Son numerosos los liberales que afirman que el determinismo, el materialismo o el fisicalismo constituyen idearios absolutamente incompatibles con las doctrinas de la libertad que ellos defienden. Y solo unos pocos osados se muestran a favor de tamaña acomodación. Uno de ellos es Francisco Capella, liberal español y miembro fundador del Instituto Juan de Mariana. En sus últimos escritos este pensador madrileño se ha caracterizado por dos cosas, por hacer una defensa cerrada del determinismo material, en contra de aquellos que aseguran que el hombre dispone de libre albedrío, y por criticar ese racionalismo extremo que suelen manifestar algunos seguidores incondicionales de Ayn Rand. Este artículo describe mi particular visión al respecto. Al igual que Capella, yo también me declaro determinista, y también critico algunos aspectos de la doctrina de Rand. Pero esto no quiere decir que vaya en contra de la libertad del individuo (el determinismo no es eso), ni que menosprecie la trascendencia que tiene la filosofía objetivista para la causa del liberalismo (mi crítica de Rand no es una refutación completa, es más bien una enmienda parcial). A continuación intentaré desgranar las razones que me llevan a pensar así. Explicaré el motivo de mi adscripción al determinismo, y también probaré que esta postura mía entra necesariamente en contradicción con algunas tesis y convicciones de los adeptos de Rand.
El determinismo físico es una de las cuestiones más espinosas y peliagudas que existen en el panorama intelectual moderno, un problema que trae de cabeza a muchos pensadores y estudiosos de la naturaleza, todos ellos preocupados por entender mejor el mundo que les rodea, del cual forman una parte inseparable. Los deterministas defienden que todos los acontecimientos están sometidos a leyes naturales de carácter causal y mecánico. Unos rechazan esta doctrina sin paliativos. Otros la defienden sin hacer ningún tipo de concesión. En este debate no existen medias tintas. Están en juego demasiadas creencias. El determinismo echa por tierra las esperanzas de muchas personas, las cuales desearían que sus comportamientos estuviesen envueltos en un aura especiosa, o que al menos no fuesen objeto del mismo tratamiento que damos a los instintos animales o a las cosas inanimadas.
Ahora bien, ya sea para afirmar su existencia o para negarla, lo que está claro es que todos intentan definir el objeto que tratan de defender; quieren justificar su postura. Y es por ello que los únicos que incurren en contradicción son aquellos que se declaran enemigos acérrimos del determinismo y el materialismo. De lo que no se percatan estos es de que cualquier definición o descripción del universo (y cualquier defensa) pasa necesariamente por aceptar alguna forma de determinismo material. El mundo no se entendería si no fuera determinista. Y no solo eso. Además tampoco existiría. Esta cuestión del determinismo se zanja definitivamente cuando queda claro que, para comprender y describir el mundo, es necesario presuponer la existencia de una realidad determinada, esto es, abrazar una concepción determinista. Este es el mejor argumento del que disponemos quienes combatimos abiertamente cualquier forma de idealismo.
La idealización del mundo es una hidra de muchas cabezas. El ser humano es un individuo principalmente numinoso. Necesita sentirse especial, y para ello busca rodearse de una pléyade de ideas surrealistas. Imagina mundos etéreos, personifica los números, adora figuras totémicas, inventa infinidad de avatares, o sueña con ser abducido por seres provenientes de otra galaxia. Nada es suficiente. Siempre es necesario ir un paso mas allá, huir de esta realidad asfixiante que ahoga todas las esperanzas, y habitar en un mundo de ensueño hecho a medida.
