“Me da miedo que mi causa me supere. Soy como Creso, sumergido en la riqueza de los hechos que poseo.” (Darwin,1809-1882).
El conocimiento produce vértigo cuando es un solo hombre el que admira la obra que han construido una multitud de ellos.
Cada vez me siento más identificado con este adagio de Darwin: “Me da miedo que mi causa me supere. Soy como Creso, sumergido en la riqueza de los hechos que poseo”. Cuanto más cerca está uno de morir, menos es el tiempo que le queda para construir, y más son los datos que se acumulan esperando alguna ubicación. Aumenta la experiencia y se reduce el tiempo de trabajo. Y el agobio se multiplica por dos, y luego por cuatro. La obra de una vida se convierte en una carrera amarga contra el dios del tiempo, y el placer que antes te procuraba el descubrimiento y la elaboración de una nueva filosofía, va disminuyendo a medida que aumenta esa claustrofobia temporal. Necesito al menos mil años de vida. No pido la eternidad. La finitud también da sentido a la carrera. Si no existiera la muerte, no existiría la vida, ni la motivación que te encamina directamente a la meta, ni el placer que evoca la contemplación del trabajo terminado. Pero al menos podría vivir algunos años más. Ochocientos o novecientos. No pido demasiado. Ojalá se pudiera cambiar el tiempo como se cambia uno de zapatos. El suicida deja su calzado al lado del cadáver y se va de puntillas. Ojalá pudiera dejar también los años que le quedan de vida y que ya no tienen ningún valor para él. Yo iría recolectando esas añadas como si me fuera la vida en ello, como si los segundos fueran pepitas de oro y el tiempo un filón mineral o una veta deteriorada.