Aquellos que no confiamos por lo general en ningún político, tenemos que soportar habitualmente el rechazo masivo de toda la grey de piadosos que, continuamente, ponen sus esperanzas y sus deseos en un candidato en particular. Los que así pensamos, solemos atribuir a los gobernantes una demagogia y un populismo que van más allá de lo admisible y que rozan el ridículo. Pero muchas veces no nos percatamos de que la palabra populismo apela directamente al pueblo, y que si no fuera por éste no existiría la demagogia.
Las elecciones norteamericanas solo han sido un ejemplo más. Los medios de comunicación en todo el mundo han impulsado una campaña publicitaria a favor de los demócratas en la que, como la mejor de las telenovelas, se ha intentado crear un personaje bueno y uno malo malísimo. El New York Times daba antes de las elecciones una mayoría aplastante a los demócratas, demostrando una vez más lo infectados que están los medios con toda la bazofia de ideas que excreta el intelecto humano para regocijo de los adoquines.
Hace dos legislaturas, cuando se alzó al poder el primer hombre de color (no puedo decir negro, aquí en Estados Unidos es sinónimo de esclavo), todo el mundo corría a felicitarle. A Obama se le concedió inmediatamente el premio Nobel de la paz, como si nos hubiera salvado de la tercera guerra mundial, y ahora se demoniza a Trump como si nos fuera a meter en ella.
Donald Trump no es santo de mi devoción, como no lo es prácticamente ningún político. El susodicho aboga por un proteccionismo y un nacionalismo económico profundamente conservadores y retrógrados, en materia de inmigración puede llegar a plantear ideas bastante descabelladas, y parece que su afán megalómano puede hacer que se resienta el déficit estadounidense, que ya está de por sí bastante maltrecho.
Sin embargo, también se ha manifestado en continuas ocasiones a favor de la rebaja de impuestos y la libertad empresarial, y en contra de la Reserva Federal y de esa lacra keynesiana que impulsa la bajada artificial de los tipos de interés.
Necesitamos tiempo para saber el efecto concreto que tendrán todas estas promesas. De momento, lo único que puedo decir es que la ganancia de Trump, mas allá de toda la incertidumbre que despierta, o precisamente por eso, y más allá también del hecho de que no es sino la victoria de otro bufón más en la corte, viene también a enmendar la plana a todos esos palmeros y adictos que una y otra vez apoyan esas ideas que abogan por recortar nuestras libertades en materia económica, mientras utilizan el anzuelo y el engaño de la lucha social. Con la disculpa de reforzar nuestras libertades sociales y plantar cara al conservadurismo, muchos demócratas y progresistas eligen por defecto aquellas alternativas políticas que les prometen una justicia social basada en la protección de las minorías, la liberalización del aborto o la igualdad salarial, a cambio de un control más férreo de sus economías y sus empresas. Por lo general la gente prefiere la libertad social a la libertad económica, sin darse cuenta de que la primera solo promete ya unas cuantas migajas, mientras que la segunda traería un desarrollo y una mejora en la calidad de vida inimaginables hoy en día, mil veces mayores que las que se han conseguido con el matrimonio gay o la renta de inserción. Y no es que me oponga a que los hombres se casen entre ellos, o a que decidan pasar el resto de sus vidas juntos. Lo que me niego es a aceptar ese mantra que continuamente nos están repitiendo los políticos y sus acólitos, mediante el cual nos quieren convencer de que las libertades sociales son mucho más importantes y necesarias que las libertades económicas.