Pero ahora me interesa sobre todo analizar esa forma de trascendencia que aplican también algunos pensadores liberales. Ciertos liberales, con ascendencia de sociólogos, aducen que el determinismo biológico o físico que suelen reflejar los tratados de los científicos naturalistas es incompatible con la libertad individual que ellos defienden en sus estudios sociológicos. Les resulta difícil comprender que nuestro cerebro es un producto más de la evolución, y aunque admiten esa teoría en casi todos los casos, cuando se trata de describir la mente humana siempre se cuidan de hacer una clara separación. Argumentan que la mente y la consciencia tienen “un algo” inmaterial que sería lo que permitiría rehuir las leyes físicas de la naturaleza. Esta sustancia mágica convertiría las reacciones químicas en algo distinto a lo esperado. Una especie de fuerza mística, que nunca acaba de definirse, habría invadido en algún momento de la evolución la masa encefálica del Homo sapiens, y le habría dotado de una portentosa capacidad de elegir, permitiéndole escoger entre distintas alternativas sin que medie en el proceso ningún factor mecánico externo o interno. Llaman a esa supuesta capacidad del hombre libre albedrío. Pero yo digo que no es más que otro capítulo de ese largo culebrón cuyo guión trata siempre de convertir al ser humano en un individuo especial, numinoso. Ya lo hicieron antes todas las creencias que, a lo largo de la historia, intentaron rebatir la antigüedad de la Tierra o la teoría de la evolución. Cualquier concepción o evidencia que hiciera saltar por los aires las convicciones de nuestros antepasados, que hiciera pensar que el hombre no había sido creado en unos pocos días a imagen y semejanza de dios, era inmediatamente desoída y en su lugar se contaban historias de profetas y milagros. Ahora ya casi nadie niega la evolución biológica. Pero esto no quiere decir que no se siga mitificando al hombre. Lo que se hace ahora es reservar algún área de su cuerpo (el cerebro), que inmediatamente pasa a estar al margen del proceso evolutivo, como por arte de magia, como si las leyes que actúan a todos los niveles sufriesen aquí un proceso de paralización y quedasen congeladas. Si contamos con diez mil millones de neuronas, estas funcionan en virtud de las reacciones químicas y las corrientes eléctricas de las que son deudoras. Pero súmale diez veces más (el cerebro humano cuenta con cien mil millones de células neuronales) y de repente todo cambia. Aparece el libre albedrío, y la voluntad se vuelve independiente de la materia. No parece tener mucho sentido. ¿De dónde surge entonces esa voluntad? Lo único que prueba esto es que el hombre tiene la imperiosa necesidad de inventar realidades alternativas para satisfacer su ego y sentirse a gusto consigo mismo. Su voluntad es de hierro cuando se trata de crear pamemas. Pero el hierro no es sino otro material más de la naturaleza, uno de los metales más abundantes. Antiguamente los hombres creían literalmente que ocupaban el centro del universo. Hoy en día ya nadie puede sostener esto. Pero todavía queda un último recurso: la mente. Ya no somos especiales porque ocupemos el centro del mundo. Pero de alguna manera seguimos pensando que lo somos. Queremos creer que Dios ha tenido alguna consideración a la hora de hacernos. Ahora creemos que somos la única especie que tiene un cerebro intangible, incorpóreo.
Para mí el libre albedrío no significa nada. Ahora bien, conviene matizar que esto no quiere decir que no poseamos libertad. Dicha libertad no es otra cosa que la capacidad que tenemos para elegir y perseguir aquellos objetivos que nos planteamos como individuos, sin que otras personas se interpongan en nuestro camino y nos obliguen a detenernos. Pero esto no quiere decir que las decisiones que tomamos no estén determinadas físicamente (son dos niveles distintos). Pueden estarlo (de hecho lo están) sin que por ello se resienta lo más mínimo la libertad de acción (la libertad se refiere aquí a la capacidad para actuar por nuestra cuenta y riesgo, sin que otros nos lo impidan). Todo lo contrario. Precisamente porque tenemos un organismo y una materia, es por lo que podemos existir como individuos volitivos altamente complejos. Como decía Hegel: “La independencia del hombre consiste en esto: en que sabe lo que lo determina” El hombre no es libre porque disponga de un alma o una mente indeterminadas, sin explicación. Es libre porque sabe lo que lo determina y porque puede utilizar ese conocimiento para maniobrar la máquina que le ha sido designada. Sabemos cómo funciona la realidad y eso es lo que finalmente nos libera. Sin embargo, si afirmamos que la mente es una suerte de sustancia inmaterial, nunca nos preocuparemos por saber cómo funciona en realidad, y seremos presos de esas incoherencias e ignorancias. La ciencia se enmarca en la búsqueda de conocimientos tangibles, y este proyecto solo cobra sentido cuando se presupone un mecanismo capaz de ser desvelado. Decir que hay algo que no está hecho de materia es abandonar el terreno de la lógica y la razón. Incluso si imaginamos por un momento que fuera cierta esta afirmación, su proposición seguiría careciendo de sentido, igual que no tiene sentido afirmar que existe un mundo etéreo imposible de constatar mediante prueba alguna. Por esa misma razón yo puedo hacer cualquier tipo de aseveración y pretender que sea cierta. Bastaría con asegurarme de que nadie pudiese comprobar lo que digo. Por ejemplo, podría decir que existen unicornios debajo de mi cama y acto seguido impedir que nadie se agachase para confirmarlo.
