Este artículo se basa en una reflexión de Ayn Rand. En ella, la escritora ruso-americana lleva a cabo una equiparación inconcebible (los legos no la entenderían: a la mayoría le parece absurda). Compara el fascismo que había devastado Europa durante la primera mitad del siglo XX con esos sistemas democráticos que se instauraron posteriormente, supuestamente para enmendar los errores anteriores. Estas democracias constituyentes suponen para Ayn Rand otro tipo de fascismo, un fascismo especioso al que, según nos dice la propia autora, estarían abocadas todas las sociedades hodiernas. Ese nuevo fascismo, que rige estas democracias actuales (que Ayn Rand llama economías mixtas, a medio camino entre la tiranía y la auténtica libertad) salidas de los rescoldos de esas guerras mundiales, no es, en palabras de Rand, un tipo militante de fascismo, ni un movimiento organizado de demagogos chillones, matones sangrientos, histéricos intelectuales de tercera y delincuentes juveniles; el nuestro es “un fascismo fatigado, cansado, cínico, fascismo por defecto… un desastre flameante… el colapso pasivo de un cuerpo letárgico lentamente carcomido por la corrupción interna.”
La esencia del totalitarismo es la coacción, necesaria siempre para elaborar esa ficción que exige el estado perfecto: el bien común. Así es como nacen todos los regímenes absolutistas. Un pequeño grupo de personas, una ristra de líderes, acicateados por unas ideas ilusivas, apoyados y aupados por la ciudadanía, que constituye distintos grupos de privilegio, promueven la coacción y el saqueo del resto de la población, la cual acaba padeciendo la abyección de esos tiranos y ese séquito de seguidores. Cuando esto sucede a una escala muy grande el totalitarismo se convierte en un Estado genocida y supone una abominación que quedará registrada para siempre en las páginas más negras de la historia humana. La legitimación del terror es la amenaza más peligrosa contra los derechos de la mayoría.
Pero no hace falta acudir a los grandes totalitarismos para encontrar ejemplos de este tipo de abyecciones. En las democracias actuales existen ejemplos de sobra. La coacción, ejercida por una minoría, a costa de una mayoría, en nombre del bien social y la igualdad, también sirve para justificar el régimen actual. La escala es menor. No obstante, las bases que sustentan esas canalladas son las mismas.
Los medios de comunicación y la sociedad en general suelen resaltar y encomiar los combates que protagonizan las clases menos favorecidas, pero jamás se preguntan cuál es la razón de que estén menos favorecidas. Tomemos como ejemplo a los mineros de las cuencas leonesas y asturianas. Su objetivo es claro, consiste en obligar al Estado, es decir, a todos los ciudadanos que pagamos impuestos, a seguir manteniendo con el dinero de los contribuyentes una industria que no es capaz de sobrevivir por sí misma y que está dando las últimas bocanadas. Es decir, una minoría de trabajadores pretende, por la fuerza y mediante la coacción, que todos los demás compremos el carbón a un precio mucho más caro que el que podríamos obtener voluntariamente en el mercado exterior. Además, exigen que paguemos todos los meses, religiosamente, con una parte de nuestro sueldo, en concepto de manutención. España pasa por una recesión enorme: cada vez hay más familias que no pueden llegar a fin de mes. Pero los mineros siguen tensando la cuerda, quieren que el Estado soporte más déficit, el déficit que genera esa industria del carbón paupérrima. La única forma de obrar este milagro es aumentando los impuestos y repercutiendo la ineficiencia de esas explotaciones mineras en los ciudadanos de este país, los cuales además tendrán que pagar un mineral de menor calidad y mucho más caro. Mientras, los mineros se aseguran un puesto de trabajo que no depende de la rentabilidad y la eficacia, o de una auténtica demanda, sino de la coacción y los privilegios que obtienen esos grupos de presión a través del chantaje y la coacción, cortando las vías del tren, quemando neumáticos, rompiendo escaparates, para mayor molestia de todos los ciudadanos. El estilo caciquil es el mismo que caracteriza a cualquier totalitarismo.
