Nada menos que doce personas han muerto ayer en un ataque brutal contra la sede parisina del semanario satírico Charlie Hebdo, que había sido objeto de amenazas en el pasado por haber publicado caricaturas de Mahoma. Todas las fuerzas policiales de la capital francesa están en máxima alerta. No obstante, sobre lo que se quiere alertar en este artículo, y lo que debería ser el motivo más importante de nuestras cuitas, es la muerte de una víctima mucho más grande, la muerte de la sociedad entera, la sociedad occidental.
Una de las cacas más grandes y malolientes que existen en este mundo de mierda, es esa idea que excretan algunos biempensantes occidentales, en torno a la cual esperan erigir una versión propia de la defensa que, según ellos, abogaría a favor de las verdaderas libertades del ser humano, afirmando que todas las sociedades son equivalentes culturales respetables, que en realidad solo existen unos pocos grupúsculos incorrectos que cometen barbaridades, y que por tanto no es conveniente dibujar el escenario de una batalla general. De este modo, aducen que no es cierto que estemos asistiendo a un choque de civilizaciones que enfrenta a dos culturas y dos formas de ver la vida básicamente opuestas, por un lado la que se ha bruñido y ha triunfado en los últimos siglos alrededor de Occidente, siguiendo las enseñanzas de Locke, Hume y otros padres del liberalismo anglosajón, y por otro lado la que ha calado en el corazón y el ADN de una gran parte de la sociedad oriental, complacida y fanatizada por las enseñanzas de profetas y turiferarios mahometanos, heraldos todos ellos de unas creencias religiosas ignominiosas e intolerantes. Y es que algunos siguen empeñados en defender ese aborto intelectual que parió hace ya algunos lustros la élite política de Europa, conocido como alianza de civilizaciones, y que tantos adeptos y seguidores tiene también en nuestro país (aún se recuerdan las égidas que llevó a cabo el insigne Zapatero, caballero donde los haya, hombre de honor y leal amigo de las causas que fijan sus empresas allende los mares). Sin embargo, dicha concepción no es más que la muñiga infecta de un relativismo cultural que se afana en abrogar los principios más objetivos de la libertad, con la escusa del respeto y la moderación. El fanatismo islamista tiene en Europa un amigo de juegos incondicional, que la mayoría de las veces demuestra una fidelidad rayana en lo absurdo.
Aún están calientes los cuerpos de los diez periodistas que ayer escribían y dibujaban libremente en la revista Charlie Hebdo y que hoy han entrado a formar parte del tesoro de trofeos humanos que enarbola jubiloso el victimario musulmán, y ya han salido a la palestra algunos compañeros y medios de comunicación para reivindicar el respeto de todas las culturas y religiones y el anhelo de una alianza de civilizaciones incondicional.
En el mundo existen dos tipos de personas despreciables, los “valientes” que asesinan a sangre fría a seres humanos indefensos, y los cobardes que miran para otro lado y esperan que no les toque a ellos la próxima vez. Los terroristas musulmanes pertenecen a la primera categoría, y los ciudadanos europeos, que se abstienen de condenar tajantemente los orígenes culturales de esos sanguinarios y malnacidos, se adscriben sin duda a la segunda clase. Todas las tiranías se alimentan con estos dos tipos de visaje. Cuando Hitler ascendió al poder y masacró en los campos de concentración a millones de personas, la sociedad alemana en general estaba mirando para otro lado, justificaba los crímenes de lesa humanidad utilizando cualquier disculpa que encontraba, o simplemente no quería enterarse de nada. No es que no supiera lo que estaba pasando, lo sabía o lo intuía, pero le daba igual. No quería enfrentarse a la realidad. Solo un imbécil puede pensar que los nazis pudieron haber erigido por todo el país esas catedrales de Belcebú, donde se quemaban todos los días decenas y centenas de judíos y disidentes, al mismo tiempo que ocultaban a la población toda la infraestructura, el apoyo logístico, y el abastecimiento industrial que las mismas requerían. Solo un estúpido puede pensar que el nazismo fue obra solo de un grupo de asesinos. Los campos de concentración fueron el resultado de una sociedad envilecida y aborregada, que por un lado asesinaba en masa a la población, y por el otro cerraba los ojos y miraba para otro lado, o seguía con su vida hedonista como si tal cosa. Pues bien, en