La concepción material de las cosas se encuentra inextricablemente unida a su razón de ser como objetos de estudio y deliberación, aptos para ser analizados. Pero es que además, incluso si nos abstraemos del campo fáctico de la experimentación, es fácil advertir que la naturaleza de las cosas, su cosificación entitativa, no es solo una necesidad epistemológica y conceptual, imprescindible para poder hablar y debatir sobre las mismas. Es también una necesidad metafísica, existencial. Solo puede existir un universo regido por la ley de la causalidad. Lo contrario, como muy bien señala Francisco Capella en un artículo reciente (https://www.juandemariana.org/ijm-actualidad/analisis-diario/libertad-libre-albedrio-y-determinismo), sería un mundo aleatorio, donde nada de lo que sucediese tendría su origen en leyes concretas. Un universo así no tiene el menor sentido. Si existe el universo es porque existe también un funcionamiento concreto del mismo. La principal característica de las cosas es su naturaleza concreta, su carácter de cosa. La teoría entitativa del ser se basa precisamente en eso para afirmar que todo el universo está compuesto por individuos concretos. Y esta es también la razón por la cual los seres existentes funcionan y actúan en dicho universo. Una cosa es concreta porque se dispone en el mundo de una forma determinada. Igualmente, será una cosa concreta si actúa también bajo ciertos mecanismos deterministas. El determinismo no apela exclusivamente a la capacidad del hombre para conocer las cosas con precisión, no significa que el hombre es capaz de determinar el funcionamiento de cualquier proceso físico (no en vano, el conocimiento tiene muchos límites). Determinismo significa que todo tiene que estar determinado por algo, esto es, que todo tiene que ser un ente determinado. Y esto es independiente de que lo conozcamos o no. Ahora bien, si prescindimos de las causas y las leyes físicas que describen también la mente, y extendemos esta salvedad a todos los actos que realiza el ser humano, estaremos afirmando que el hombre no es un Ser concreto, esto es, que no existe. Estaremos yendo en contra del principio más fundamental del universo, la naturaleza entitativa de las cosas. Todo tiene que tener una identidad, ser una cosa. Esto es una regla metafísica (el universo no puede ser de otra manera). Y como consecuencia de ello, también es una regla gnoseológica. Las cosas también pueden ser identificadas, pueden dejarse analizar y conocer. Pero lo que tenemos que entender es que la identificación de las cosas, su estudio epistémico, tiene en último caso un motivo más fundamental: la identidad de las cosas (su naturaleza metafísica). El determinismo no consiste solo en decir que las cosas pueden ser analizadas y determinadas por el hombre, sobre todo consiste en afirmar que todas las cosas, sus identidades y sus acciones, están determinadas físicamente, constituyen procesos concretos, y son entes reales.
El principio de identidad de Aristóteles, así como la libertad individual que defienden los liberales clásicos, presupone una característica indiscutible. Las cosas solo pueden existir si tienen entidad propia, esto es, si son individuos concretos (en términos económicos esto se denomina propiedad privada). Y el determinismo no es otra cosa que el corolario lógico de este principio. Todas las cosas están determinadas a ser como son, y dejan de ser si no son algo concreto. Si queremos defender la libertad y la propiedad del individuo, tenemos que defender también su característica más fundamental, su naturaleza determinada. La propiedad privada por excelencia, de la cual deriva la legitimidad de todo derecho de propiedad, es la propiedad entitativa, esto es, el carácter de cosa. La propiedad del cuerpo humano, así como la de los bienes materiales obtenidos con éste, constituyen la consecuencia más lógica de dicho principio. Y su importancia social no tiene otro motivo que el de ser también una parte indiscutible de esa realidad ontológica. La propiedad privada que contempla el ordenamiento jurídico, y que establece la convivencia entre las personas, no deja de ser un tipo de identidad, aquella que apela a las circunstancias concretas que determinan la razón de ser de dichas personas (su vida y sus relaciones). Y el determinismo materialista es la postura que más se ajusta a esta realidad fundamental (el ente solo puede ser algo determinado). Cualquier otra adscripción del pensamiento refleja un idealismo difícil de sostener, que viola el principio más elemental que existe, el principio de identidad.
