Todo planteamiento relativo a la Unión Europea, y, en general, cualquier propuesta que tenga que ver con la unión de un grupo concreto de naciones, debería considerar, en primer lugar, una diferenciación de suma importancia, necesaria para entender dicho proceso de integración. Debería tener en cuenta la existencia de dos tipos de uniones de suyo incompatibles, la unión económica y la unión política. La primera consiste nada más que en eliminar las barreras al flujo de bienes, capitales y personas. La segunda en cambio aspira a conseguir todo lo contrario. La unión política no es otra cosa que la unión de todas aquellas fuerzas que, desde distintos flancos y con distintas escusas, han venido impidiendo desde siempre la función del libre mercado y el flujo internacional. Cualquier unión económica implica y demanda el respeto de unas leyes básicas que garanticen ese tránsito general. Pero esto no puede denominarse unión política. En todo caso, será una unión jurisdiccional. La unión política solo puede resultar en un aquelarre de burócratas, reunidos en torno a una hoguera de vanidades, con alevosía y nocturnidad, para convocar a todas las fuerzas del mal de las que son capaces (que son muchas).
La construcción de la Unión Europea se ha realizado en dos fases. Primero el mercado común, luego la unión política. No obstante, el primer paso nunca requirió del segundo. Eso es algo que nos quisieron vender los políticos que esperaban tener un retiro agradable en las instituciones europeas a cargo de todos los contribuyentes. Para eliminar fronteras y permitir la libre circulación de bienes y personas no hace falta crear un monstruo burocrático. El libre mercado requiere de menos leyes, y no de más. La construcción de la Europa postcomunista se basa en una concepción de la política que en realidad no disiente tanto de la que tenían los propios burócratas de la Unión Soviética. Ambas uniones han quedado en entredicho por la vorágine depredadora del recaudador de impuestos, y se han visto lastradas por la codicia infinita y el ansia de poder de los políticos, actitudes que se acrecientan si cabe más por su condición de exiliados en la ínsula de Bruselas, sede del Consejo Europeo, a donde van a parar todos los cadáveres de los ministeriales que agotan la legislatura en sus naciones de origen. Sabido es que los gatos viejos y moribundos, cuando están acorralados, son casi tan peligrosos como un tigre hambriento.
La Unión Soviética y la Unión Europea han dado muestras de ser parecidas. Y es probable que ambas acaben de igual manera. La separación de Inglaterra que anuncia el declive de la Unión Europea, se puede asemejar, salvando las distancias, a la caída del telón de acero que terminó dando la puntilla de gracia al proyecto megalómano de Stalin, y refutando de esa manera la teoría de Marx que previamente había augurado el éxito rotundo del comunismo y el socialismo internacional.
Quienes defendemos la libertad y el libre comercio solo podemos alegrarnos con este nuevo hecho histórico. Debemos agradecer a Inglaterra que haya dado el primer paso. Las sonrisas que ahora se dibujan en nuestras caras son las mismas que destacaban en los rostros, por otro lado escuálidos y demacrados, de los hombres y mujeres que se apostaban encima del muro de Berlín la noche que éste dejó de ejercer su función y de tener sentido.
Creo a pies juntillas en la unión económica y el mercado común. Desearía que esa unión fuera mundial, en el caso de que algún día pudiera ser posible. Por eso deseo que Inglaterra se separe definitivamente del resto de países europeos. Esto no es ninguna contradicción. Lo que impera hoy es una unión política que dificulta e impide la unión económica en torno a aquellos principios de libre mercado en los que yo siempre he creído. Más que una contradicción, mi apoyo al Brexit supone una reafirmación de mi posición inicial como liberal y como persona. No creo en la burocracia europea. Pero sí deseo que Europa camine hacia una mayor integración de su economía. Ese era el sueño inicial. Al principio solo había un mercado común. Luego vinieron los políticos, crearon las instituciones gubernamentales, se pusieron unos salarios exorbitados, toquetearon aquí y allá, como siempre hacen, y acabaron con aquel bello proyecto. La separación de Inglaterra recupera ese ideal perdido. Los países del continente seguirán comerciando con la isla en las mismas condiciones, por la cuenta que les trae. Solo cabe esperar un único peligro, el mismo de siempre, que los políticos resentidos de la Unión Europea castiguen ahora a Inglaterra con un embargo a la cubana. Ya hay algunos ministros que se han manifestado en este sentido. Esperemos que esto no ocurra jamás. Pero si ocurriese, no debería extrañarnos nada. Los políticos no aprenden. La maquinaria de la burocracia no descansa nunca. El populismo y la ensoñación marxista constituyen su combustible habitual. Y los pozos del alma humana que albergan ese comburente tienen reservas para mil años más. Solo cabe esperar que el hombre descubra algún día una energía más limpia, es decir, que se dé cuenta de que su destino no pasa por aceptar todo lo que le viene dado de la política, sino por entender que las únicas fuerzas que realmente estimulan el progreso social tienen una raíz económica, se deben a la iniciativa privada y las ganas de mejorar, y se hallan por tanto en el interior de cada individuo. Esos son los verdaderos resortes que habría que implementar en el aparato de la Unión Europea.