El índice de estatalización, o índice de impacto estatal, mide el grado de infiltración del gobierno en el entramado de la sociedad civil. Se calcula dividiendo el número de empleados públicos por el número total de ciudadanos, y el número de ingresos estatales (vía impuestos) por el producto interior bruto de una nación. De esta manera, se cubren los dos factores que determinan el nivel de implicación que tiene el gobierno de un país con respecto al grupo general de personas que componen el mismo. Es decir, se calcula el volumen de trabajadores que participan en la consolidación del Estado y el volumen de recursos que los mismos se llevan en la aplicación de dichas funciones, todo ello comparado con la fuerza bruta de los ciudadanos que representan el grueso de la nación.
La fórmula que he desarrollado resulta del producto de dos cocientes o fracciones naturales, y describe el índice de impacto estatal de una determinada región. A continuación se muestra la expresión matemática:
IIE= (nº de funcionarios públicos)/(nº total de ciudadanos)×(ingresos públicos)/(producto interior bruto)
Esta fórmula debería permitirnos medir el grado de estatalización al que está sometido un determinado país, y compararlo con los ratios de otros estados. A su vez, esta comparativa nos dotaría de un muestreo amplio en virtud del cual poder contrastar también el grado de bienestar que alcanzan los países con IIE diferentes, e indicarnos la tendencia que es preciso apoyar si queremos contribuir a ese bienestar disminuyendo o erradicando dicha estatalización. Lo lógico es que, a mayor infiltración del Estado, menor sea el grado de bienestar social que disfrutan los ciudadanos. El IIE simplemente vendría a ratificar con datos esta presunción.
Uno de los principales factores que modifican esos ratios matemáticos es el grado de integración o división de la sociedad en torno a las ideas e instituciones que velan por la libertad y la independencia de todos los ciudadanos. Un caso típico, en el que se pone en jaque esa unidad, es la segregación nacional.
Cuando se secesiona un país aparece ipso facto un nuevo Estado, con el consecuente aumento de funcionarios públicos y administraciones locales, y con la consecuente disminución del número total de ciudadanos en cada uno de los países que son objeto de tal división. Todo ello, unido al hecho de la relativización en materia legislativa, lleva a que el índice de impacto estatal tienda a incrementarse paulatinamente (aumenta el numerador y disminuye el denominador). Solo en el caso de que el país que se separa tenga el claro propósito de rebajar drásticamente el número de funcionarios, podríamos contemplar un escenario en el que el IIE neto disminuyese de manera apreciable. Pero no suele ser eso lo que ocurre en estos casos. El nacionalismo tiene una clara vocación política. Y en cualquier caso, a igualdad de circunstancias, para países o regiones cuya separación no modifica en nada su política de estado, la unión del territorio siempre contribuye mucho más a rebajar el valor de IIE que su posible separación. No hay duda de que, si la gobernanza se reduce a la gestión de un único Estado, y si el número total de ciudadanos no se ve disminuido por la secesión o las fronteras, el cociente que mide el índice de impacto estatal en dicho país obtiene un valor más bajo que el que se obtendría de la suma de los índices de cada una de las regiones y naciones en el caso de que se separasen, lo cual supone un índice de libertad mayor en el primer caso que en el segundo. Esto nos debería llevar a defender la integridad y la globalización por encima de la división y las segregaciones nacionales, incluso en aquellos casos en los que la separación se justifique apelando al incremento de la competencia y la libertad legislativa que eso traería, como parecen insinuar un alto porcentaje de liberales hodiernos.
Lo repetiré mil veces si hace falta: el liberal anarcocapitalista se equivoca de pleno cuando quiere someter a competencia las leyes básicas que estipulan el ordenamiento jurídico bajo el cual se establecen las condiciones esenciales necesarias para que exista la libertad que él mismo acostumbra a defender. Una ley fundamental no puede ser objeto de mercadeo. Una ley ética universal no es equiparable a un churro o a una patata. Churros y patatas los hay de muchos tipos. Los empresarios pueden competir entre ellos para ver que churros se ajustan más al carácter y el gusto de la población. Pero la ley básica no es un bien heterogéneo en manos de un churrero de feria. Solo existe una ley universal fundamental y una aplicación correcta. En este caso su comercialización resulta nefasta y absurda, e implica la inmediata relativización y desnaturalización del bien en cuestión, el cual es sin duda el más grande de todos los que existen, esto es, el único que favorece la dotación del resto de bienes. El anarquista de mercado se equivoca si lo que quiere es eliminar el Estado y privatizar completamente la oferta de seguridad y la impartición de leyes. Básicamente, es incapaz de diferenciar dos categorías legislativas muy distintas: la esencial, que no debe someterse al arbitrio de las preferencias en materia de gustos, y la contingente, que sí debe hacerlo. Las leyes más básicas no pueden ser en ningún caso un bien variable sometido al agrado particular. Muy al contrario, son un bien homogéneo, irrenunciable y por tanto uniforme (estatal). El índice de impacto estatal debe tender a cero, pero en ningún caso puede ser igual que cero. En otras palabras, un estado mínimo es necesario.