Es curioso que algunos de los que defienden el pensamiento de Ayn Rand, el cual está basado a su vez en la filosofía de Aristóteles y en el principio de identidad, defiendan al mismo tiempo una entidad inmaterial, en lo tocante a la consciencia humana. Entidad inmaterial es un oxímoron. La filosofía racional de Rand debería excomulgar a todo el que se atreviese a realizar esta afirmación. No obstante, quizás la razón de esto se encuentre dentro del propio ideario de Rand, como parte incuestionable del único error grave que cometió esta filósofa a la hora de presentar su exposición del mundo. Ayn Rand utilizó el axioma de la existencia y la identidad para basar gran parte de su cosmovisión. Pero también quiso integrar un tercer axioma: el axioma de la consciencia. Sin embargo, la consciencia es más un resultado que un principio, el producto último de la evolución, y por tanto no podemos asignarle esencia alguna. Es verdad que la consciencia es necesaria para comprender el mundo, pero esto no significa que sea necesaria para existir. Los axiomas verdaderos tienen que basarse exclusivamente en una propiedad que represente una necesidad existencial, y que afecte a todas las cosas. Pero a veces el hombre se entretiene buscando principios del entendimiento y no de la realidad (que solo son necesarios para entender el mundo). El principal artífice de esta confusión es Emmanuel Kant. Y resulta paradójico que su principal oponente, la filósofa Ayn Rand, haya caído de nuevo en el mismo error. Yo lo llamo la falsa identificación de la gnoseología con la metafísica. Queremos buscar verdades universales, y sin embargo nos atoramos analizando y consignando realidades como la consciencia, que solo afectan al entendimiento del ser humano (son consideraciones gnoseológicas) y que no pueden constituir principios realmente generales. Quizás, esto se deba a esa necesidad sempiterna del hombre que busca trascender lo inmanente y alterar por siempre su espacio vital, aleteando en el éter como si fuese un ser divino. Es tan fuerte esa necesidad de trascendencia, que ha impregnado incluso aquellas ideologías que se suponen más racionales. Los seguidores de Rand suelen otorgar a la consciencia tanta importancia que acaban igualándose con aquellos místicos religiosos que intentan demostrar la existencia del alma. Quienes defendemos la razón, y tratamos de salvaguardar todas sus implicaciones, no podemos dejar de asombrarnos con estas derivas irracionales, aunque comprendamos en el fondo a qué se deben. Como decía Carl Sagan: “para encontrar una brizna de verdad ocasional flotando en un gran océano de confusión y engaño se necesita atención, dedicación y valentía. Pero si no ejercitamos esos duros hábitos de pensamiento no podemos esperar resolver los problemas realmente graves a los que nos enfrentamos y corremos el riesgo de convertirnos en una nación de ingenuos, un mundo de niños a disposición del primer charlatán que nos pase por delante.”
No es extraño que creamos que el ser humano es la única especie que dispone de libre albedrío. Somos los primeros animales conscientes, pero al mismo tiempo también somos inconscientes de todos los procesos moleculares que se requieren para que aparezca el pensamiento. Además, somos seres individuales y por tanto solemos mostrar gran independencia con respecto a los demás. Pero esto no debería llevarnos a creer que no existe determinismo físico.
El asombro al que nos someten algunos defensores de Ayn Rand fija nuestra atención en ese fenómeno de masas que siempre ha sido el idealismo, y nos pone sobre aviso de lo difícil que resulta a veces desembarazarse de las ideas y los camelos que alimentan la superchería y que institucionalizan las religiones. No debemos bajar la guardia nunca. Si algo nos enseña esta disputa con los objetivistas es que la razón es una especie difícil de apresar. Una criatura casi extinta, abisal, huidiza, que ha tenido que aprender a esconderse y a mimetizarse con el entorno donde habita. Aquellos que dicen ser los más racionales de todos (objetivistas), utilizan a veces la razón como mero revestimiento, para encubrir un trasfondo de idealismo insospechado. Esto debería hacer saltar todas las alarmas.