el caso de los islamistas pasa exactamente lo mismo. Algunos grupos de personas son capaces de asaltar las embajadas y los periódicos de todo el mundo, poniendo en jaque su propia vida y jugando con la muerte como si no les fuera la vida en ello, preocupados únicamente por saber cuántas esclavas y rameras van a poder tener en el paraíso que esperan alcanzar. Pero tampoco hay que ignorar el caldo de cultivo en el que esos fanáticos se han criado. No hay que minusvalorar el poder de una sociedad entera, enferma y carcomida por el odio a Occidente y a todo lo que tiene que ver con las libertades y los derechos fundamentales del hombre, y analfabeta por tantos años de adoctrinamiento y prohibiciones. No hace falta que sus ciudadanos se encorseten un cinturón de explosivos alrededor del cuerpo y salgan a matar infieles. Basta con oír su silencio, o con apreciar las diversas manifestaciones y expresiones de alegría que se producen en muchos países árabes después de estas masacres. Es verdad que a veces también se producen condenas directas, pero la tónica general no suele ser esa (apenas hay algunos que saben balbucear los principios que sostienen a una civilización realmente libre; esto se ve sobre todo en el trato que dan a las personas más indefensas, los niños y las mujeres). Igual que hay individuos y asociaciones de malhechores que ejercen el asesinato sin ninguna contemplación, también hay sociedades enteras que están podridas y enmohecidas por dentro, aunque por fuera aparenten una cierta solidez. Un buen grupo de países árabes pertenecen a ese género. Y un buen grupo de medios de comunicación, voceros políticos, mojigatos blandengues, cobardes imberbes, y ciudadanos occidentales contribuyen a engordar las filas de ese fanatismo con su negativa a condenar y aceptar el origen sistémico y sociológico de la bazofia intelectual y moral que representan algunos exponentes y grupúsculos asesinos. Con todas esas apreciaciones amaneradas y esos eufemismos hipócritas que evitan la crítica de ciertas sociedades y culturas, los europeos están convirtiendo Occidente en la segunda patria de los ayatolás, y están alisando el terreno para la segunda venida del profeta Mahoma.
El asco profundo que me producen los asesinos que ejecutan a periodistas, y todos los que quieren que solo se expresen aquellos ciudadanos que reproducen como papagayos las enseñanzas de la Sharia islámica, se ve acrecentado infinitamente por el desprecio que me provoca la visión de una sociedad occidental claudicante, que prefiere tragarse las heces que han desalojado los esfínteres aflojados de los finados que los terroristas arrojan en los portales de sus casas, a combatir a esos terroristas allí donde éstos se han venido fraguando. La fuente más importante de ese odio a Occidente se encuentra en aquellas sociedades donde no existe ya ningún atisbo de esperanza o de respeto, donde se acepta por término general la vejación de las mujeres y la mutilación de las niñas, y donde ya hace tiempo que se dio la espalda a los derechos humanos, bien porque sus comunidades están dominadas por una élite de dirigentes y predicadores embrutecida, o bien porque están compuestas por un rebaño de acémilas o ciudadanos que se han olvidado de dichos derechos, que no los quieren recordar, o que los rechazan fervientemente después de adscribirse a un fanatismo ignorante que les induce a matar a todos los que no congenien con sus ideas. De esto no se libra nadie. La masa enfervorizada utiliza indistintamente las mezquitas y las iglesias, o los cenáculos de los ateos y los racionalistas extremos. Unas veces piden a Dios que siga permitiéndoles masacrar a los infieles (el fanatismo oriental), y otras que no se juzgue demasiado duro a esos sanguinarios y asesinos, en nombre del progreso y la moderación racional (la mojigatería occidental). Al parecer, en el reino de los cielos, ya sea porque haya que destruir al apóstata o porque haya que perdonarle, la primera consigna a tener en cuenta a la hora de ser recibido es la que favorece la multiplicación y promueve la barbarie religiosa, y la que defiende a los sanguinarios y los criminales, de manera directa, o por medio de la complacencia, el indulto irresponsable, o el boato almibarado (que merma siempre la defensa que aleja a esos asesinos). El mundo está lleno de feligreses y devotos, que unas veces matan sin compasión, y otras favorecen esos asesinatos en nombre de la compasión y el perdón.
