
Si la crítica más contundente que pueden esgrimir los comunitaristas es la de acusar al liberalismo de defender un solipsismo idealista rayano en la espiritualidad, entonces podemos estar tranquilos todos los que defendemos las ideas liberales. El concepto de soberanía individual, que continuamente está siendo puesto en duda y atacado por aquellos que no entienden lo que entraña esta noción, hace referencia a la prevalencia que hay que otorgar a la condición del individuo por sobre la comunidad. No obstante, en ningún caso se está negando la realidad contextual, la sociedad, o la política. Más bien son los comunitaristas, y su idea holística del mundo, los que vienen a ningunear en diversas ocasiones la realidad material del individuo como centro dinámico del despliegue social.
El concepto de soberanía individual centra su atención sobre el átomo que constituye la materia social, y lo hace como lo haría cualquier científico de profesión, utilizando al individuo como unidad fundamental de organización, para entender el enlace químico, la unión con otros átomos, y la sustanciación que emerge de esas interacciones. No puede ser por tanto un idealismo. Antes bien, se utiliza el mismo abordaje (científico) que ha servido durante los últimos veinte siglos para desentrañar los secretos de la materia. Resulta ridículo pues que los comunitaristas afirmen, sin ruborizarse un ápice, que los liberales somos idealistas radicales, toda vez que son ellos los que la mayoría de las veces acaban negando la realidad de las unidades más fundamentales (individuales) de todas las formas de materia.
Entender la importancia del individuo no significa negar la colectividad. Todo lo contrario, significa aceptar tres tipos de acciones colectivas a cada cual más importante. Una primera acción completamente autónoma, la cual no requeriría de la colaboración de nadie (en mi casa yo decido a qué hora me tengo que levantar los domingos). Una segunda acción que sí requiere de la colaboración siempre voluntaria de los sujetos, la cual solo se da dentro de una situación de comercio libre (cuando los individuos pactan entre ellos el acuerdo de una transacción o un intercambio). Y una tercera acción sometida al escrutinio y la valoración democrática de toda la colectividad, y de la cual el sujeto no puede hacer dejación alguna. Los comunitaristas solo exaltan esta tercera forma (estatal), olvidando las dos que más importan para el establecimiento de una verdadera teoría (que son más fundamentales), pues no hay sociedad sin individuos.
Así pues, los individuos deben gozar de la posibilidad de hacer primero lo que les dé la gana, luego lo que puedan conseguir a través del acuerdo, y finalmente lo que están obligados por su pertenencia al Estado. Estas tres posibilidades nacen de tres realidades inalienables, el espacio donde mora el individuo y que solo le pertenece a él, las cosas y los medios que solo pueden alcanzarse en colaboración o asociación con otros, y finalmente el ámbito de la polis, que surge también como necesidad debido a que existen lugares comunes que no se pueden individualizar y que tampoco pueden decidirse con acuerdos comerciales. Las calles que rodean la vivienda de una persona son espacios comunes que no pueden utilizarse de forma individual. Tampoco pueden contentar a todos. Muchas de sus características habrán de ser dirimidas e impuestas por decisión mayoritaria a través de unas elecciones gubernativas o un claustro general. Y algunas cosas ni siquiera pueden someterse a votación. Un ejemplo de coerción legítima lo representan las herramientas que garantizan los derechos básicos, la vida y la propiedad, los cuales tampoco pueden someterse a escrutinio, ni quedar al arbitrio de la decisión individual de nadie.
El liberalismo, en su forma más clásica (pura), defiende un Estado mínimo (minarquía) precisamente para dar salida a las tres acciones que acabamos de ver. El Estado como garante de última instancia, para asegurar aquel tipo de infraestructuras e instituciones irreductibles que no es posible atomizar, pero también para permitir, y no asfixiar, las acciones importantísimas que acontecen en un nivel material más básico, el de los individuos. Como vemos, resulta harto ridícula la denuncia que hacen algunos colectivistas y “materialistas” dialécticos a tenor de los errores que estaría cometiendo el supuesto liberalismo “solipsista”. Ellos son los menos indicados para hablarnos de los estados de la materia y la organización de la sociedad, incapaces de apreciar sus elementos más fundamentales. En consecuencia, ellos son los verdaderos idealistas, aunque aparenten ser otra cosa: ¡el Rey está desnudo!