El vitalismo o animismo es una corriente de pensamiento que tiene la dudosa facultad de reportar felicidad a todos los que se abrazan a ella. En realidad, no tengo nada en contra de este placebo ideológico, siempre y cuando constituya una sensación privativa y particular, y no aspire a nada más. El problema surge con relación al pensamiento político y social, cuando se intenta trasmitir una idea falsa que puede poner en riesgo a toda la sociedad. En este caso hay que ser más exigentes y cuidadosos, y transigir menos. Por eso soy tan escrupuloso cuando se trata de señalar los errores que pudo haber cometido Ayn Rand. No es porque odie a esta autora, sino más bien por todo lo contrario. La tengo tan alta estima, y pienso que sus ideas son tan importantes, que no tengo ningún problema en criticar abiertamente algunas tesis de su obra.
Una persona que cree a pies juntillas que los extraterrestres la han secuestrado, la han abducido y la han examinado en un habitáculo de su nave, no supone un peligro tan grande como un político que piensa lo mismo, cuya locura puede derivar en algo mucho peor, haciendo tal vez que todos seamos examinados de la misma manera. Hace tiempo que me di cuenta que la superchería y las creencias de las personas solo adquieren peligro real cuando van acompañadas de ideas políticas. Antes me encocoraba cada vez que oía a alguien asegurar que la posición de los astros en el momento de nacer había determinado profundamente su carácter, hasta el punto de decidir sus hábitos alimenticios, su pareja o sus hobbies. Me enojaba toda forma de estupidez. Ahora eso me importa menos. Me parece mucho más preocupante la superchería marxista y la irracionalidad del comunismo, que suelen manifestar muchos de nuestros representantes en las instituciones y que suele derivar en graves consecuencias para todos. Y por lo mismo, también pienso que es preciso atender al pensamiento extremado de los filósofos sociales, y dejar en un segundo plano a los naturalistas y los cienciólogos excéntricos. Algunos defensores de Ayn Rand se encuentran entre esos filósofos. No tengo reparos a la hora de criticar algunas convicciones suyas. Sobre todo, rechazo esa deriva que han adoptado ciertos objetivistas, con la que dan tanta importancia a la razón que terminan pensando que la consciencia humana es una especie de objeto de adoración, un tótem milagroso y un emblema al margen de las leyes más básicas de la física y la biología. Quizás algún día se hagan con el poder y acaben matando a todos aquellos que muestren un atisbo de emoción. Por supuesto, esta admonición no deja de ser una caricatura del objetivismo de Rand. Personalmente pienso que esa exacerbación de la razón solo afecta a ciertos seguidores. Pero resulta significativo que la mayoría de ellos aseguren que defienden la razón y luego pongan en cuarentena la misma cuando se asoman al cerebro humano para descubrir dentro un ánima inmaterial. No encuentro otra justificación a esto que la mera defensa de un vitalismo antiquísimo, instintivo, que ya primaba las vidas de los primeros habitantes de la Tierra.
Tenemos que ser muy cautos a la hora de definir algo. No podemos hablar sobre una realidad que no podemos catalogar como materia física (valga la redundancia). Y sobre todo, no podemos confundir el determinismo con la falta de libertad, toda vez que determinismo e individualismo son la misma cosa. El individuo es por definición algo determinado. Y como esto es así, y como eso es un principio universal irrefutable, la consciencia también tiene que regirse por las mismas reglas. Todo está determinado a ser de alguna manera. No puedo dejar de pensar en esto cada vez que un objetivista sugiere que la mente supone una paralización de las reglas físicas. Nada es ajeno a dichas reglas. Todo resulta de la organización atómica que acontece bajo el influjo de los campos de fuerza y los vectores que proyectan en su entorno las partículas materiales. Lo cual no quiere decir que los hombres seamos un puñado de átomos sueltos. Todo lo contrario, somos combinaciones y organizaciones altamente complejas. Pero no somos entes inmateriales. Nuestra volición es el resultado de millones de procesos químicos y eléctricos, que a su vez son resultado de la historia evolutiva. Y la libertad es la manera de ser de todas esas estructuras. Con respecto al hombre, la libertad se define como la ausencia de coacción, y consiste en aquel estado que se alcanza de motu propio cuando no existen agencias externas que condicionen el movimiento y la acción de un individuo en particular, hasta el punto de modificar su conducta impidiendo que persiga sus propios fines. Pero esto no quiere decir que el hombre en sí no esté determinado físicamente. Quiere decir simplemente que esos determinismos físicos que lo condicionan, en función de los cuales se mueve y actúa, no sufren influencias externas ni son obligados a separarse del camino que siguen normalmente cuando no quedan sometidos a los demás, esto es, cuando el hombre puede elegir por si mismo el objetivo que desea alcanzar, sin que medien por él.