Por todos lados veo libertades sociales. Hoy en día prácticamente ya no hay nada más que hacer en esta materia. Siempre quedará un rastro de conservadurismo y un cierto rechazo al inmigrante y a lo desconocido, y no digo que no debamos seguir luchando para reducir esas influencias perniciosas a la mínima expresión, hasta que se conviertan en residuos prácticamente insignificantes. Pero me doy perfecta cuenta de que las sociedades actuales, todas las que han abrazado el progreso, gozan de gran permisibilidad en el plano de los derechos sociales, libertad de expresión, libertad de prensa, libertad religiosa, libertad sexual, etc… y que esta es suficientemente grande y se incrementa paulatinamente con el transcurso de los años, llegando incluso en algunos casos a ser excesiva (como ocurre con el aborto incondicional, sin respeto por el feto completamente formado). En cambio la libertad económica tiene todavía mucho camino que recorrer hasta llegar a una situación parecida, y aún encuentra muchos enemigos y adversos que están dispuestos a poner todo tipo de trabas y palos en la rueda. Por todo ello, me parece más importante resaltar la importancia que supone el ascenso al poder de un gobierno de derechas (sin ser yo de derechas) o un partido republicano (sin ser yo republicano), y la trascendencia del cambio que ello conlleva, así como la situación que se avecina también en los Estados Unidos tras la victoria de Trump.
Una vez más, los agoreros de toda laya vuelven a anunciar el apocalipsis, como tantas veces han hecho a lo largo de la historia. Una vez más la religión y las creencias pesan sobre la prudencia y la cordura, y todos se lanzan a buscar dioses y demonios, lloran la pérdida irreparable de Hillary Clinton, o se hacen el harakiri delante de la foto triunfante de Donald Trump. Curiosamente, aquellos que más dicen luchar en contra del conservadurismo y la religión, son los que más ofrendas hacen al dios pagano de la democracia y al Estado biempensante.
Si una cosa tiene buena la victoria reciente de los republicanos, es la cara que se les ha quedado a todos aquellos que daban por hecho el éxito de Hillary; a todos los que creen que solo deberían ganar los demócratas, los negritos, o las mujeres; a todos aquellos que anteponen la demagogia, el buenismo, el color de la piel o los atributos sexuales, por encima de la reflexión sesuda y las ideas racionales y científicas. El mundo está lleno de histriones y de profetas, y ver como todos ellos son ninguneados por la realidad es una de las sensaciones más agradables que uno puede llegar a tener. Pero como no quiero caer también en una nueva suerte de demagogia, no voy a decir que apoyo la reciente victoria de Donald Trump. Simplemente, me mantengo a la expectativa, activo todas mis alarmas, y permanezco cauteloso a la espera de lo que pueda suceder, a sabiendas de que todos los políticos son malos por necesidad, pero sabedor también de que algunos pueden ser a veces un poquito mejores que sus alternativas. Y como ya he dicho que creo más en la defensa actual de la libertad económica que en todas aquellas libertades y reivindicaciones sociales que realizan los progres, y aunque Trump no es ni de lejos la mejor opción del liberalismo económico, y siendo que Hilary es la peor de ellas, hoy estoy relativamente contento, con una especie de satisfacción estoica, consciente de que cualquier resultado político es siempre una desgracia para la libertad, pero un poco animado con las muecas y las parálisis faciales que veo en las caras de mis amigos demócratas cuando se enteran de la victoria aplastante del empresario y magnate neoyorkino
Estoy harto de que se piense que la verdad es siempre patrimonio de aquellos que echan una lagrimita cada vez que ven a un pobre pidiendo en la calle, de aquellos que piensan que todos los negros mueren a manos de la policía porque existe racismo, de aquellos que creen que lo mejor para un país es que todas las mujeres puedan abortar cuando ellas quieran, sin ningún tipo de restricción. Estoy harto de la demagogia barata y del buenismo incondicional. Estoy harto de que se piense que vamos a progresar mucho más como civilización si conseguimos que otras asociaciones de homosexuales se sumen al festival internacional que se organiza todos los años con motivo del día del orgullo gay (y con el erario de todos los contribuyentes), que si logramos reducir los impuestos y rebajar la deuda pública a menos de la mitad, para que todos los ciudadanos conserven los bienes que son fruto de su trabajo y sus decisiones particulares. Estoy harto de que la libertad sea permanentemente secuestrada por aquellos que creen que saben cómo debemos comportarnos los demás, por aquellos que utilizan los impuestos y el dinero de todos para promocionar su propia ideas de bienestar. Y por eso hoy siento en mi interior una cierta alegría contenida, que no se apaga ni siquiera cuando pienso en todas las estupideces y alharacas que ha vertido y vomitado Trump en el tiempo que dura una campaña.