Occidente ha alcanzado un grado de desarrollo y civismo que no tiene parangón en la historia del mundo. Pero también ha pagado un precio muy alto. Los mismos modales que han conducido al respeto de todas las creencias, también están llevando a la sociedad por unos derroteros bastante peligrosos, que hacen que se olvide de las ideas que le han permitido progresar. Cuando se tiene el respeto como la más elevada de las máximas, también se puede cometer el error de pensar que dicho respeto debe ser indulgente incluso con aquellos que no respetan a nadie. Esta es otra forma de fanatismo, otra adscripción incondicional, una en la que han caído las sociedades que mejor han comprendido las causas del progreso, pero que ahora, sumidas en una nueva contradicción, laminadoras de sus propios principios, creyendo que éstos significan también el respeto hacia quienes no les respetan, están a punto de zozobrar, hundidas en el océano de relativismo moral que ha prendido en el corazón de Occidente, a rebufo del desarrollo, la modernidad, el apósito de la molicie y el bienestar adormecedor.
Diríase que la inteligencia se ha vuelto ininteligible. El hogar del hombre se está viniendo abajo en virtud de su propio peso, gracias a una interpretación exagerada de la libertad, que no comprende que ésta necesita a veces de algún grado de intransigencia, por muy contradictorio que esto pueda parecer. Los principios, aunque contengan respeto, y aunque aboguen por una amplia permisividad, solo se pueden hacer respetar mediante la fuerza física y la coacción. En un mundo lleno de fanáticos no cabe otra alternativa. Todos los principios lo son en la medida en que otorgan alguna prevalencia necesaria. Y todos ellos serán tarde o temprano objeto de alguna vulneración violenta, si es que no atienden correctamente a esa necesidad, y no se protegen ofreciendo una respuesta proporcional a la amenaza que sufren. Quienes no entienden esto, los mojigatos y los indolentes, no puede decirse que tengan principios. Occidente está dejando de tenerlos. Y puesto que esos preceptos son la causa de su existencia, y están siendo también el motivo de que hayan claudicado, dichos principios también supondrán el día de mañana su extinción irrevocable.
Cada vez que se asesine a ciudadanos inocentes, y los medios de comunicación digan que no hay que avivar el fuego (como está ocurriendo el día de hoy, posterior a la masacre), y opten por mirar para otro lado, y no se congracien con esas víctimas, publicando las mismas viñetas que han sido el objetivo de los fanáticos, estaremos cavando la tumba que, algún día, se convertirá en el último vestigio de la civilización occidental, o ni siquiera eso, que será saqueada y destruida por las mismas hordas y las mismas culturas que hoy se libran de ser denunciadas. Por mor de una pusilanimidad y una cobardía incomprensibles, tan criminales como la propia criatura que infunde el terror, acabaremos todos siendo exterminados, sin posibilidad de remisión.
La única revista en Francia que osó enfrentarse a esos miedos y afrontar su responsabilidad de país occidental, ya ha sido masacrada. Su lucha en el desierto la convirtió en un blanco bastante fácil. Pero no duden aquellos que se han escondido de que también ellos serán asesinados por los mismos criminales, si es que finalmente triunfa la barbarie que todos ellos han contribuido a fomentar.
Mis condolencias a los familiares de los periodistas y los policias asesinados ayer por los terroristas islámicos. Valga este artículo como muestra de mi contribución a la causa que les ha valido la muerte. Como decía el director de la revista que ayer fue salvajemente atacada, humor o muerte.