Siempre que intentemos establecer un régimen social adecuado, el que nosotros consideremos más oportuno, nos vamos a encontrar de frente con un dilema que tiene difícil resolución. Supongamos que tenemos razón, y que la propuesta que ofrecemos es realmente la mejor. En primer lugar, tenemos que convencer a la mayoría de la gente de que dicha proposición les va a reportar más beneficios. Pero al mismo tiempo, constatamos que las mayorías históricas nunca se han caracterizado por compartir tales proposiciones. Casi siempre han elegido la peor opción. Por un lado, está el hecho de que las mayorías no suelen acertar a la hora de definir y colegir la verdad de las cosas. Este atributo siempre ha pertenecido a las minorías. La verdad es difícil de aceptar, cuando no imposible de ver. Su aprehensión requiere grandes dotes, una inteligencia superior a la media, y sobre todo mucho esfuerzo. Nacemos ignorantes y es muy difícil quitarnos de encima ese estigma. La mayoría acaba muriendo casi igual que nació. En la caverna de Platón solo hubo un hombre que consiguió arrastrarse hasta la salida y contemplar el Sol naciente. Y cuando regresó a la cueva para contar a sus amigos su gran descubrimiento, que las sombras que veían eran en realidad un espejismo, el efecto óptico que provocaban sus cuerpos opacos al interponerse entre la luz que provenía de afuera y las paredes de la gruta, estos le tacharon de loco y casi le matan. Esta metáfora platónica nos ofrece una lección sobre el comportamiento humano. La característica más reconocible en las mayorías es la ignorancia. Unida a la tozudez, de la que también disponen a raudales, produce en ellas el efecto que hemos apuntado más arriba: casi siempre se equivocan.
Pero, por otro lado, también es un hecho que las decisiones de las mayorías son, hasta cierto punto, un mal necesario con el que hay que convivir. No en vano, muchos liberales insistimos recurrentemente en la idea de que la mejoría solo será posible en la medida en que perfeccionemos el canal que nos permite llegar a la gente de a pie y trasmitir el mensaje que proclamamos. No tendría sentido que insistiésemos en hablar y debatir con los demás si no comprendiésemos, al mismo tiempo, aunque solo sea de manera tácita, que nunca vamos a conseguir nada si no convencemos a la mayoría de que está profundamente equivocada. Al apelar a la razón, y al identificarnos con cualquier medida que se muestre renuente con la violencia y que apueste por las buenas maneras, implícitamente estamos admitiendo que el éxito de nuestro discurso debe pasar necesariamente por convencer a esa mayoría de personas que constituye el foro al cual van dirigidas nuestras palabras, y la masa en la cual se deben materializar. El barro con el que trabaja el sociólogo o el filósofo político está compuesto de muchedumbres. Su obra pasa por moldear a estas gentes, hacerlas entrar en razón, enmendar su voluntad. Si un alfarero o un ceramista tuvieran a bien considerar que la estructura y la consistencia del barro que cobra forma en sus manos no es un asunto de su incumbencia, inmediatamente dejarían de ser alfareros y ceramistas. Igualmente, si un sociólogo rechaza la idea de que debe convencer a la gente para que esta apruebe el grueso de sus medidas (aquí nos referimos solo a medidas básicas y normas marco; no entramos a valorar la vida personal de cada cual, que para nada tiene que ser moldeada), inmediatamente deja de ser sociólogo y se convierte, bien en otro profesional, bien en un tirano en potencia.
Por tanto, es necesario convencer a la gente (hay que aplicar el consenso). El convencimiento es un prerrequisito para alumbrar una sociedad más libre; tenemos que aceptarlo (ya lo aceptamos cuando insistimos en trasmitir el mensaje). Sin un consenso mayoritario (y no es que yo crea demasiado en la democracia) es difícil que la sociedad emprenda un proyecto estable a largo plazo. No hablo de convencer a todos. Simplemente digo que, si no hay una masa crítica de convencidos, el sistema se vuelve inestable, surgen revueltas aquí y allá, y finalmente se bien abajo. Una sociedad libre se debe basar en ciertas reglas sociales que se habrán de implementar de manera coactiva. Casi nadie pone en cuestión la aplicación de coacción en aquellos supuestos aislados en los que el criminal no se ajusta a las normas cívicas, y pretende romper la convivencia y el respeto mutuo. No obstante, el problema sigue siendo el de conseguir que la mayoría escéptica se amolde a esos presupuestos sin alzarse en armas. El problema no es una minoría de inadaptados. El problema aviene cuando una mayoría de gente abandona en bloque esas normas de convivencia y se revuelve contra el sistema. Es aquí cuando surge la gran paradoja del liberal, a saber, la de denunciar costumbres y creencias que siempre han pertenecido a la mayoría, y hacerlo al mismo tiempo contando con esa mayoría, a fin de integrarla en el proyecto.