Cualquier grupo privilegiado, junto con todos los líderes y gerifaltes que promueven esos privilegios, acaba siendo víctima de su propia estupidez, de sus incoherencias y sus falsedades. La Unión Soviética, el mayor experimento marxista de la historia, sufrió una implosión como consecuencia de las iniquidades que cometían los líderes que gobernaban esa dictadura. Las numerosas regalías con las que contaban los sátrapas, y las concesiones que se hicieron a una ideología errónea, propiciaron el desmoronamiento de todo el régimen. Las democracias actuales, basadas en el supuesto beneficio de la subvención, constituyen otro tipo de privilegio nefasto, da igual que se privilegie el carbón o cualquier otra industria. La subvención siempre crea un problema mayor, y al final todos lo terminan pagando, incluso aquellos que lo estuvieron fomentando: el parásito jamás sobrevive a su hospedador.
Todos los regímenes totalitarios, da igual el signo que tengan, presentan una raigambre común. Sueñan con una solución perfecta que remedie los problemas que acucian al hombre desde tiempo inmemorial. Son totalitarismos porque buscan una solución total, y también porque están dispuestos a todo, con tal de conseguir esa quimera. La panacea que anuncian solo puede producir un efecto: el bien común. Solo cuando todos estemos en perfectas condiciones podremos afirmar que hemos conseguido una solución idónea. Avalados por esta idealización, intentan remediar las injusticias que ellos consideran execrables, todas aquellas cosas que impiden alcanzar ese estado fetén. De este modo, conceden prerrogativas y exenciones que benefician a distintos grupos de individuos. Pero no se percatan de que cualquier beneficio conlleva siempre un perjuicio equivalente que recae necesariamente sobre todos los que no son objeto de la generosidad del benefactor. El paraíso anunciado solo funciona en las mentes utópicas y perfeccionistas de esos líderes y lacayos totalitarios. En realidad es imposible que todo el mundo resulte beneficiado siempre. Cuando se beneficia a unos, se hace a costa de los demás, que normalmente se convierten en esclavos de los primeros (Ayn Rand: “Muchas personas creen que el altruismo significa bondad, benevolencia, o respeto por los derechos de los otros. Pero significa exactamente lo opuesto: enseña el sacrificio personal, así como también el sacrificio de los otros ante cualquier necesidad pública no especificada; considera al hombre como un animal de sacrificio”). Algunas veces esta elección y estos privilegios se basan en un prejuicio racial, como ocurrió en la Alemania nazi. En otras ocasiones surgen como consecuencia de un rencor de clase, y acaban amparando una tiranía comunista. La mayoría de las veces, sin embargo, son fruto de unas ideas más elaboradas, aparentan modernidad (sus promotores no están dispuestos a todo, como si ocurre en los otros totalitarismos), avalan unas medidas constitucionales, un marco legislativo, y una representación parlamentaria. No obstante, estos nuevos regímenes, democráticos, persisten en la idea de apadrinar y favorecer a distintos grupos de individuos, al objeto de que todos acaben siendo beneficiados (esta es otra esencia del totalitarismo, la de querer una solución total).
Como he dicho, el totalitarismo se caracteriza por dos cosas, por buscar una solución total y por estar dispuesto a todo. Pero el totalitarismo moderno: la democracia, en vista de las masacres que se han llegado a cometer para alcanzar esos objetivos omnímodos, ha intentado lavar su imagen y ha sabido renunciar a la segunda cualidad: la de estar dispuesto a todo. Sin embargo, no por ello deja de ser un totalitarismo. Persisten las soluciones globales que buscan un mundo imaginario irreal, y que intentan usar los medios legales necesarios para ir consiguiendo sus propósitos. El mundo que imaginan los demócratas es el que ellos consideran mejor, un mundo maravilloso donde todos seremos finalmente felices, es decir, iguales. Pero en realidad las personas somos diferentes, carecemos de los gustos que tienen los líderes electos, no obtenemos la felicidad con las mismas soluciones. Así que ese mundo imaginado solo se puede implementar a través de la coacción y la dominación que ejerce la mayoría de votantes, amparados por la democracia.
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