Por consiguiente, resulta fundamental distinguir dos conceptos de libertad. Por un lado tenemos el concepto de libertad social, que acontece cuando no existe coacción por parte de los hombres. Y por otro lado tenemos la noción de libertad física (o libre albedrío), situación que acontecería exclusivamente si las moléculas pudieran contravenir las leyes naturales. Por supuesto, esto no ocurre jamás, pues únicamente resulta de la imaginación y la fantasía que despliegan algunos mortales, incapaces de asumir su propia condición.
Y es particularmente importante de nuevo no confundir el determinismo materialista que siempre se suele asociar al marxismo, en el cual se afirma que las sociedades están predeterminadas por la dialéctica hegeliana, la lucha de clases, la supremacía de la igualdad, la victoria final de un único colectivo y la colectivización y homogenización de todos los medios de producción, del determinismo que estamos defendiendo aquí, que afirma todo lo contrario, esto es, que las cosas son entes determinados, mecánicos y concretos, y que por tanto presentan una individualidad y una pluralidad constitutivas. El determinismo hegeliano es de corte colectivista, mientras que el determinismo que defendemos aquí es individualista. Y esta es una diferencia crucial. En el marxismo los individuos quedan determinados y conminados por las imposiciones y las veleidades de aquellos líderes totalitarios que se hacen con el poder de forma violenta. En cambio, en el determinismo individualista la persona que actúa es libre para expresar su propia naturaleza individual, pero precisamente por eso debe ser consciente también de sus propias limitaciones, de los mecanismos y condicionamientos internos (físicos, químicos y biológicos) que la determinan, a los que debe la posibilidad de actuar de la manera que lo hace.
Una vez hechas estas aclaraciones, resulta más fácil entender que la defensa o consignación del determinismo físico (los condicionamientos internos) en nada supone un desmedro o un menoscabo de la libertad social, que tiene que ver con otra cosa, con el grado de permisibilidad política (con condicionamientos externos), y que se podrá seguir defendiendo aún cuando pensemos que en el fondo no somos otra cosa que moléculas y citoplasmas.
El determinismo y la libertad no son conceptos antitéticos. Antes bien, son definiciones equivalentes. Ninguna de ellas tiene sentido sin la otra. Estamos determinados a ser individuos libres (la libertad de acción es el más claro reflejo de la individualidad, y esta a su vez solo tiene sentido si el ente que actúa está delimitado y determinado en todo momento, esto es, si es un ente concreto) y al mismo tiempo, y como ya dijera Hegel, solo somos libres si sabemos lo que nos determina, es decir, si conocemos la máquina que somos, y si la podemos manipular a nuestro antojo. La sabiduría se materializa en el hombre cuando éste es capaz de determinar y modificar el funcionamiento de algún proceso natural (necesidad gnoseológica). Pero además, con independencia de este conocimiento, el propio mundo está obligado a ser algo determinado (necesidad metafísica). Y el liberalismo es la única ideología que ha sabido interpretar correctamente esa condición ecuménica. Cuando toma al individuo como principio básico, no está haciendo otra cosa que defender el determinismo. El individualismo metodológico afirma que todos los fenómenos sociales son explicables por elementos individuales, y esta es sin duda una concepción determinista. Un elemento individual solo puede definirse si dispone de alguna entidad, esto es, si es algo determinado y si actúa también para serlo (si a una causa le sigue un efecto). El reduccionismo que aplican las ciencias naturales tiene en el individualismo metodológico su máxima expresión. Cualquier explicación material (y racional) de la naturaleza busca describir las partes individuales que constituyen, condicionan y provocan el funcionamiento de todas las cosas. Lo cual nos debería llevar a aceptar que, en el fondo, solo estamos hechos de partes moleculares (nanomáquinas), y que no somos otra cosa que el resultado de su movimiento. Por eso y por todo, no nos confundimos si afirmamos sin ambages que el liberalismo es determinismo. Cualquier defensor de la libertad individual debería defender también el estudio material de la mente, como parte indiscutible del individuo. De lo contrario, estará cayendo en clara contradicción, es decir, estará yendo en contra del principio entitativo que sustenta en último término esa concepción individualista (determinista).
