entran en juego muchos sentimientos. Por eso hay que hilar más fino, y seguir la máxima que acabamos de enunciar con mucha más atención.
La lengua, la historia, la economía, también tienen que ser todo lo universales que se pueda. Comprendo que es difícil. A veces las personas tenemos distintas versiones sobre los mismos hechos. Pero hay una cuestión que no tiene vuelta de hoja ¡Cuánto mejoraría la enseñanza si no pretendiéramos imponer nuestra cultura particular; si buscásemos siempre una universalidad y una asepsia mayores! La lengua, mejor cuantas más personas la hablen. La historia, cuantos menos testigos cercanos la cuenten también mejor.
La raíz de todos los problemas consiste en pretender implantar una educación que busca únicamente trasmitir noticias, costumbres o idiomas propios de la región en la que han nacido los estudiantes. Esto debería estar prohibido. Las tradiciones orales o escritas forman parte del pueblo y ya se aprenden en la calle o en las casas. A la escuela se va a aprender conocimientos universales. Si el castellano lo hablan más personas que el catalán o el vascuence, es esa la lengua universal que tenemos que usar para enseñar en las escuelas. ¡Vale ya de tanta patriotería barata! La educación no tiene que recoger las costumbres del pueblo de turno. La educación pública tiene que sobreponerse a las costumbres, tiene que volar alto, tiene que quitarse las vendas de la tradición y apuntar al cielo.
La diversidad no se enseña. La diversidad se practica, se vive, evoluciona, se pierde, o se ve favorecida, en función de las circunstancias propias de cada pueblo o nación. No se trata de enseñar a los niños a manejar una rueca. Eso lo pueden aprender ellos por su cuenta, viendo como hilan sus padres o sus abuelos. Y si no lo aprenden es porque la técnica ya ha quedado desfasada y nadie la quiere utilizar. Las lenguas son como las ruecas, un utensilio antiguo que se usa para hilar palabras y frases. Si se usa es porque es útil y si no se usa es porque no lo es. En la educación básica tienen que primar aquellas cosas que sean útiles para aprender, y una lengua siempre será más útil si tiene más hablantes. En eso es en lo que hay que fijarse a la hora de elaborar el currículo.
Las tradiciones, los bailes folclóricos, las lenguas regionales, son instrumentos que evolucionan al margen de la educación pública. Nada hay de malo en fomentar actividades extraescolares que inciten al estudio de alguna lengua propia. Pero la escuela no está para esos menesteres. La escuela tiene que ser un ágora universal donde todos nos entendamos. El espacio público no puede convertirse en una torre de Babel. Las tradiciones no se imponen, y tampoco se enseñan por la fuerza. Las tradiciones forman parte del cuerpo vivo de la sociedad, evolucionan, sobreviven, o acaban en los museos. Pretender que la lengua de tu región esté a la misma altura que otra que se habla en el mundo entero es como querer imponer el uso de la locomotora de carbón en un mundo que ya solo funciona con electricidad. Me da igual que a eso lo llamen racismo, aprovechando que hoy en día cualquier cosa lo es, o que quieran cuadrar el círculo igualando a los que defendemos un idioma vehicular con aquellos nacionalistas que quieren que el idioma vehicular sea el que ellos hablan en su pueblo por las tardes, cuando juegan a la petanca. La ciencia, el afán de descubrimiento, el espíritu de universalidad, siempre dará la razón a aquellos que queremos fomentar el ecumenismo, también en la enseñanza.
La vida privada es un templo sagrado. No os atreváis a tocarla. La educación como proyecto colectivo tampoco debería de tocar estos aspectos privados. La educación es un proceso común de socialización. La educación es cortesía y urbanidad. La educación es universal. No son costumbres, no son hábitos adquiridos con la práctica frecuente o la acción espontánea. El método científico, del cual bebe la educación de una civilización avanzada, es una técnica profesional que se aprende precisamente al alejarnos de la cotidianidad y los sentimientos, y adentrarnos en el mundo insólito y extraño de la razón, el rigor, la asepsia, el escepticismo, y la medición. El viaje debe llevarnos muy lejos de nuestro pueblo, de nuestra lengua, y de nuestra casa.