He ahí la gran contradicción. El liberal, y toda persona que tenga la intención de establecer un modelo de sociedad correcto (véase que no tiene por qué ser un liberal; no estamos ahora valorando el modelo de sociedad, sino las dificultades que surgen a la hora de implementarlo), está llamada a revertir el carácter mayoritario de la gente, que siempre suele estar en contra de la verdad, como ya hemos demostrado más arriba. Por tanto, el liberal es consciente de que los principios de las mayorías suelen derivar en teorías arbitrarias, que por lo general no tienen relación con la realidad y no conllevan ningún progreso. Prueba de ello son los honores que siempre han recibido las ideas socialistas, en todas las modalidades en las que se han presentado. La democracia, que no es sino el poder de las mayorías, deviene frecuentemente en tiranía, precisamente por eso que estamos diciendo. En palabras de Hayek: El liberalismo es una doctrina sobre lo que debiera ser la ley; la democracia una doctrina sobre la manera de determinar lo que será la ley… con independencia del peso de las razones generales a su favor, la democracia no entraña un valor último o absoluto y ha de ser juzgada por sus logros… los liberales consideran muy importante que los poderes de cualquier mayoría temporal se hallen limitados por principios… La soberanía popular es la concepción básica de los demócratas doctrinarios. Significa según ellos, que el gobierno de la mayoría es ilimitado e ilimitable. El ideal democrático, originalmente pensado para impedir cualquier abuso de poder, se convierte así en la justificación de un nuevo poder arbitrario… La democracia degenera en demagogia si se parte del supuesto según el cual lo justo en una democracia es lo que la mayoría decide como tal.”
Pero así como somos conscientes de que las mayorías y las democracias entrañan casi siempre grandes mentiras, repetidas de manera sistemática, también debemos hacernos a la idea de que esas mayorías son por lo general violentas y reacias. La única solución pasa por conseguir que lo dejen de ser. Carlos Rodríguez Braun, que de esto sabe mucho, aprecia de manera significativa el pensamiento de Adam Smith, precisamente por esa moderación que recorre toda su obra. En la introducción que hace al libro de Smith, La Teoría de los Sentimientos Morales, nos dice lo siguiente: “La moderación smithsiana se observa en los criterios que recomienda seguir para las reformas… Las reformas han de hacerse con cautela y con una permanente atención al consenso popular. Hay que adaptarse a lo que piensa la gente y seguir el consejo de Solón: no buscar el mejor sistema, sino el mejor que el pueblo sea capaz de tolerar”. No estaría de más que interiorizásemos ese consejo de Solón, a fin de contemplar las posibilidades reales que tenemos de alcanzar el éxito. Nuestro proyecto se basa en unas premisas verdaderas. Nadie mínimamente sensato pone en duda eso. Pero la verdad también está compuesta por una mayoría de gente que se muestra reacia a aceptarla. Esa es la gran paradoja del liberal. Solo tenemos un material de trabajo: la masa humana. Pero, por lo que sea, ese material es el menos propicio para trabajar. Solo podemos obrar con moderación, siguiendo escrupulosamente los dictados de la realidad. Pero al mismo tiempo, solo podemos laborar con una materia prima en cierta medida inservible. Los átomos que manipula el físico no se rebelan contra él. Los del sociólogo o el economista sí que lo hacen. Ese será siempre su gran problema.
Estupendo articulo pero la paradoja es solo si observamos la sociedad desde el punto de vista socialista: intentando enseñar a la gente como deben vivir para ser felices. Su paradoja me recuerda mucho la paradoja del Darwinismo. Si queremos que nuestra sociedad vive mejor, es decir que prosperen los hábitos mas ventajosos para los humanos (=suben el nivel de vida) lo primero que deberían hacer los liberales es procurar 1) el Marco Legal estable; 2) permitir la idea de compartimentacion de la sociedad. Es decir debemos de imitar concientemente el mecanismo de la selección natural de la naturaleza.
http://etrusk.blogspot.com.es/2016/01/el-darwinismo-y-el-racismo-son.html
http://etrusk.blogspot.com.es/2016/03/ni-cartera-ni-bragueta.html
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