«Por qué nos gustan las mujeres. Porque tienen pechos redondos, con pezones que se yerguen por debajo de la blusa cuando tienen frío, porque tienen un trasero grande y rollizo, porque tienen caras de rasgos dulces como las de los niños, porque tienen labios decorosos y lenguas que no te repugnan. Porque no huelen a transpiración o a tabaco barato y no les suda el labio superior. Porque se dibujan y se pintan la cara con la atención concentrada de un artista inspirado. Porque tienen la obsesión de la delgadez de Giacometti. Porque descienden de las niñas. Porque se pintan las uñas de los pies. Porque son extraordinarias lectoras para las que se escribe tres cuartas partes de la poesía y de la prosa del mundo. Porque las enloquece Angie de los Rolling. Porque las enloquece Cohen. Porque sostienen una guerra total e inexplicable contra las cucarachas. Porque incluso la más dura business woman lleva bragas de florecillas y encajes enternecedores. Porque te dicen te quiero justo cuando menos te quieren, como una especie de compensación. Porque no se masturban». (Mircea Cartarescu, 1 de Junio de 1956)
¿Cómo describir a la mujer que me gusta? Es imposible. Solo se puede pensar. Tiene los ojos vivísimos: las pupilas le titilan como dos luceros lejanos. Es espontánea. Se emociona como una niña recién enamorada, recién nacida. A veces es un poco caprichosa. Muy cariñosa. La mujer que me gusta tiene una pasión que se desborda con solo tocarla, una pasión que se percibe de inmediato, con cada gesto de su cara. Camina dando pequeños saltitos. Es ocurrente, pero a veces no se le ocurre nada, y se queda atribulada, traspasada por la vergüenza; que graciosa está. A veces es miedosa, y solicita mi ayuda. Otras veces expresa una decisión ingenua, pero siempre acaba teniendo razón, aunque se equivoque. La mujer que me gusta tiene las piernas rectas, los pechos firmes y desafiantes, y la boca carnosa. Pero sobre todo, lo que verdaderamente la define, lo que la hace tan hermosa, es que jamás se confunde, aunque se confunda; nunca puedo llevarle la contraria. Me gusta ver como se sale con la suya, porque cuando está contenta mueve la naricilla como un conejillo de indias, y por un momento parece que estuviera oliendo mí presencia. La mujer que me gusta ya no está conmigo; no está destinada a quedarse quieta en un lugar concreto. Me gustan las mujeres ágiles, etéreas, emotivas, bulliciosas, despiertas, vivísimas, graciosas, que tienen un carácter intenso y verdadero, una condición que no se puede domeñar ni retener demasiado tiempo. Es el precio que tengo que pagar si quiero deleitarme un instante con su presencia, disfrutando de esa hermosura evanescente y gaseosa, que se diluye poco a poco entre los dedos. Algunos darían la vida por estar con una chica sensata y tranquila. Yo doy la mía a cambio de pasar unos días con esas mujeres que me gustan, a sabiendas de que el precio que tendré que pagar es el de una soledad larguísima. En verdad merece la pena. Aunque después me quede tristísimo, llorándolas.
El feminismo contemporáneo reivindica una mujer andrógina, cada vez más parecida al hombre. Pero la verdadera libertad del individuo, y también la de las mujeres, debe caminar en sentido contrario. Las personas seremos más libres en tanto en cuanto seamos más diferentes e independientes. La mujer debe ir y venir, mostrarse tal y como la naturaleza la creó, enseñar su belleza, desplegar sus estrategias, andar de forma diferente, y, llegado el caso, irse para no volver…