Soy católico y liberal (partidario del gobierno limitado). Comparto contigo la idea de que el determinismo y la libertad individual son conceptualmente compatibles. Así lo entendió David Hume, que era liberal y determinista. Sin embargo, esta compatibilidad, a la postre, no sirve de nada, porque opino que el determinismo es falso. (Y por cierto, lo creía también el filósofo de la ciencia, y liberal agnóstico, Karl Popper.) La clave está en este párrafo tuyo:
«Solo puede existir un universo regido por la ley de la causalidad. Lo contrario, como muy bien señala Francisco Capella en un artículo reciente, sería un mundo aleatorio, donde nada de lo que sucediese tendría su origen en leyes concretas.»
Creo que existe una tercera posibilidad, y es un mundo donde la realidad primordial sea una Inteligencia consciente y libre, a la que llamamos Dios. Es decir, entre un mundo rígidamente determinado y un mundo absurdo, donde nada ocurre por alguna ley, existe esa tercera posibilidad de un mundo regido por leyes que tienen su origen en un Ser libre e inteligente. Este ser no actuaría caprichosamente, aunque sea libre de actuar de un modo u otro (podría no haber creado el mundo, o haberlo hecho de otro modo).
La explicación teísta puede parecer, a primera vista (veo que es tu opinión) una escapatoria sentimental del ser humano. Sin embargo, yo he llegado a ella, después de ser agnóstico durante la mayor parte de mi vida, por consideraciones racionales (si acertadas o no, no soy yo quien debo decirlo). Sólo después he vuelto a abrazar el catolicismo de mi infancia. Mi razonamiento, en pocas palabras, es que el teísmo explica mucho mejor las cosas que el determinismo materialista y, por supuesto, que el irracionalismo (este, por definición, no explica nada.) Y explica mejor las cosas que el materialismo, porque este es incapaz por completo de decirnos por qué el mundo es como es, regido por determinadas leyes y constantes físicas, y no por otras. En cambio, si suponemos que Dios ha creado el mundo, sabemos que tiene sus razones para haberlo hecho así, porque es infinitamente inteligente y perfecto (debido a que nada lo limita). Naturalmente, no podemos comprender en detalle esas razones, porque Dios es infinito, pero lo importante es que las razones existan. Y eso sólo lo garantiza el teísmo. El determinismo puede aducir que existen también unas razones impersonales que no conocemos, pero eso niega la posibilidad lógica de las alternativas. La única opción de un determinismo coherente sería la hipótesis conocida como multiverso extremo, que todas las posibilidades lógicas son reales. Pero eso nos conduciría por un rodeo paradójico al irracionalismo, porque una posibilidad lógica es que ahora mismo aparezca un rinoceronte en mi habitación. (Las leyes físicas que lo impiden son sólo una posibilidad lógica entre otras.)
Si deseas una exposición más desarrollada de mi idea de que existen tres posiciones metafísicas fundamentales (en lugar de las dos que tú admites), puedes leer mi artículo «Cristianismo, ¿verdad o mentira?» en mi blog Archipiélago Duda. El tema que nos interesa aquí lo trato hacia el final, aunque quizás podría interesarte leerlo entero, como un punto de vista muy distinto a los tuyos. Un saludo, y disculpa la extensión.
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Muchas gracias por tus recomendaciones y tu interés. Yo fui católico en el pasado y respeto las convicciones de cada cual. No vamos a negar que existe una posibilidad de que ese ámbito de la realidad que nunca podremos conocer este ocupado por un ser superior. Pero precisamente por eso, la defensa de la religión me parece una espita o una puerta de atras por la que salir huyendo del razonamiento lógico. Lo que tenemos que determinar es la naturaleza del mundo conocible y discutir sobre ella. Lo otro siempre serán meras especulaciones que no aportan nada. Afirmar la existencia de dios es decir poco. Aunque estas son mis impresiones al respecto (sin entrar en muchos detalles) leeré atentamente tu blog. Muchas gracias.
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¿Qué es la mente?
A menudo decimos mi mente , mi mente pero si alguien nos preguntara qué es la mente no sabríamos dar una respuesta acertada. Esto se debe a que no comprendemos de manera correcta la naturaleza y funciones de la mente. La naturaleza de la mente es claridad, en el sentido de que es algo vacío, como el espacio carece siempre de materia, forma y color.
La función de la mente es percibir o comprender objetos. Por lo general decimos «Veo esto o aquello» , porque nuestra mente ve ese objeto. Debido a que nuestra mente comprende las cosas, decimos: » Entiendo» . Por lo tanto , nuestra precepción y comprensión son funciones de la mente; sin ella seriamos incapaces de percibir y comprender objetos.
Además una de las funciones principales de la mente es designar objetos. Sin nombre las cosas no podrían existir. La mente designa nombres al pensar: «Esto es tal cosa». Por lo tanto los objetos solo existen gracias a que la mente los designa. De ello podemos comprender que todo es creado por la mente, incluido el universo. No hay ningún creador aparte de la mente. Esta verdad no es difícil de comprender si se analiza con cuidado.
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La mente no puede ser un subproducto de procesos físicos o químicos del cerebro, ya que la mente designa y crea el cerebro . El cerebro, el cuerpo, la materia no puede existir sin una mente que la designe. El cuerpo y la mente son entidades distintas aunque relacionadas. Por lo tanto, las causas que los producen son distintas, la causa de la mente del momento presente es la mente del momento anterior, y así sucesivamente. Mientras que la causa del cuerpo es física la de la mente no lo puede ser.
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El discernimiento se define como el factor mental cuya función es aprehender la característica distintiva de un objeto.
La función del discernimiento es distinguir un objeto de otro e identificarlo como esto y no como aquello. El discernimiento asociado a las mentes conceptuales sirve también para designar, denominar o nombrar objetos. Hay dos maneras de designar: con la palabra o con el pensamiento. La primera es lo mismo que nombrar; y la segunda que concebir.
Las características distintivas o definitorias de un objeto no existen por parte del objeto, sino que son meramente designadas por la mente que las aprehende. Esto se puede commprender al contemplar como distintas personas perciben un mismo objeto. Por ejemplo, al observar a alguien llamado Juan, una persona puede identificar a un enemigo y otra a un amigo. Esto sería contradictorio si las características de un amigo y de un enemigo existieran por parte de Juan, pero como son meramente designadas sobre él por distintas mentes, no lo es. Juan no posee por su propio lado un conjunto inalterable de características definitorias «esperando» a que diversas mentes puedan descubrirlas; lo que Juan es, solo depende de cómo lo identifican las mentes que lo aprehenden. De ello se deduce que podemos elegir como identificar los objetos.
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La imagen genérica se define como el objeto aparente de una mente conceptual.
Hay cinco tipos de objetos: objeto aparente, objeto observado, objeto conectado, objeto aprehendido y objeto concebido. Cuando, por ejemplo, vemos una mesa, dicha mesa es el objeto aparente de nuestra percepción visual porque aparece de manera directa ante ella. También es el objeto observado, el objeto conectado y el objeto aprehendido de la percepción visual porque en ese momento la mente está enfocada en la mesa, comprende este objeto y lo aprehende. Sin embargo, la mesa no es el objeto concebido de la percepción visual porque solo las mentes conceptuales tienen objeto concebido. En nuestro caso, las mentes no conceptuales no pueden concebir un objeto.
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¿Cómo es posible afirmar científicamente que la mente es materia, cuando nuestra experiencia directa nos demuestra lo contrario? Acaso la mente de amor tiene alguna propiedad física, tiene forma, color, sabor, se puede ver, fotografiar, medir. Obviamente, no porque el amor es un tipo de mente y como mente es claridad es decir es vacía como el espacio y no tiene ningún atributo físico. Sin embargo, es obvio que existe ya que se puede experimentar. Vosotros creéis que la mente es un subproducto del cerebro, cuando la realidad nos demuestra que la materia es solo una mera designación de la mente conceptual. El cerebro es solo una parte del cuerpo, pero no es la mente ni tampoco puede crear la mente, ya que sus naturalezas son distintas. Algo material no puede ser la causa de la mente que es inmaterial. Es más, podemos inferir que el mundo material, el universo entero es una mera creación de la mente, la mente tiene el poder de crear toda nuestra realidad y la experiencia de nuestros sueños así lo demuestra. Podemos soñar con un elefante, lo podemos tocar, sentir, ver. Pero es evidente que el elefante es solo una creación de nuestra mente, una apariencia en nuestra mente sutil del sueño. Así que la conclusión es que el universo entero es una mera designación mental y como tal es vacío de existencia propia. La mente es la reina, la que tiene todo el poder y el cuerpo , la materia va detrás igual que un títere depende del titiritero para poder moverse y actuar. Al cerebro y al cuerpo cuando no hay mente lo llamamos cadáver.
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